Hay otros mundos, pero están en este.
Paul Éluard.
Sé que me miras. Tratas de disimularlo, pero no dejas de hacerlo. Es difícil abandonar la tentación de la retina dirigida hacia la vida ajena hasta que esa vida —tan ajena—, te devuelve la mirada. Pero si al otro ser escudriñado no le encuentras los ojos por ningún lado, ¿cómo certificarías que el contacto visual se ha efectuado?, ¿qué buscarías para ratificar la correspondencia visual? El sentido de la vista, a veces, puede resultar en una penitencia instantánea cuando no encuentras una explicación sencilla sobre lo que miras. Una mirada discreta es un vehículo ineficaz cuando no calculas bien el hecho de que, dirigir tus ojos contra otros, en ocasiones, implica problemas (aunque no creamos en el amor a primera vista ni nos encontremos en los reclusorios y barrios bravos donde una mirada fija y directa es una ofensa). Incluso, la mirada más tierna, inadvertida y risueña, pero directa, podría confundirse con una invasión a la ciudad de ¿Qué-me-ves? Es por eso que sueles recurrir a mirar con el rabillo del ojo, a la apreciación de reojo o al resultado inesperado de la visión periférica. Lo que hace suponer que no existe un solo tipo de mirada inocente. Hasta las miradas curiosas tienen objetivos precisos.
Lo peor empieza cuando alguien como tú, prosigue el baile de las miradas con una pretensión casi depravada por la contemplación. Sé que no puedes ver mis ojos, pero aquí tienes estas letras que puedes leer/ver perfectamente. Verás que de a poco, mis preguntas que se convertirán en las tuyas; tus silencios son testigos de la incomprensión de la existencia de un cuerpo totalmente distinto al tuyo. Tú me miras y yo a ti, pero yo solo puedo ofrecerte una mirada sin ojos, una conversación llena de garabatos que, por suerte, ambos entendemos. Porque en este momento, las palabras son todo mi cuerpo.
—Si te pidiera que me dejes de mirar porque cada vez que me miras, es decir, cada vez que me lees, miras mi desnudez parcial, ¿qué me responderías?
—…
—¿Lo ves? Silencio. Ya lo imaginaba.
Era tu turno de hablar y no dices nada. Ni siquiera eres capaz de leerme en voz alta. Hoy, no te importó romper tu regla número 2: “No hagas contacto visual con nadie, mucho menos con gente que, literalmente, parece tan extraña”. Me miras y me miras, sin darte cuenta que estás mirando directa y detenidamente a lo que, ya te digo, son mis partes más ocultas. Porque estas palabras —este cuerpo de letras que has construido—, representan mi estructura interna, mis ojos ligeramente ojerosos, una parte de mi abdomen finamente curvo, la mitad izquierda de mi poblado monte de venus, una aréola de un seno y la punta de un pezón del otro. (Hay un montón de lugares en los que una mirada no puede penetrar. Hay un montón de refugios a los que las palabras tampoco pueden acceder). Mis ojos son todo mi cuerpo y mi cuerpo contiene todo aquello que el tuyo, pero distribuido de una manera distinta, como la riqueza de este mundo, que no está donde debería estar. Mi constitución es singular en comparación con la tuya, que es una estructura inmóvil que envejece, y que solo contiene muchos huesos, algo de carne, una piel casi inflexible, entrañas y una zona donde abunda la imaginación que, ocasionalmente, prefieres mantener intacta.
Y no porque mi cuerpo sea distinto al tuyo, significa que he dejado de ser una chica. Piensas eso porque sueles decir que te importan las preguntas filosóficas: ¿qué es el otro?, el otro, no es simplemente alguien distinto a ti. El otro, siempre eres tú, pero no te das cuenta. El otro, también es una chica sin forma de mujer. El otro, es tu lenguaje: algo que no te pertenecía y que ahora ocupas sin remedio distinto. El otro, es a quien miras por fuera e ignoras por dentro. El otro, es una transformación mutante. El otro, es LA OTRA. El otro, también soy yo y somos todos, lo que hace pensar que no existe el otro.
