Kamikaze

Lo primero fue el dolor de cabeza. Una punzada profunda, aguda y penetrante que atravesó su cabeza como un disparo. Sentía la boca seca, amarga, el estómago revuelto y el cuerpo pesado, como si despertara de la peor borrachera de su vida. Probablemente así era. No sería la primera vez, después de todo. A su alrededor todo estaba oscuro y Ana se preguntó qué hora sería. Debía ser muy tarde si el sol no enseñaba aún su rostro. Con la mente puesta en un vaso de agua que aliviara su malestar, se removió despacio, evitando avivar la jaqueca. Con un ligero gruñido se sentó, estirando los músculos ateridos e intentó ponerse de pie, descubriendo con gran sorpresa (y creciente inquietud) que se encontraba en un espacio muy reducido. El dolor y el malestar cedieron de golpe, empujados por el miedo y la mujer manoteó en la oscuridad, desorientada y muerta de miedo. Con manos temblorosas y la respiración agitada, recorrió la superficie que la rodeaba con la yema de los dedos, descubriendo el acolchado de las paredes, el suelo y el techo y lo que parecía ser un panel de control cubierto de botones y palancas. Quien fuera que la hubiera puesto ahí, se había preocupado de darle un mínimo de comodidad y seguridad. Pero, ¿quién? ¿por qué? ¿cuándo?

Las preguntas se agolparon en su cabeza, trayendo de regreso el dolor y las náuseas. La desesperación se coló bajo su piel, invadiendo su torrente sanguíneo como un veneno corrosivo que llenó sus ojos de lágrimas y volvió irregular su respiración. De pronto quería salir corriendo, golpear las paredes, gritar… una terrible sensación de angustia apretó su pecho y las paredes de su prisión se cerraron a su alrededor, encerrándola, ahogándola. La aterrada mujer se arrojó al suelo, gritando y cubriendo sus oídos con sus manos, sintiendo que el aire se hacía escaso y la muerte se cernía sobre ella. No era una sensación desconocida. Recordaba haberse sentido así antes: la misma angustia, el mismo dolor en el pecho, las náuseas, los temblores, el pavor. Como si se tratara de una lejana pesadilla o de un deja vu maldito, Ana cerró los ojos con fuerza y se apretó contra la pared, buscando consuelo en la firmeza del muro y abrazó sus rodillas contra su pecho, meneándose suavemente de adelante atrás, respirando de forma consciente, concentrándose en el sonido de su respiración.

El miedo que mordía sus entrañas retrocedió lentamente y Ana continuó respirando muy lento, intentando recuperar la calma, pensar con racionalidad, encontrar una explicación plausible a su repentino encierro. Tras lo que parecieron horas, el corazón dejó de latirle como un tren descarrilado y su cuerpo dejó de temblar. Ana soltó sus rodillas y se relajó contra la pared, pensando, pensando. ¿Cómo llegó ahí? ¿Por qué no recordaba nada de la noche anterior? ¿Quién la puso en ese lugar y con qué propósito? Un pequeño haz de luz chocó contra su rostro y la esperanza renació en su corazón. La joven se lanzó hacia la fuente de la luz y descubrió una persiana cerrada por la que se colaba el resplandor del sol. Con manos temblorosas de emoción y una sonrisa vacilante en los labios, alzó la persiana y en apenas un segundo, toda la emoción y la esperanza que experimentó por apenas un segundo, murió estrepitosamente. Sus ojos se abrieron con sorpresa y su boca se secó al encontrarse de frente con la inmensidad del espacio profundo. Sobre un fondo de estrellas lejanas y brillantes, la saludaba un cúmulo de nubes estelares de colores imposibles y una miríada de planetas enormes que parecían estar al alcance de su mano, pero Ana sabía, se encontraban a millones de kilómetros de distancia. Era una imagen tan hermosa como aterradora.

Lo peor de todo, sin embargo, era lo que acarreaba su pequeña cápsula. Tras ella, una cuerda de energía pura rodeaba un inmenso, gigantesco, espantoso pedrusco grisáceo y sin vida que se deslizaba suavemente tras la cápsula, casi como un perrillo apaleado. Una plétora de rocas y hielo, escombros y polvo estelar lo rodeaba como una estela, atraídos por el moribundo centro de gravedad del abrumador peñasco que llevaba a rastras. El miedo de antes volvió como una ola que le quitó el aire y la arrojó contra la pared de la (ahora sabía) cápsula que la cobijaba. ¿Cómo demonios había llegado a una cápsula espacial? ¿Con qué propósito se hallaba ahí? Mas aún, ¿por qué diablos arrastraba lo que parecía un jodido planeta? Como si se tratara de una respuesta a sus preguntas, un pequeño destello rojo cobró vida en la consola de control y Ana, tan desconcertada como aterrada, presionó el botón y esperó mientras un pequeño holograma se materializaba frente a sus ojos. Un hombre alto, macilento y de apariencia estirada la observó desde la pantalla con ojos indiferentes.

Saludos, reclusa 74129. Espero que esté teniendo un viaje placentero. Como representante de nuestra raza, te doy las gracias por el enorme sacrificio que haces por nuestra gente y te deseo una muerte tranquila. Fin del comunicado — así que eso era. Una misión suicida.

Los recuerdos de su pasado regresaron a su memoria como una patada, trasladándola a un lejano invierno en el que decidió finalmente acabar con la vida del hombre que la humilló por años, aprovechándose de ella y utilizando su cuerpo como fuente de ingresos. Recordó el cuchillo, hundiéndose una y otra vez en el pecho en el que una vez durmió, salpicando sangre y mierda sobre su vestido blanco. Recordó las manos violentas que la alejaron de su presa, los gritos, las órdenes y el alivio que siguió al escuchar ese maravilloso “está muerto” en el tono acusador de algún policía que jamás podría comprender el porqué de su sonrisa al ver los ojos vacíos de su verdugo. Siglos atrás, una guerra devastadora, surgida de una pelea racial y territorial, estuvo a punto de terminar con la vida en el planeta e incluso, se extendió hasta los confines del espacio. Tanta fue la violencia y el uso de armas de destrucción masiva que incluso la luna recibió un impacto nuclear por error y el enorme cráter que se generó, envió cientos de miles de trozos de roca lunar que, debido a la gravedad de la Tierra, permanecieron circunvalando el planeta como una espada de Damocles, convirtiéndose en una grave amenaza para la seguridad y la supervivencia de la raza humana.

Llegados a ese punto, el conflicto volvió la situación insostenible y obligó a los gobiernos mundiales a unir fuerzas para evitar la extinción. Fue así como conformaron una sola unidad, un gobierno mundial que reuniera la fuerzas de las potencias supervivientes y de los pequeños países que se alzaron con el poder tras la debacle. Lo que nació como una esperanza luminosa e impoluta se convirtió pronto en una dictadura absoluta sin parangón. No hubo quejas, sin embargo. Las leyes marciales, duras implacables se convirtieron en el único medio para recuperar el orden y la estabilidad en lo poco que quedaba del mundo. La disciplina y los castigos eran inapelables y gracias a esa mano dura, la sociedad tuvo una oportunidad para ponerse de pie y recuperar el camino del progreso. Y en medio de esta nueva bonanza nacida de la represión, los científicos se encontraron en un paraíso en el que todos los recursos estaban a su disposición y en pocos años fueron capaces de convertir lo imposible en posible.

Fue así como idearon un método para limpiar de escombros lunares la atmósfera de la Tierra y, de paso, deshacerse de otro tipo de basura. Todo reo acusado de crímenes violentos en contra de otro ser humano era condenado a pilotar las naves que arrastraban los cascotes lunares hacia el espacio profundo. Las coordenadas estaban programadas en un cuadrante en el que se escondía un conocido agujero negro de enormes proporciones. Y hacia ese monstruo se dirigía una temblorosa Ana. La mujer abrazó sus piernas y escondió el rostro entre sus brazos, dejando que las lágrimas cayeran libremente por sus mejillas y humedecieran el suelo acolchado de la cápsula espacial. El silencio a su alrededor era ensordecedor y la inminencia de la muerte parecía acecharla con cada segundo que pasaba. Lloró por lo que parecieron horas, sin moverse de su posición, sin pensar en el dolor de sus extremidades ateridas. Todo lo que quería hacer era cerrar los ojos y dejar todo atrás.

El oscuro pensamiento cruzó su mente y de inmediato lo notó. ¿Acaso no estaba haciendo ya eso? ¿No se dirigía a una muerte segura, a una nueva realidad en la que ya no habría dolor, ni condena, ni juicio? ¿No estaba a horas (quizás minutos) de una muerte segura e indolora? “Te deseo una muerte tranquila”, dijo el viejo estirado del video y al parecer, sus buenos deseos se harían realidad. Ana se levantó rápidamente y se lanzó sobre los controles, buscando el control de velocidad. La palanca, grande y de un brillante color naranja, parecía sonreírle desde el panel y Ana, devolviéndole la sonrisa, la presionó con fuerza, notando como de inmediato comenzaba a moverse más rápido. Un nudo se formó en su estómago y la fuerza de aceleración la lanzó contra los paneles acolchados del fondo. Una risa histérica dejó su garganta mientras se lanzaba a su muerte y Ana se entregó a su destino con el color en llamas y el alma liviana, sin saber que, millones de años luz tras ella, el último remanente de la luna se había desprendido de la gravedad terrestre y se había dejado caer sobre la superficie de la tierra, devastando todo a su paso y borrando de la faz del universo a la sociedad que tanto mal le hizo.

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