Huérfanos de almas perdidas

Precisan las agujas del tiempo, apilándose una sobre la otra, de manera que los ciclos no germinan más y se condensa una calígine combustión, mas parece que se propaga como un denso nimbo iridiado.

“Si da lo mismo el fuego constante que el gemebundo frío, dan lo mismo los inconfundibles silencios con sus figuras geométricas o la música llana que enarbola los vestigios de mis lunas marchitas y sin nombres. Entonces da lo mismo las vernáculas herramientas que adolecen luceros suspiros en lo más alto de mis celestes que, el sacramental firmamento en donde se coronan bailarinas frágiles y examines, con sus piececillos de pedacitos de cielo bordado. Reconozco que jamás la soledad ha lacerado tan hondo mi carne, ni el bálsamo interno desangró tanto la corteza injerida desde mi centro”.

“Y dejo de reparar en la importancia de la que yo mismo carezco, porque, ¿dónde he de hallar ojos inmaculadamente parecidos? Si ni el cielo siquiera, con su exquisita premura de crepusculares bóvedas podría jamás igual la gracia estructura con su amplia gama? Ni por lo bajo de sus tierras, ni por el pelaje pardo gris que ya elevaba muy alto sobre las cumbres mestizas, y ni el viento siquiera, que revuelve su perlina cabellera que no podría encontrar similitud porque ni las mariposas que revolotean podrían consolarme con su batir de alas mortuorias”.

Como las capas cistercienses de una edificación antigua que recubren de láminas de tiempo para poder reservar sus enigmáticos acallados, sucedería lo mismo al endurecerse su corazón, con una rapidez devoradora que no deja duda o interrogante libre, asegurándose que el tronco que le erige, se reconstruya rápidamente en un intento forzado por darle muerte a todas esas huellas que una vez le embriagaron de dicha.

“Jamás hubo una sola posibilidad al permitir dudar de mí mismo tanto como quien me permitió mirar a través de su cromático centro. Fui vencido, herido por el nostálgico murmullo del canto de un ave atravesada por su ennegrecido pasado. Estaría de más, mis intentos por elidir lo que yo mismo me he permitido depositar. ¿Es que el beso que grabó por vez primera en mi frente, lleva la voluntad de su esencia, pretende dejarme deceso en la más gemebunda soledad? Porque sé que parte de mí, cayó en el enternecido sueño de la muerte, aquella lunación cuando su voz arrulló la mía, cuando los hilos de su canto brillaban como dos luminarias naturales y perfectas”.

Y si no hubo precisado aquel instante, quizá es porque se había opacado por una ira que sólo él alimentaba, ya no más, su cuerpo se vencía con la quietud del primer soplo del viento, porque al transparentarse los párpados, sus noches eran largamente acosadoras y si no concebía descanso por temor a que sus pesadillas se transmutaran en un plano dimensional y éste les otorgara vida, estaba mas que seguro ahora, las alucinaciones se materializaban en cualquier espacio de su vacío, mas seguro estaba todavía que llegaría el apósito fenecimiento, subyugándole como una tierna criatura, símil contra las que había arremetido él mismo. Finalmente fue cercenado cualquier indicio de cordura que almacenaban sus amalgamas.

Y no temió más porque devenían los recuerdos cargados de espinas esenciales y famélicas, redobló un clamor sin vestigio de esperanza que pudiera ofrecerle consuelo. “¡¿Es que consigné en ti la confianza que jamás debí otorgarte pues me han engañado tus platinados luceros?! ¡¿Siempre estuvo latente este estrago profundo al que me has sometido?! Y si bajé la guardia y retorné impreciso en un momento de debilidad, no te señalaré como un culpable porque me has sentenciado a una felicidad que aunque efímera y pasajera, me permitió probar el dulzor que poseen las transitorias ilusiones”.

