El tío Pedro

A mi tío.

Del tío Pedro recuerdo la escarcha que dejaba a su paso. Llegaba por las noches a casa, con un paso acompasado y el cansancio ardiendo en sus ojos.

Las tardes calurosas del puerto estaban en su apogeo, incluso cuando el sol ya se ocultaba tras el cerro del Veladero y en el cielo se teñía de noche. Al abrir la puerta, el tío Pedro se sacudía para deshacerse del polvo del aserrín. Hijos y sobrinos corríamos a su encuentro. La nevada nos hacía toser, pero el olor del pino, del cedro y el nogal vivificaban un sentimiento de fresco jugueteo. No éramos ajenos al olor del barniz, al pegamento, al etanol; a esos perfumes que el oficio de José eligió para él.

Corríamos en torno a mi tío mientras él avanzaba para luego desaparecer en su cuarto. La magia que se urdía tras aquella puerta nos era un misterio. El hombre cansado dejaba ahí sus canas y su piel cenicienta para salir vuelto el joven con el que la tía Amara se casó diez años atrás.

 El tío Pedro salía varios minutos después, aseado, con el cabello húmedo y la mirada brillante enmarcada por un par de anteojos cuadrados. Se sentaba a la mesa y todos cenábamos la creatividad de la Tía Amara: un chorizo encebollado con serranos, un salpicón con tanto jugo que rebosaba los labios, o tal vez sus delicados sopes de ingredientes sorpresa.

Las noches se extendían después en diferentes escenarios: futbol ante el televisor, Monopoly y la Lotería con la persistente aparición de el valiente, el gallo y de tantos otros personajes que le daban el gane al primo Antonio; también había noches en que cada uno disfrutaba en su esquina con un libro o en el celular: jugando Tetris, candy crush, free fire o viendo videos de gente de otras ciudades que sí tenían acceso a consolas de videojuegos.

Aquellos fueron los meses en que mi padre se fue de viaje y en que, poco después, mi madre fue tras él. Nadie nos explicó nada a mi hermano o a mí. Cosas de adultos, decía mi tía, y tajaba la conversación haciendo chocar las manos. Yo dormía con mi hermano y mis dos primos en la misma habitación: contábamos historias, hacíamos la tarea, nos desesábamos tratando de entender el mito de la llorona, del perro negro que aparecía en el callejón de junto, de los gatos abandonados que daban brincos en el techo de lámina. También sosteníamos competencias fraternas por ver quién se vestía más rápido para la escuela en las mañanas. Dormíamos con los calcetines puestos para robarle unos segundos a la noche y dárselos al día siguiente.

El noticiero era quien nos daba los buenos días y nos soltaba letanías de una ciudad que se nos antojaba demasiado lejos para importarnos: la playa tras los cerros, adonde la gente acudía para luchar contra la abrumadora monotonía de la metrópoli. Desayunábamos un café instantáneo sin leche y una pila de diez galletas. Comíamos apresurados y al cabo de unos minutos el tío Pedro salía de su cuarto para unírsenos. Salía amodorrado, descamisado, todavía con un pie en el sueño; los ojos enrojecidos por un descanso demasiado apretado y el cuerpo encogido, como si el mundo lo hubiera elegido como a un Atlas. ¿Y cómo no?, recuerdo haber pensado, si la tía Amara decía que para conocer el peso del mundo bastaba con tener una familia.

Ese fue el día en que el tío Pedro tosió por primera vez. Una tos seca que tardó lo que mi café en enfriarse. El tío se puso colorado y su cabeza se infló como si la hubiera picado un enjambre de avispas.

El tío Pedro se levantó y salió de la cocina en un solo movimiento. La tía Amara corrió detrás de él mientras los más pequeños seguíamos apurando las galletas. La tos cesó al cabo de unos minutos y el tío volvió repuesto a su silla, listo para desayunar. La tía Amara le acercó un plato con fideos y un café muy caliente. Enseguida tomó una servilleta y le limpió amorosamente el bigote.

