(O los placeres de la inocencia)
El inmoderado nació en mayo porque es en mayo cuando nace la gente de huevos. Inmediatamente el médico le diagnosticó fuego en la sangre y fue ese mismo fuego el que lo mató poco tiempo después.
Tenía la piel blanca, unos ojos engarrotados y negros como de carbón. Su fría mirada hacía perfecto juego con su larga, densa, oscura y única ceja. La madre no tardó en darse cuenta, ese ser hecho de carne, cubierto de talco y lágrimas, la haría llorar lágrimas de sangre, así que decidió no encariñarse tanto. «Total —se dijo—, lo que sobra son humanos.»
Su padre fue hombre serio, formal y estricto. Se mató poco después de que su hijo cumpliera el primer año de vida, con la intención de enseñarle el maravilloso arte de llevar una vida llena de virtud y en pro del desarrollo intelectual de la especie humana. Como herencia le dejó su biblioteca y su colección de piedras comunes. El Inmoderado pasó un año encerrado en la habitación-herencia, devorando ferozmente cualquier volumen que estuviera en la biblioteca buscando rastros del cráneo de su padre en cada libro, en cada página. Pero nunca encontró nada que le pudiera ayudar a disminuir el dolor de su ausencia, de su bendita ausencia.
Terminó lanzando las piedras y los libros al río con los ojos llenos de lágrimas ardientes, jurando que nunca volvería a pensar en aquel hombre que lo abandonó por ir a abrazar tan alegremente a la muerte. Su madre, que al parecer terminó por extrañar los libros, saltó a la corriente sin intención siquiera de aprender a nadar.
Él ya no lloraba. Se le acabaron las lágrimas. Disfrutaba diciendo que era un sujeto cuya única finalidad en el mundo era transgredir cada norma de buena conducta; «siempre en pos de la libertad y las alas arrancadas al hombre por el hombre». Lo repetía día tras día, como si fuera una oración, como si intentara convencerse a sí mismo, o al menos, irritar al mundo con su rasposa voz de verano convaleciente.
Fumaba como loco, diez o quince cajetillas al día. Siempre tenía un cigarro en la boca puesto en el mismo punto: bajo la mancha de nicotina del labio superior. Bebía licor como un descarriado y te lo juro, Edmundo, nunca tuvimos que cargarlo inconsciente a su casa, porque era un tipo de huevos, sabía qué quería, sabía a dónde iba.
El inmoderado siempre estuvo rodeado de gente que intentaba demostrar que también tenía fuego en la sangre, pero pocos eran capaces de aguantar tres días viviendo a su ritmo: desayunando aire, licor y humo de tabaco. Almorzándose a cualquier mujer que le viniera en gana. Sacándole más horas al día. Durmiendo su siesta de siete horas por las tardes y en la noche, arrastrándose por las calles oscuras, siempre en busca de algo que lo llevaba más y más lejos de casa, algo que se escondía entre las sombras porque a las sombras pertenecía.
«Dame más, quiero más». «Esto no me sirve, necesito más». Decía durante las larguísimas noches de póker con sus amigos los clérigos, comerciantes y bandidos. Partidas peligrosas, pues cada jugador sacaba tres ases de la manga y que frecuentemente terminaban en riña: botellazos, navajas, amenazas, balas, hospitales y facturas sin pagar.
El inmoderado era un tipo duro, de precisas y pocas palabras, estaba cansado o aburrido de la vida. Cuando el hastío le pareció insoportable, pensó en viajar, abandonarlo todo, pero «el mundo será mundo en todos lados» había leído en algún libro y no podía evitar recordarlo cada vez que tomaba las maletas. Así que decidió seguir viviendo como lo había hecho hasta el día de hoy: sin moderación, pero sin alterar su código postal.
Murió joven, como las flores y gente de mayo, que disfrutan de transgredir sus propios límites. Las últimas horas las pasó en un hospital ahogado en flemas rojas, pero sobre todo muy calientes. Quizá por los delirios y/o la poca razón que le quedaba, justo antes de morir, levantó su diminuto puño al cielo, como desafiando a quien lo miraba desde arriba. Un trueno le arrancó la vida del pecho y sus labios no se volvieron a fruncir.
Casi nadie fue al sepelio, sólo unos pocos miembros de su familia lejana pasaron la noche velándolo entre lágrimas y profundos lagos de silencio. Durante esa noche se barajaron varias posibilidades: la beatificación, la excomulgación y la expatriación.
Hoy en día de su ejemplo no queda mucho, después de todo ¿quién se atreve a seguir los pasos de una persona que murió a la tierna edad de cuatro años?

Alejandro Valdovinos Escalera. Nací el 18 de agosto de 1990 y no creo en los horóscopos. En lo que sí creo es en la fuerza sonora y mental de la palabra. En la fragilidad destructora de los gerundios. En la fascinante estupidez del humano. En la comicidad de quien se lamenta por los moretones que le saldrán en las rodillas tras tropezarse camino a la horca. Aunque parido en Ciudad Guzmán, Jalisco, me criaron y maleducaron en Michoacán (un hombre afortunado). Receto paracetamol, lavados nasales y buscar las perlas que dejaron los cerdos en el lodo para disfrutar de los bellos y breves momentos que tiene la vida. Me gustan la música, las hamacas y las conversaciones interesantes