Entró a la casa de sepelios intentando no hacer ningún ruido, para no molestar. Sabía que nadie la oiría, pero de cualquier forma quería hacer las cosas bien. Y en un velatorio, hacer las cosas bien significaba no molestar. Por eso se sentó en una de las sillas que, vacías, se distribuían por la sala. Desde un rincón, miró a su alrededor: ahí estaba su tía, sentada también, con las piernas cruzadas y con sus manos sobre las rodillas, apretando un pañuelo de tela, de esos que ya nadie usa; un poco más allá (lo suficientemente cerca como para decir que estaba sentado con su tía, aunque no tanto como para tener que dialogar) estaba su primo, unos años menor, con la mirada perdida en el arco que dividía la sala de la pequeña habitación donde habían puesto el cajón y que ella, desde donde estaba, no podía ver. Ahí, seguro (no tenía que verlo para saberlo), estarían sus padres y su abuela. A diferencia de su tía y de su primo, que se aguantaban, ellos estarían llorando a moco tendido. En un rato, cuando fuera para allá, los vería.
Había otras personas en la sala, pocas. Algunos conocidos con los que había hablado alguna que otra vez y que apenas recordaba. Ahora ellos hablaban entre sí. Ella se sorprendió al verlos. Serían personas a las que les gustaba ver a los muertos.
Lo que no había era más familia. Sus padres, su abuela, su tía y su primo eran toda la que tenía. Y ella, claro. Porque ella también era familia. No tenía que dudarlo. Si dudaba, a lo mejor olvidaba, y si olvidaba, ¿quién sabía lo que podía pasar? Por otra parte, tampoco amigos. Nunca había tenido muchos, y ahora estarían en otra parte, en otro velorio.
Se puso de pie y, con paso lento, se acercó a la pequeña habitación, más allá del arco. Ahí estaban, efectivamente, su mamá, su papá y su abuela, todos vestidos de negro. Los dos primeros a su izquierda (parados, su papá cruzándole a su mamá un brazo por los hombros). En la otra punta, a su derecha, su abuela (sentada en una silla, rezando un rosario). Nadie la vio, aunque todos la miraban. La miraban a ella, no a la que estaba de pie, bajo el arco, sino a la que estaba en el cajón, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el vientre (ella también con un rosario).
Dio un par de pasos más y se ubicó frente al ataúd. Una vida breve, que sin embargo le había parecido bastante larga. A lo mejor porque todavía no había empezado a vivir sentía que la vida le había dado todo lo que tenía para darle. Es verdad que nunca formaría una familia, que nunca iría a la universidad ni que, tampoco, llegaría a vieja, pero la verdad era que familia ya tenía (y estaban todos ahí), había llegado a la secundaria (y nunca se había llevado ninguna materia) y, con respecto a la vejez, ¿quién en su sano juicio querría ser vieja? Ella seguro que no. Si la vida, entonces, no le había dado todo, al menos le había dado lo mejor.
—¿Por qué será que llevamos la misma ropa que teníamos al momento de… ya sabés? —dijo una voz a sus espaldas—. Es como en las películas. De haber sabido, me hubiera puesto una malla, y no estos jeans.
Ella se dio vuelta y no se sorprendió. Ahí estaba él.
—¿Qué hacés acá? —le preguntó, casi con indiferencia—. ¿No tendrías que estar en tu propio funeral?
Él, un muchacho de su misma edad, levantó los hombros y entró en el cuartito. Se inclinó sobre el cajón. Dejó escapar un suspiro de asombro.
—¡Faaaaaaa! Flor de trabajo se mandaron acá. Estás igual.
—¡Shhh! ¿No ves que hay gente sufriendo?
—Sí sí, los veo. Los que no nos ven son ellos, así que tranqui.
—¿Qué hacés acá? —volvió a preguntar ella—. ¿Por qué no estás con los tuyos?
—Porque son muchos. Es un quilombo eso. No me gusta.
—¿Y por eso venís a joder a acá?
El muchacho sonrió y negó con la cabeza, como si acabara de escuchar un chiste.
—Bueno bueno, que si estoy acá es por vos, eh.