Poco después, mis primos, mi hermano y yo salimos de casa directo a la escuela. Andábamos por nuestra cuenta en un camino que ya conocíamos sobradamente, andábamos con la corriente que eran todos los niños de la primaria Castellanos; nos derramábamos en las calles más empinadas de aquellas colonias ocultas del puerto y sorteábamos el reclusorio como a una enorme isla a la que había que respetar.

La escuela era el único lugar en donde la ausencia de mis padres no podía alcanzarme.

Al declinar la tarde, la escena se repetía en casa. Habíamos concluido las tareas de Matemáticas y Español y mis primos, mi hermano y yo jugábamos a hacer carreteras en la tierra del patio y de las calles. Algunas sólo las transitaban las canicas y otras los pocos carros de juguete con que contábamos. Yo le explicaba a mi hermano que las canicas también son carros, que no importa la forma porque hacen lo mismo en las carreteras.

 —Pues usa tú las canicas —me reclamaba.

Y ante la tenacidad de su rebeldía no podía sino imponer mi edad para hacerme de los coches.

 El tío Pedro llegó más cansado que de costumbre aquella tarde, con la piel enrojecida bajo la capa ceniza del aserrín. Su fatiga era inusual; yo no podía creer que pudiera estar más cansado que en las semanas previas. Fue una de las primeras veces en que la adultez se me reveló aterradora.

Se quedó de pie en la puerta de la entrada. Pensamos que esperaba a su alma, que todavía debía estar de camino a casa, apenas detrás de su aliento. Y entonces tosió. Una tos fuerte que nos espabiló e hizo asomarse a la tía Amara. Todos miramos con asombro cómo el tío se estremecía. Parecía ahogarse. Y entonces escupió hacia arriba un montón de lo que parecía escarcha. Quienes éramos infantes vimos con asombro cómo la nevada se precipitaba por la casa; tenían un vaivén lento, como de los auténticos copos de nieve, pero esto era algo diferente.

    Eran virutas.

Había virutas de diferentes maderas: de cedro y abedul, de pino y palma, de encino y nogal. Todas irreconocibles para mí salvo por su aroma. Cerré los ojos y me encontré en medio de un bosque con tantos secretos que era imposible saber su naturaleza; escuché el trinar de los pinzones y la persistente lucha de los carpinteros; las calandrias removiéndose en el follaje y también a las ardillas en la hojarasca. Las virutas llovían sobre nosotros y nosotros no entendimos más que un juego. Nos precipitamos bajo la nevada y saltamos como los niños que éramos mientras tratábamos de atrapar la mayor cantidad posible.

No notamos que la tía Amara había soltado la escoba. Que estaba boquiabierta mientras sus pasos dudaban en acercarse. Nosotros reíamos fascinados con cada arranque de tos del tío. Pronto, los residuos de madera tapizaron el suelo y nos llegaron hasta las rodillas. Pateábamos las virutas, abríamos caminos nuevos en el patio, nos lanzábamos amaderadas bombas que se deshacían antes de siquiera abandonar el puño.

Pero la diversión nos duró poco. La tía nos reprendió y nos mandó a nuestra habitación. De modo que nos encerramos. O aparentamos hacerlo. Por el resquicio entre el marco y la puerta, los cuatro observamos, apilados, la escena que se llevaba a cabo en la pequeña sala. Ella abrazaba al tío como si éste no pudiera sostenerse en pie, como si se tratara de un muñeco de trapo que se ha quedado sin relleno, y lo condujo a sentarse.

Luego el tío desguanzado en su sillón tejido, agotado por el trabajo; la tía aplicando un ungüento en su pecho, las intermitentes virutas que expulsaba con cada episodio de tos. A veces tantas que era imposible contarlas, a veces apenas un cómico par.

Nosotros moríamos por salir del cuarto a jugar. Pero no salimos. Ese día nos quedamos sin comer mientras observábamos desde nuestra reclusión cómo la tía barría las virutas para meterlas en una bolsa y tirarlas a la basura.