Mas no supo lo que acontecía en su interior, esa lágrima musical que pocas veces caía desde su afiebrado corazón y sonrió, ya no supo si con cordura o con la insania asomándose por el vértice de sus labios. Y como su cántico al desespero, hubiera hecho nacer una lágrima húmeda y no de aire que incitaría la oquedad como un instrumento al sonar.

Y se cernió sobre él una remota luz, naciente de cualquier nacimiento atávico, tomando la forma de una ligerísima nébula para transformarse en un espejo, con su dintel de viento y sus elevados crespones al aire, se realizó el espectáculo frente a su vista y porfió despacio con una largas hilera de lenguas de un humo sutilmente hilvanado, pues éstas estaban ya casi extintas.

Fue llamado por su interior y la lámina cósmica que se enervaba frente a él consiguió una ligerísima escena, la misma que perecía sin descanso como un blanco recuerdo, cincelado en mármol dentro de su cabeza donde todo convergía y cercó despacio, atravesando la fina capa para reencontrarse con el indicio del lucero serafín que tanto dolo con sus sola existencia le seguía infundiendo.   

Inmutable oscuridad, dolo imperceptible, silencio de armonía infinita. Acoplo de un pensamiento envuelto en un desconsuelo liberado, estelas que ansían al cerco como al tiempo circunvaladas que, renacen ostensibles ante el fino trazo de la muerte que se consume en un oscilo, en una sutil caricia musical.       

Debe ser la quietud inmutable que adolece el regocijo de poder observarle, debe ser el cenit, el ornato de su simetría perfecta, debe ser él, ¿quién más si no el que más inquieta su existir? ¡Que perturbador es con su aroma de sol! Rumbosamente perdido, seducido por las palabras del viento, de la brisa fresca, y sus vestidos lacrados acarician el álveo natural, extendido sobre la plenitud de su descanso.      

Y atenta con sus pasos insonoros, que tientan lo que rápidamente ignora al pisar porque todo lo dedica sin permutar al olvido. Aspira, un deseo prístino apenas nace logrando palpar el filo del acecho que evoca su exculpada encarnación.         

Y bina sobre la andrógina exhalación, dictado es por su deseo, uno que sujeta apenas los finos bramantes de su mesura, ¿es que sabe que ha perdido la capacidad de poder apreciarle sin poder siquiera magrear la tersura de sus hebras platinas? Ya no puede reposar, más intranquilos son sus noches y éstas le turban, le asedian.           

¿Cómo pretende ahora renunciar al soplo de su místico llamado? ¿Ignoraría el convocado que, ahora que se ha unificado, bordeando sus ignotas piezas en un lienzo que lleva un mote que lo alude?    

Ahínca firmemente su postura, más sabe que sólo la fervorosa y sobrevivida, reúne pertinaces sus melodías arrulladoras de aves claras, donde el terreno de sus labios han besado el exiguo canto de la vida.           
Sidéreo amar, ¿quién dijo que a las sombras no postran hálitos vitalicios y florecen del esmero esculpido de las olas, como un balsámico tesoro oceánico? Y si se rehúsa a quererle, es como condenarse a un cielo donde no bullen el polvo que las estrellas dejan al ribetear danzantes.          

Ya sus hinojos besan la oscuridad del suelo al mismo tiempo que su tacto se aflige, mas teme que frente suyo sólo sea una figurada alusión que busca pugnarle y venturoso se aproxima descansando a su pecho, ahí donde se ilustran los oropeles translúcidos que seducen su granítico eclipsado.   

“¿Es que tu aterido corazón tan pronto ha endurecido sus latidos?, ¿por qué nuestros francos vínculos se han disuelto como la una pedestre singularidad que, falaz, soez, me ha impulsado seguir tu beata senda? Condúceme, condéname al exilio que una vez creí, soy fiel a tu existir es que, ¿tan pronto has olvidado mis sinceros juramentos?”. 