—¿Aún piensas que no soy una persona porque me percibes muy diferente a ti? Y no me refiero a la ropa, aunque también me refiero a ello. La apariencia siempre ha sido importante; lo que aparentamos y lo que percibimos de ello.
—…
—Siempre advierto los silencios. Los silencios son un reino prometido. Porque los silencios son largos y extendidos, amurallados, barreras que aguardan riquezas inesperadas.
Sigues creyendo que soy un cuento, un relato o un no sé qué, contando una historia. Bueno, en cierta medida todos somos una historia compleja y a medio escribir. Te voy a dejar de juzgar porque sé que soy el prejuicio andante que observa el mundo como una pasarela de moda donde todos son modelos mal vestidos, de aburridas formas, con atuendos tan repetitivos que reproducen, solamente, los aburridos colores de las edificaciones de sus ciudades; escalas grises y azules plomizos: los colores de la fábrica, la cárcel, el manicomio o las escuelas. Lo que daría por ver las calles atiborradas de indumentarias confeccionadas por el más excéntrico gusto de ciertos muertos, como Alexander McQueen o Karl Lagerfled; o ciertos vivos como John Galliano, Gareth Pugh, o Rick Owens: imagina los vestidos aerodinámicos de la más viva e ingeniosa Iris Van Herpen en estas calles grises y llenas de sombras de hormigón. Desearía tanto convertirme en un hermoso vestido algún día. Los vestidos son tan lindos y los hay para todas ocasiones. También los vestidos viejos y los más ridículos me encantan; ¡Vestidos para todos! Cortos y largos, con combinaciones cromáticas y tonos chillones lisos, texturas suaves y arrugadas, ceñidos e informales, sintéticos o de telas naturales, costosos y preferiblemente regalados. Aunque he de confesar que, hay un solo vestido que me parece deleznable, es uno que difícilmente se recicla para otra ocasión y, además, parece condenar a las personas que lo portan a un suplicio innecesario: es el vestido de novia. Odiaría convertirme en ese vestido blanco que parece describir la nada. En cambio, adoraría ser un vestido negro fabricado con tela de piel de durazno en la noche más oscura, combinar con la tonalidad más tenebrosa del tiempo nocturno sería tan apropiado para mí. Pero no, el mundo es una versión barata de lo que acostumbramos a ver en internet. Por eso juzgo a todos por igual, porque todos somos igual de baratos, sobre todo, la gente rica.
Sé que no entiendes mucho de lo que está ocurriendo ni de lo que estoy diciendo. Esperabas literatura, lo sé. Ese es el problema de ustedes, lectores. Todo lo que esperan es literatura y no lindos vestidos. Esto no es un cuento medio bizarro o un ensayo a media profundidad, como ya te dije, este es mi cuerpo. Ahora mismo atraviesas tu mirada por mi cuello, dos dedos del pie izquierdo, la rodilla y la oreja izquierda. Soy un ser transmigrado aunque no lo entiendas. Te topaste conmigo sin saber que estabas a punto de transformar mi cuerpo en un BUZÓN DE QUEJAS. Y no de forma metafórica, sino real, observable y ahora, comprobable, pero no te permití que llevaras mi cuerpo adonde tu voluntad. No entiendo cómo lo logré. Probablemente, eres alguien inteligente, empero, es gracias a todo mi esfuerzo y voluntad que logras percibirme de una manera distinta. No te alegres demasiado, no tienes tan buen gusto porque de ninguna manera, esta forma en la que me encuentro ahora, se parece en absoluto, a un lindo vestido negro.