Cuando al día siguiente relaté todo lo acontecido en la escuela, los niños más escépticos me llamaron puto mentiroso. No había apelativo más ofensivo en el que yo pudiera pensar porque yo no era ningún mentiroso. Así que dejé de contar la historia, sin importarme cuán embelesado estuviera con los recuerdos del día anterior. En mi memoria yo brincaba bajo la lluvia de virutas mientras la maestra nos hablaba de Emilio y la planta que le creció en el estómago. Recuerdo que mis compañeros tenían miedo de que les brotara un árbol en la panza, pero yo me pregunté si acaso mi tío tenía un bosque en su interior y si yo había estado jugando en ese bosque anónimo de donde tantos árboles habían sido tajados.

Julia y Ernesto, sin embargo, me creyeron. En el receso se acercaron al rincón donde yo comía mis sopes de queso y me preguntaron emocionados por la condición de mi tío. Comencé a relatar lo que había vivido; lo hice de forma reticente hasta que noté que el brillo de sus ojos clamaba por más y más detalles. Pronto, los tuve pidiéndome ir a casa de mi tía con pretexto de una tarea, de un juego o de una mera visita.

 —Mi mamá dice que esas cosas son milagros de los santos —comentó Ernesto.

—Para tu mamá todo es cosa de santos —remató Julia.

Yo no supe qué creer. No tenía conocimiento de aquellos santos a los que se referían porque poco o nada me habían importado. Mi madre no hablaba de ellos. Mi padre tampoco. Antes de que se fueran, sólo íbamos a la iglesia cuando se trataba de acompañar a alguien más. Nunca salíamos los domingos como esas otras familias que se enfilaban a la loma, a ese pequeño cuarto de madera que tiene una cruz encima.

Los días siguientes fueron un vertiginoso vaivén de emociones. El tío volvió a toser virutas todas las tardes, abrumado por un mal que a los más pequeños no nos parecía tan malo. Las virutas nos daban alternativas nuevas para el juego: sendas, colinas, brincos bajo la lluvia maderosa y el dibujo de figuras en el piso del patio, de la sala, de la cocina… La tía Amara luchaba incansablemente por deshacerse de los restos de la madera. Se la pasaba yendo de un lado para otro, recogedor y escoba en mano. Bolsas y bolsas de virutas se acumulaban en el patio —un intento ingenuo por contener el milagro—. Pero todo volvía a repetirse durante la noche: el tío Pedro entraba por la puerta y era abordado por un ataque de tos que desataba las virutas.

—Toso en el trabajo, toso en el camión; toso en la calle y en cualquier lado —se lamentaba el tío cuando su malestar se lo permitía.

Una vez me asomé por la puerta del patio y descubrí en la calle el trazo de sus pasos: un camino de aserrín que el viento apenas había tocado.

La tía Amara se negaba a llevarlo al médico:

—Quién sabe qué te harán esos sátrapas —se quejaba.

El tío no hacía más que mirarla amorosamente. Y le creía. Ambos se quedaban sentados en el patio, una silla junto a la otra, observando a un horizonte demasiado distante como para ser el que yo conocía.

La tos ocasional se veía interrumpida por tés de jengibre, cucharadas de miel y limón y pastillas antitusivas. A veces era necesario que el tío se tomara todos los remedios antes de dormir; de otro modo nos veíamos despertados en la madrugada por un arranque de tos que era demasiado salvaje para que cualquiera lo soportara. No sólo el bosque habitaba al tío, sino también un animal salvaje que le torturaba el sueño.

Durante las mañanas la tía se iba al mercado llevando consigo las bolsas de virutas. Mientras nosotros caminábamos a la escuela, la veíamos alejarse en dirección opuesta, cargando hasta cuatro bultos que le doblaban el tamaño. Las vendía como sustrato para mascotas y a aquellos que lo querían usar como relleno. Un ingreso extra ahora que había dos bocas más que alimentar no parecía nada malo.

