Estaban aquí desde un principio, sólo que el smog de la ciudad no nos dejó ver más allá de los rascacielos. No pudimos ver a las estrellas. Ahora, la oscuridad se cierne sobre mí. El agua me llega hasta las rodillas, pero ya estaba empapado antes de refugiarme. El agua no tiene ninguna temperatura. No me quema la piel, no me hiela los huesos. Sin embargo, estoy temblando. Me cuesta respirar.
Mantengo la mirada en la puerta, con el arma cargada. Apunto al frente. Me duelen los hombros. El metal helado hace que las manos me suden. El hedor de la pólvora embriaga mi memoria. Ya he bloqueado las ventanas y otras entradas. Ellos no pasarán, no pueden pasar… aunque no sé qué tanto me servirán las medidas. Realmente los hicimos enojar. Saben que estoy aquí. Es cuestión de tiempo para que vengan. Ya vienen por mí. El tejado está goteando, el nivel del agua va en aumento. Se acercan y mi mano tiembla, pero no puedo dejar de mirar al frente, ahi en la puerta.
Sucedió hace poco, aunque presumo que la causa de su llegada fue por la suma de nuestros errores. Año tras año causando errores. Salí de mi oficina este domingo por la mañana, listo para ver La hora verde; dos horas sin interrupciones de documentales sobre los animales y plantas que extinguimos en las últimas décadas.
—Una pena por lo de las vacas, estaban rebuenas—Oí hablar a un viejo. Su voz sonaba por detrás de mí. Me di la vuelta y lo vi ahí, en la tienda de la esquina. Él escuchaba con atención la televisión. Recargaba sus codos sobre la mesa. Casi metiéndose al canal.
—¡Ah chinga!, si no más daban leche y ya. No somos lo que producimos. Digo, nosotros somos 70% agua, y no somos agua —alardeó un joven que no se molestó en apartar la vista de su celular. Se quejó de la poca señal wifi que recibía.
Los trajes protectores me impidieron ver con más detalle aquella pareja. Incluso sus voces no eran claras. Apenas distinguí sus estaturas; el viejo era más pequeño, pero por la edad; era como sí sus huesos se encogieran a cada año cumplido.
—¡Eran más que eso, chamaco idiota! Ya aprenderás más de las vacas. No presta atención a lo que dice la tele —y dirigiéndose a mí, agregó—. Eh, hombre, ¿verdad que sí?
Asentí con la cabeza. No hay nada como el sabor del queso y las pastas, le dije. Y les hablé de forma breve sobre las granjas. Me sentía un poco estúpido. No sabía sí era por la forma en la que describí los alimentos y los animales, o por qué no logré captar la atención del muchacho. Suspiré. El viejo me dio la razón en todo. Tuve que parar mi discurso. El temporizador de mi traje sonó su alarma. Recargué ahí mismo la batería de oxígeno, y compré suministros para el camino. Di las gracias y me marché.
El cielo estaba pintado con el humo que suspiraba nuestra ciudad; las fábricas y automóviles expulsaban sus nubes. Eran nubes grises y espesas. No las podía oler con el traje puesto. Y en ese momento extrañé los aromas. No recuerdo que olor tiene la tierra mojada, las flores cuando el viento las sacude, o un árbol rodeado de nieve. Tampoco sé si esas cosas tuvieran un aroma como tal. Pero al cerrar los ojos, y ver las imágenes en movimiento en mi memoria, me imagino que ellas sudan. La naturaleza. Me imagino que es la vida transpirando. ¿Pero qué vida? Ya el calor lo sofoca todo. Apenas en este momento puedo respirar. Esta agua me hace olfatear la carne ahogada.
Seguí caminando. Llegué al centro de la ciudad, a unas cuantas cuadras de mi departamento. Podría haber subido hasta mi cuarto y descansar un rato, y quizás, así dormido, yo hubiera sufrido menos, pero nos atraparon a todos. Hay un viejo dicho: fuimos como polillas a la luz.
¡Y cómo no ver esa luz! En el cielo había un espacio libre. Las nubes se separaron. Arriba de nosotros había un espacio en blanco, rodeado de nubes negras, de esas que guardan los vientos y los relámpagos. Ese espacio brillaba con singularidad. Era como ver un faro en la neblina. Su luz se movía del cielo a la tierra y de la tierra al cielo. Sombras danzaban en el interior de las nubes, y nosotros, sin saber porqué, mirábamos sin preguntarnos que era ese aro de luz que no nos dejaba sonreír.
Y esas nubes dejaron caer sus aguas.
Era una lluvia fina y constante, pero las gotas no resbalaron por nuestros trajes, ni por los cristales de los rascacielos. Caían directo al concreto, formando cada vez más charcos. El agua tampoco empañó nuestras máscaras. Poco a poco nos reunimos bajo la claridad de la nube blanca, y sin darnos cuenta, estábamos todos ahí. Reconocí a unos cuantos; el viejo y el joven estaban ahí presentes, a pesar de que ya era La hora verde. Íbamos todos avanzando hacia el Ángel de la independencia. Gota por gota. Paso por paso.
Y el viento, todo el clima, era tan único. Si fuera una de esas lluvias tóxicas, de las de toda la vida, ni habríamos salido a la calle. Pero estábamos ante un nuevo fenómeno. Una chica se quitó su traje. Era delgada, sus ojos brillaban como la obsidiana, y el viento acariciaba su cabello. Un policía la amenazó, ordenándole que se pusiera el traje de inmediato. Pero la chica, descalza y vistiendo su pijama, danzaba sobre los charcos. Y al ver que su piel no ardía, que sus ojos no sangraban, nos fuimos quitando nuestros trajes. Y entonces ellos bajaron.