Es posible que, llegaste hasta acá porque quieres entender de qué se trata todo esto que parece una mala broma y tendrás que tragarte unas cuantas palabras más para saberlo. Sé que te gusta masticar palabras porque hasta te haces llamar, frente a ciertas amistades, como un devorador de letras. Estabas buscando una historia y aquí la tienes: la historia de La chica del cuerpo transmigrado (te encanta ponerle título a todo). Una historia llena de cicatrices como casi todas las historias.
Despreocúpate, no te intimides ante lo extraño, no te sorprendas ante lo insólito ni te preocupes por la realidad, también esto, es parte de ella. Sé que a veces digo cosas que parecen fuertes y raras, pero nunca son tan desorbitadas como para ser juzgada como un ser de otra galaxia, alguien que no escucha el eco de la diferencia o que, simplemente, intenta ultrajar el mundo con un destanteo discursivo. Lo que sucede es que, yo estoy mayormente acostumbrada a la extrañeza y tú no.
Es natural que, hasta cierto punto, en el fondo intuyas que soy una persona y percibas otra cosa. Es tan comprensible que no se entienda fácilmente, cómo es que se transita de observar un rostro para cambiar su forma a una cosa como la que ahora mismo observas. Mis ojos cafés migran en los tuyos para obtener como resultado de la percepción, cientos de palabras que acomodadas cuentan una historia y que desordenadas reinventarían las habitaciones de la mansión de la locura. Circunstancialmente, son formas de ser; en otros momentos, se trata de una cuestión de perspectiva… ¡Ah!, y en algunas ocasiones, es precisamente porque la realidad cae desgajada frente a otra realidad aún más fuerte. La realidad es una suerte de matrioshka que lleva dentro de sí, otra realidad más pequeña, y otra y otra y otra, hasta la infinitud del vacío.
Es suficiente con que entiendas que soy una encarnación de la metamorfosis instantánea. Sé lo mucho que te afecta la realidad cuando no se parece demasiado a lo que esperas de ella. No me gustaría dejarte en la cercanía de terrenos que no sé si dominas, como el del enloquecimiento, por ejemplo; esa realidad circundante de la que huyes por las noches, la realidad más allá de la realidad. Así que, hablaré sobre mis cicatrices para explicar por qué mi cuerpo presenta esta posibilidad de la forma, que es más grande de lo que crees y más fuerte de lo que piensas, tanto, que entiendes perfectamente que se puede defender más que a palabras.
Resulta que la gente puede ver en mí, cualquier forma que “necesite” —sabes bien que la necesidad es un bicho muy raro que consume sangre ajena—. Por ejemplo, quienes pretenden hacerse de mi amistad involuntaria, regularmente presentan un grado de imaginación convencional y solo perciben mi cuerpo bajo la forma de un BUZÓN DE QUEJAS (sí, con letras mayúsculas). Lo digo en serio, visualmente, me reciben con su mirada como un ser que tiene la forma de un clásico buzón de quejas metálico, rojo, frío, un poco despintado, lleno de mensajes, sin espacio para las respuestas, un recipiente en el que se pueden depositar más y más quejas, a pesar de que mi forma ya se encuentre escupiendo reclamos que ni siquiera son para mí y por los que ningún mensajero pasará para entregarlos a quien ni siquiera se enterará de todo aquello de lo que piensan a sus espaldas, sea amor o desamor, paz o enfermedad, admiración o venganza. Nadie lo sabrá, excepto, yo y por desgracia.