Algunas mujeres curiosas preguntaban a la tía por el origen de aquellas bolsas, pero el trabajo de carpintería del tío era suficiente excusa. Pensar en aquel trabajo nunca representó mayor complejidad para otros; ni siquiera para mí. Es hasta que vuelvo a pensar en el tío Pedro que reparo en el valor real de su oficio, uno que va más allá de la utilidad y la nobleza. Piezas suyas —y de otros tantos— desperdigadas por todo el puerto: la silla de la abogada que se queda hasta muy tarde en su despacho, el comedor de la familia que se sienta a cenar puntualmente a las 7 de la noche, el estante donde la cafetería exhibe sus tazas para revender, la cajonera donde un ama de casa oculta sus joyas junto a la carta romántica de su primer amor, el escritorio de un autor que aspira a publicar su primera novela. Cientos de historias en las que mi tío ayudó a montar escenas. Tantas piezas que terminaron por cobrarle una cuenta equiparable a las vidas que sus sillas sostuvieron. Aun ahora me cuesta conciliar la idea. Su enfermedad —pues pronto entendí que eso era— no era sino una consecuencia de sus tantos años de exposición a la madera, la sierra, la lija y el aserrín. Tantas horas —días a veces— preparando las patas de un mueble, pegando dos piezas que debían conformar una sola; clavando, atornillando. ¿Tan alto era el precio?

Con los meses, la novedad había perdido su encanto y ni mis primos ni mi hermano ni yo nos veíamos atraídos por los juegos. Ayudábamos a barrer las virutas y a juntarlas en bolsas. Los sábados íbamos con la tía Amara al mercado, cada uno con su bolsa de virutas, dispuestos a vender los residuos expulsados por mi tío.

Con los meses, la enfermedad del tío Pedro empeoró y varias veces nos encontramos sumergidos en una laguna maderosa. La tía continuaba en negación respecto a los médicos. Yo pensaba que a mi tío sólo le esperaban la fama y varias entrevistas en la tele y en internet; no entendía la terquedad de la tía ni el afán de ocultar a su esposo del mundo. Un mundo que, cuando menos, estaría sorprendido por su condición.

Pero la agudeza de los males llevó a mis tíos, antitusivos de por medio, a la clínica más cercana del seguro social. Un examen somero dirigió a mi tío al hospital Vicente Guerrero y otro, a la Ciudad de México. Nadie se explicaba el origen de su mal. Sus pulmones estaban limpios, su ritmo cardiaco normal, su presión arterial como la de un adolescente y en la garganta no había rastros de infecciones.

Mamá volvió de su búsqueda por aquellos días. Ante el desconcierto de mi tía y las citas médicas no le quedó más remedio que compensar el tiempo que de ella había tomado y tomó el cargo de la casa. Mi madre nos hacía de comer y nos acompañaba la escuela; dormía hecha un rollo en una sábana tendida en el suelo. Durante la noche la escuchaba gimotear, y supuse que debía querer mucho al tío Pedro y que por eso renegaba de su condición.

Así pasaron los meses. Noches de incertidumbre donde las dos hermanas eran las protagonistas. Hermanas frente a una taza de café, a veces llorando, a veces discutiendo, a veces riendo a carcajadas en torno al tío y sus noches hospitalizado. Ahí aprendí que la preocupación adopta diferentes formas.

Al tío Pedro se lo llevó una tos. Un año después de que nos bañara con las primeras virutas de multimadera, el bosque dentro de él se acabó. Supuse que así pasaba con todos los bosques, que después de convertir sus árboles en casas, mesas y libreros, dejan de ser bosques para convertirse en una llanura como la que se quedó dentro del tío Pedro. Mucha gente vino a despedirse, incluidos mis amigos de la escuela y los que no lo eran tanto pero que fueron por la curiosidad del milagro. Muchos lloraron y tantos más celebraron la vida de mi tío, pero sólo algunos entendimos el regalo que mi tío nos había dejado.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *