El lector, de Bernhard Schlink

¿Qué hace una generación de jóvenes con los crímenes de sus mayores? ¿Los hereda? ¿Les pertenecen también, acaso por complicidad, por amar a los criminales? ¿Cómo deslindarse de los horrores cometidos por padres, tíos, profesores, etc…, sin deshacerse a la vez de ellos, los perpetradores? ¿Y qué sucede cuando el vínculo que une a al individuo con el criminal no es filial sino romántico, cuando se elige amar a la persona que arrastra el pasado de horror? Estas son algunas de las preguntas que plantea el escritor alemán Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944) en su novela de mayor popularidad a la fecha: El lector.

El amor después de la guerra

Michael Berg, enfermo de hepatitis, se detiene a vomitar en el camino de regreso a casa. En ese momento una mujer desconocida lo auxilia, lava el vómito de la acera y lo lleva de la mano a su hogar. Él tiene 15 años, ella 37, y al cabo de algunos meses se convertirán en amantes y sus vidas quedarán unidas para siempre. Así arranca la novela de Schlink, un drama tanto histórico como personal en el cual las vicisitudes del individuo que se sabe participe, de una u otra forma (aunque sea en los márgenes), de uno de los grandes sucesos de la historia quedan de manifiesto en un libro que invita a la reflexión sobre las relaciones humanas y la naturaleza del perdón.

Publicada en 1995 por la editorial suiza Diogenes Verlag, traducida al castellano y editada después por Anagrama, la novela está compuesta por tres partes que, en conjunto, cuentan la travesía vital de Michael Berg, desde la adolescencia hasta la edad madura y la relación (siempre mutable) que mantiene con Hanna Schmitz a lo largo de los años.

La primera parte de la novela es un relato de iniciación, narra el romance entre un adolescente y una mujer mayor, la perdida de la virginidad, los celos y desencuentros propios de la juventud y, al mismo tiempo, el proceso de maduración de Berg. Esta primera sección termina de forma abrupta con la desaparición de Hanna y da paso a la segunda parte del libro, en la cual, Michael, convertido en estudiante de Derecho, asiste como parte de un grupo de estudio a un juicio celebrado en contra de criminales de guerra nazis. Es allí, en el banquillo de las acusadas, donde vuelve a encontrar a Hanna. Durante los años de la guerra, ella se desempeñó como guardiana en un campo de concentración y se le imputa, junto a otras mujeres, la muerte de un grupo de prisioneras. La tercera y última parte del libro toma lugar décadas después. Michael es un hombre maduro, divorciado y dedicado al estudio y la enseñanza de la historia del Derecho. Hanna permanece en prisión, cumpliendo la sentencia a cadena perpetua a la que fue condenada. Entonces, por impulso y soledad, Michael comienza a enviarle cintas de audio en las cuales se graba leyendo en voz alta, recuperando el antiguo ritual adolecente, cuando solía leer para ella después de hacer el amor.

Esta relación semi-epistolar (pues, aunque Hanna comienza a enviar cartas de regreso, de puño y letra infantil, Michael nunca escribe una línea para ella), continúa durante quince años y termina con la noticia de que ella será indultada. Este no es, sin embargo, el fin de la novela. Pero me abstengo de contar más aquí, pues ya he dicho suficiente, y dejo al lector la tarea de encontrarse con el libro y descubrir el final de la historia.

Sobre el autor

Bernhard Schlink, al igual que su personaje, Michael Berg, nació en Alemania durante los últimos meses del régimen nazi. También, igual que su personaje, estudió derecho en la universidad. Pero las similitudes terminan aquí. Mientras Michael se decide por el estudio de la historia del derecho para escapar del ejercicio de la abogacía o de algún otro trabajo que le exija enfrentar al mundo en forma directa y ser capaz, en cambio, de esconderse en un rincón de la universidad, Schlink se ha desempeñado como juez (situándose justo en medio del conflicto) y también como catedrático, sí, aunque no de historia sino de derecho constitucional (una rama a medio camino entre las disciplinas teóricas, como la historia y la filosofía del derecho, y las ramas prácticas, como todas las procesales) así como de derecho administrativo. Además de su carrera en el ámbito jurídico, llama la atención el carácter ecléctico de su obra literaria: empieza con una serie de novelas policiales y después da el paso a las novelas de misterio, dejando a El lector como una rareza, un accidente en su producción literaria y, quizás, también como su trabajo de carácter más personal. Si bien, no sabemos si en la vida de Schlink existió alguna Hanna, tenemos conocimiento de un profesor por quien sentía una admiración especial (a él, confiesa, debe su devoción por el idioma inglés), admiración que tuvo que volver a evaluar tras descubrir que durante la guerra su maestro había estado involucrado en eventos que el propio autor califica como “feos”.