—Yo no te pedí que vinieras.
—No hacía falta.
Siguieron mirando el cajón, uno al lado del otro, como una pareja que contemplara a su hijo en la cuna. Sólo que no había hijo, ni cuna, sino un cajón y una muerta.
—¿Cómo terminamos así? —preguntó él.
Ella no respondió.
—Somos como los Romeo y Julieta del barrio —agregó él, esforzándose por sonar divertido.
—Con la diferencia de que ellos se suicidaron, y por amor —dijo ella, sin mirarlo.
—Detalles…
A su lado, la abuela rezó un Ave María con la voz un poco más elevada. A su izquierda, su madre hipó.
—No tendrías que haber hecho eso —ella intensificó la pronunciación de la última palabra.
—No era mi intención… Y quedó claro que me arrepentí. Por algo estoy acá, ¿no?
—Te arrepentiste tarde.
—Uno siempre se arrepiente tarde, si no no sería arrepentimiento.
—¿Y qué esperás, que te diga que está todo bien?
Él levantó los hombros una vez más. Ella siguió mirándose.
—¿Y ahora? —preguntó él.
—No sé.
—¿Viste a otros como nosotros?
—No.
—Yo tampoco.
Ella no dijo nada. No se movió.
—¿Eso significa qué…? —él no llegó a terminar, sabía que ella entendía todo lo que él quería decir.
—No sé.
—¿Vos y yo?
—Espero que no. No se me ocurre otra idea del infierno.
—Siempre tan amable.
—Vos te lo merecés.
Un nuevo silencio. Él la miró a ella, a la que estaba de pie, a su lado.
—Todavía te quiero —le dijo.
—Andá a cagar.
Él asintió.
—Bueno, me voy —suspiró, rendido.
—Mejor.
—¿No me vas a perdonar?
Ella no respondió.
—Porque empiezo a creer que vamos a estar así hasta que nos perdonemos.
—Entonces vamos a estar así mucho tiempo.
Él volvió a asentir.
—Chau.
Ella siguió sin responder.
Él se dio media vuelta y salió de la pequeña habitación, primero, y de la sala, después. Nadie lo vio. Tampoco ella.
La abuela seguía rezando; la madre, hipando. El padre estaba rígido, con su brazo cruzado sobre los hombros de su esposa. El ambiente, todo, estaba inundado de olor a flores, que provenía de una corona sin nombre ni identificación, que descansaba en una esquina del lugar.
Ella continuó ahí, parada, mirándose. Parecía mentira que, hasta hacía muy poco, había estado llena de sueños, de energía, llena de deseos y de vida. Ahora no estaba llena de nada, porque estaba vacía de todo. Excepto de odio. El odio no se había ido, y eso estaba bien. Era, de alguna manera, un consuelo.
Miró a su familia. Hubiera querido decirles algo, pero no había nada que decir. Incluso, aunque pudieran oír sus palabras, ella no tenía palabras que pronunciar. La realidad se imponía a cualquier cosa que se pudiera expresar. La realidad estaba ahí, en un cajón.
Ahora fue ella la que se dio media vuelta y salió del cuartito. En la sala seguía su tía y su primo, en el mismo lugar de antes, en la misma posición. Las otras personas, que ella todavía no lograba recordar del todo, habían cambiado de sitio, iban y venían con sus tazas de café negro, cortesía de la casa. Ellos no le importaban. De hecho, nadie ahí le importaba. Nadie.
Sólo una cosa tenía sentido para ella, y pensaba en eso mientras atravesaba la sala y se acercaba a la puerta que daba a la calle.
Sólo una cosa, que se traducía en una pregunta; pregunta que se formuló al momento de salir.
¿Cómo se podía matar a alguien que ya estaba muerto?

Lucas Berruezo (Buenos Aires, 1982) es Licenciado en Letras (UBA), escritor, crítico literario y profesor. Sus cuentos y artículos circulan en antologías, revistas y sitios web. Es autor de los libros Los hombres malos usan sombrero (2015), Frente al abismo (2017), Enfermos de oscuridad (2020) y Colimba (2023).