Sulfúreo, incierto amor que lo domina, temple que viaja a través de un pensamiento inconcluso como el vuelo elevado de las magnánimas alas de un ave y remonta bañado con la alegría del sol sólo para descender en picada e impactar, derramando su dulce carmín sobre el venablo del cazador empedernido, sin el hambre devorando su cuerpo, sin temor de corromper su íntegra relación con lo que se halla a su derredor.

Quizá, habrá ya desaparecido el gris ceniciento de sus ojos, mas ha logrado encenderse como una marmita que hierve y caldea fuego, un éter imperioso deseando verter la mortífera solución a través de la estrecha hoz inagotable que cuece y dulcifica sus más disolutas ansiedades.

¿Cómo reaccionar cuando la caricia vidriosa de su piel, recubre la angelical pulcritud de un lucero dormido?, ¿cómo diseminar ese instante en el que perturba sus noches, la más insólita de las crueldades? Porque aunque su lucero extinto esté, se pinta de rosa pálido, de rojo brevísimo de sus caderas y el beato índigo que ribetea sus pies desnudos al caminar.

¿Qué penuria hay en querer encontrar el brillo mismo en esos ojos de homónimos mundos que al abrazarse, loan una supremacía interminable? Ruedo óbito, seco al resonar, cae desventurado desde el péndulo níveo de su mirar y desciende presuroso a un paso peligroso.

Teme que al despertar, sean sus sueños los que cieguen los oídos de su endurecido corazón, tan acostumbrado a escuchar las gotas del dulcísimo dolor como el brío indómito del viento.

Venenoso es el cuerpo del impredecible amante que despierta con su máscara de hielo y derrite los párpados del platero con el pálido clamor de sus labios coloreados, dulcificados en esencia más suave y exquisita.

Torna, saliente y muy despacio, es un deseo de muerte como un halo gélido y brumoso que describe palabras mudas en un idioma desconocido para quienes no necesitan comprender la resurrección de aquel espíritu dormido.

Mas se ha doblado el hierro fundido, ahí mismo donde los soles negros súbitamente han encontrado eterno reposo, cada cierto tiempo, vence un astro con su colosal corona celestial y lo redime a un pacto mortecino, ¿es qué la muerte a extendido sus dianas alas y le ha abrazado con su ígneo aprecio?

Quizá es cuando se creyó amor junto al borde un río de fuego, con la consistencia de un eterno mecanismo que le prometía la gesta de un primer renacimiento.

Pero el sacrosanto serafín, con los vocablos como velos de viento, con sus soflamas naturales como botones de rosas que pinchan y marchitan su efímera belleza, asequible le ha timado, provocándole un desgarramiento mortal.

Las venas doradas han tornado en diferentes violetas sangrantes y carmines que enmudecen su vista, porque se han lacerado las montañas vivas de su carne y perecen como médulas expuestas al viento, como transparencias envueltas en pañoletas de espinas.

Y calla, finalmente cuando no queda más que decir, porque se ha desvanecido como los cadáveres de los suspiros que a su paso, le permiten un agónico sístole más de vida, y se aprieta su garganta agrietada, es un grito interno, profundo, que hunde su filosa pestaña y le incinera el interior, mas cree que envejece despacio en un tiempo glacial, acemite estaría él si no conociera el significado de todo lo que le acontece pero reconoce que ha sido quien por sus ojos han velado, y en un hálito final es atravesado por la mano que alguna vez se detuvo a contemplar y, como si así lo hubiese querido el destino, los últimos resplandores se convierten en puños de ira y perduran hasta el hastío de las largas noches que le condenan, y si la oscuridad jamás fue tan turbia ni los silencios tan pesados, caen aplomo y le hunden los hombros en un recoveco de la más intrínseca soledad que lo envuelve, hundiéndolo en su propia desgracia.

Una pétrea soledad a la que está acostumbrado, es su única compañera, es su sombra y ésta, tintinea detallándole una melodía triste como todo él, así como el soplo de la flama de una vela que amenaza con morir.       

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