La luz esparció un arcoíris por los charcos. Los colores fueron rebotando. Era como si un camión de pintura hubiera chocado y esparcido sus colores por el asfalto. Y aquí, sin duda, ocurría un choque entre dos mundos. Ellos vinieron en el haz de luz. Se revelaron ante nosotros sin pena ni gloria. Sus movimientos eran extraños y tristes, como un viejo en un bastón a punto de caer. Pero ellos no perdían forma, se contenían. Sus “pieles” eran blancas y, a la vez, transparentes. Era como ver una imagen distorsionada. Un científico habría dicho que eran de mercurio, quizás que venían del planeta Venus. Yo, estúpidamente, trato de dar sentido a la razón de nuestra caída. Siempre se teorizaba el cómo y cuándo se creó el universo, y si hubiese algo como nosotros allá afuera. Ellos no nos hablaron, pero entendimos sus intenciones.
La chica del pijama se acercó a ellos, y con una sonrisa de oreja a oreja, les extendió la mano. Ellos la inspeccionaron. No tenían nariz, no tenían una boca, sólo ojos para juzgarnos. La chica, lentamente, se dio la vuelta y su sonrisa desapareció. Nos miró a todos con clemencia, y con culpa por no poder decir nada. Pronto, las risas cambiaron a gritos y llantos. La chica se disolvió ante nosotros. De su cuerpo quedo un charco de agua. Y corrimos.
Yo estaba en shock. La gente corría a todas partes sin saber a dónde ir. Unos iban desnudos, y otros, tropezaron al colocarse de nuevo sus trajes. Y de los charcos, pronto fue un rio. La luz no se reflejaba. La policía disparó contra ellos. Algunas balas se quedaron dentro de sus cuerpos, y otras, siguieron su curso hasta impactar contra las personas.
Los seres de las nubes pasaban sus ojos por todo su cuerpo, mirándonos, disolviendo a diestra y siniestra. La muerte de un policía, que estaba a mi lado, me sacó del trance. Desconozco por qué no me mató en ese momento. Una parte de mi le gusta creer que usaban la ecolocación para guiarse. Al no moverme, no hacer ruido, ni producir una onda en el agua, no dieron conmigo. Ojalá fuera eso, y no simple azar.
Cuando vi al policía desvanecerse, lo vi todo. Era como ver un relámpago caer, cara a cara; algo tan veloz y contundente pasó en cámara lenta. El policía gritó, pero su sonido se volvió vapor, y ascendió a las nubes. Sus músculos y huesos fueron comprimidos, hasta ser líquido y gas. Su nombre se volvió una gota más.
Tomé el arma del suelo y salí corriendo del lugar. La lluvia se calmó, pero nosotros seguíamos apurados. La marea fue subiendo. El agua humana revivió los lagos de la gran Tenochtitlan, ciudad a la que enterramos con nuestros excesos. Mis pasos eran torpes, las corrientes de agua atrapaban mis piernas. Tropecé con la basura. Y ahí hundido, me raspé la piel, y más importante, escuché el llanto de un millar de personas en cada burbuja. Me levanté como pude. Jadeé y escupí agua. Al mirar al cielo, noté que no había más nubes de smog. Nos estaban haciendo un favor. ¿Pero a qué precio?
Seguí corriendo sin mirar atrás. Entré a un departamento, y bloqué las grietas en los muros y las aberturas entre las puertas y ventanas. Ahora que descanso, mis pulmones arden y mi cuerpo tiembla. Ha pesar de mi caída el arma aún funciona. Aun así, tengo miedo de fallar mi disparo. Cuanto deseo que los llegados de las nubes fueran más amables. Pero ¿acaso merecemos ese trato? Y más sabiendo que no fuimos tolerantes con otras especies de nuestro propio planeta. Así como Dios dejó caer un diluvio para purificar el mundo de pecado, ellos hicieron lo mismo; nos ahogarán para sanar la Tierra. Ellos están enojados. Muy enojados. Los siento venir, el agua se agita. La marea sigue creciendo. Ya vienen por mí, mantengo mi mano firme. Ya no a la puerta. Apunto a mi cabeza.
Uriel Velázquez Bañuelos (22, enero de 1998, Guadalajara, Jalisco) Estudiante de la Licenciatura en Escritura Creativa de la Universidad de Guadalajara, ganador del Primer Lugar en el XI Concurso de Cuento Infantil de la Universidad Autónoma del Estado de México, con la obra “El niño y el mar”; fue finalista en el XII Premio Internacional de Novela Infantil Altazor 2024, con la obra “El pequeño detective”, es autor del cuento “La princesa de los dragones”, publicado en Plaquettes Series Letras Infantiles 2024 por parte de Editorial Winged; y ganador del XIV Concurso Literario Luvina Joven en la sección de cuento con su obra “El hombre monocromático”. Además, Velázquez Bañuelos es columnista/autómata de la revista Penumbria, en su espacio “Mundos Interactivos”, es coordinador del Gran Colisionador de Textos Especulativos, y miembro de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena, y de la Sociedad Fantásmica.
Felicidades Uriel!!! Gran texto que permite visualizar los problemas que hemos generado como humanos a nuestro entorno. Ese final inesperado, dramático, no me lo había imaginado. Es buenísimo!!!