El lector es un libro de facetas múltiples: es una novela de iniciación, un libro sobre del amor adolescente y el despertar a la experiencia sexual, pero también es un estudio sobre los efectos adversos, sociales y psicológicos, que la guerra y la culpa dejan tras su paso por una comunidad, así como de los problemas éticos y morales que de ella surgen en las relaciones humanas.

La guerra en la literatura

Sobre la segunda guerra mundial se han dicho ya demasiadas cosas, se han contado las historias de las distintas partes involucradas, desde los judíos perseguidos hasta los soldados nazis, pasando por las tropas aliadas y los civiles atrapados en medio del conflicto. Pero en El lector no se cuenta la historia de alguien que participó en la guerra, sino de una persona que apenas tendría unos meses de vida cuando esta acabó, y sin embargo su vida entera ha sido condicionada en buena medida por dicho conflicto. En una de las escenas que más llaman la atención del libro se habla del entusiasmo con el que el grupo de estudio (apodado el seminario de Auschwitz) se dedica a exhibir los crímenes cometidos en los campos de concentración, con el afán de condenar y deshacerse simbólicamente de la generación que les precedió, ¿pues qué autoridad moral pueden tener sus padres y maestros si fueron ellos quienes permitieron el ascenso al poder de Hitler y los horrores del holocausto? Sin embargo, esos culpables a quienes señalan y en cuyas sentencias encuentran gozo, no dejan de ser aquellos adultos que los criaron y educaron durante la infancia: “los estudiantes del seminario nos considerábamos pioneros de la revisión del pasado, queríamos abrir las ventanas, que entrase el aire, que el viento levantara por fin el polvo que la sociedad había dejado acumularse sobre los horrores del pasado […] Todos nosotros condenamos a la vergüenza eterna a nuestros padres, aunque sólo pudiéramos acusarlos de haber consentido la compañía de los asesinos después de 1945”.

Y en el caso de Berg esto también alcanza a la primera mujer que amó: “Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo tenía la sensación de no estar condenándolo como se merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión”.

En suma, El lector es una novela que invita a la reflexión sobre la experiencia humana, la naturaleza del mal, el perdón, y sobre las distintas formas en que aquél gran conflicto que fue la segunda guerra mundial dio forma al mundo nuevo que de ella surgió, y cuyos efectos repercutieron no únicamente sobre el gran escenario de la política internacional, sino, también, sobre otro tipo de situaciones, más pequeñas y más íntimas: como la de un hombre y una mujer que se van juntos a la cama.

Para terminar, quiero volver al título mismo de la novela: en alemán Der Vorleser significa El lector, sí, pero la traducción al español no capta el significado completo de la palabra; con propiedad, el título hace referencia a alguien que lee en voz alta, y se debe a la práctica de lectura que une a Michael con Hanna, primero como parte del ritual del amor y después, al correr de los años, como forma de hacerse compañía en las soledades mutuas (él, divorciado, y ella: en prisión).

En fin, la literatura, en medio de las grandes tragedias de la historia y los pequeños dramas del individuo, es capaz de tender puentes que, si acaso no sirven para solucionar las cosas, logran, al menos, crear entendimiento, quizás algo de empatía, y, si no, tiene al menos el mérito de recordarnos que entre toda la tristeza del mundo hay también humanidad y amor, incluso durante aquellos oscuros años en los que, citando el guion de un documental acerca de otro escritor alemán, Ernst Jünger, “se nos dio la oportunidad de destruir algo que no comprendíamos: a nosotros mismos”.  

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