Me gusta suponer que las carencias gobiernan a las personas, es por esto que, entienden en el fondo de su ambigüedad existencial que no desean ni siquiera amistad o compañía sino entretenimiento, distanciarse de ellas mismas, descargar el flujo de rechazo y frustración que les persigue como una nube llena de tormenta. Buscan refugio ante el próximo diluvio acumulado. Y cuando encuentran ese refugio tolerante, por interés o compromiso, desean a toda costa desaburrirse de sí mismas, de adentro hacia afuera. Solicitan una vida, una entidad sensible que no les muestre la indiferencia que ellas mismas ofrecen. Entonces, un buen día, me encuentran al pasar y ni siquiera notan que, a lo lejos, yo no era ese BUZÓN DE QUEJAS (o un cuento o un libro o una revista o qué sé yo) que se inmoviliza frente a sus ojos. De alguna manera, saben que soy una chica, aunque me enfoquen como otra cosa. Es más fácil servirse de un objeto metálico y silencioso que de alguien que puede quejarse, gritar, morder, rasguñar o matar. Y por desgracia —para mí—, es ahí donde surgen mis cicatrices, en esa metamorfosis sin consenso. Yo sucumbo ante la transformación instantánea de la necesidad de los demás y, a cambio, obtengo una cicatriz casi imperceptible. Es como si las miradas fueran agujas finas que taladran sobre mi forma natural líneas ultradelgadas, tatuajes precisos que cicatrizan de inmediato, perceptibles solo a través del tacto más suave y cuidadoso. He llevado toda una vida dejándome cicatrizar, solo porque anhelo que, algún día, una de esas cicatrices sea a causa de que, alguien me perciba como aquel vestido negro, pero siempre hace falta imaginación y buen gusto.
Sin embargo, no les culpo por cada cicatriz que me ocasionan, porque ni siquiera ocurren a propósito. Como decía, la gente no alcanza a notar cuándo transmuto y pierdo la voluntad de mi forma humana. La transmigración ocurre porque la gente tiene hambre de gente. Y el hambre tiene hambre de formas y las formas tienen hambre de cicatrices. Es el hambre de la expectativa, del rol, de la estimulación social, maravillas de nuestra sociedad de las formas exclusivamente humanas.
Y por mucho que me queje, sé que perciben de mí, algo más que una sola apariencia, a pesar lo horrible que resulta, su incapacidad de comprender cómo alguien va en un palpitar, de persona a cosa, como cuando un patrón contrata a un empleado y solo ve en él, una pieza rentada que sirve únicamente para que una máquina funcione. Ahora, eres ese testigo fiel de la transmigración aunque no te importe, porque ya ronda en tu cabeza la noción del tiempo que te indica que, ya es hora de que te largues a hacer cosas “más importantes”.
—¿Acaso, aún dudas que soy una chica solo porque no soy rubia o delgada o blanca y no traigo puesto un vestido Schiaparelli negro con lunares blancos? Ya ni siquiera sé si vale la pena esperarme a que apagues tu silencio.
En este momento, te preguntas por mi boca. Pues entérate que mi boca está casi sellada por los diálogos internos a los estoy acostumbrada. Te he proferido ya bastantes cosas y aun así, quieres que hable, tienes tan poca costumbre por el silencio que cuando lo tienes en frente, te cuesta demasiado trabajo disfrutarlo. Sí, también te preguntas por mi voz, sí, mi voz es meliflua…
—Sé que estabas a punto de pronunciar algo. Anda, yo sé que tú puedes hablarle a las cosas que sabes que no son únicamente cosas.
Orden Aleatorio (Javier Silvestre) es actualmente anfitrión de Desposeíd@s, una guarida cyberpunk en CDMX dedicada a organizar eventos relacionados con la Ciencia Ficción (CF) y géneros conexos. Durante 2016 y 2017 coordinó en la Biblioteca Vasconcelos el círculo de lectura Tinta de Silicio, explorando temas periféricos dentro de la CF. Publicó en coautoría con el Grupo Visiones Peligrosas el manifiesto “Ciencia ficción: un campo de batalla para la imaginación” en el número 5 de la revista española “Agente Provocador”. Actualmente imparte un taller en torno a la Ciencia Ficción Latinoaméricana y del Caribe.
Un cuento hermoso, sutilmente crítico, que le hace recordar a uno la diferencia que existe entre escribir y hacer literatura.