Él sabía que hacerlo de nuevo pondría en peligro su relación, pero sus impulsos fueron más fuertes que la amenaza de una vida en soledad. La urgencia que Rafael sentía era sobrecogedora. Con cautela, se levantó de la cama para no despertar a Leonor, quien roncaba fuertemente a su lado.
Desnudo y de pie frente al cuerpo tendido de su amante, Rafael cerró los ojos. Inhaló y exhaló repetidamente hasta que logró sincronizar su respiración con la de ella. Una visión se apoderó de él, proyectando con claridad lo que ocurría al interior de la nariz su compañera: estrechos túneles de rosada piel siendo recorridos por un hipnótico vaivén de aire tibio. “Que belleza.” Se adentró aún más, llegando hasta la irritada faringe de Leonor, donde un torbellino sacudía violentamente los adenoides provocando una ruidosa vibración.
“No te distraigas.”
Caminó hacía el baño, cuidando que sus pasos aterrizaran con suavidad sobre las baldosas para no causar ruido. Ya dentro, cerró la puerta con seguro y se tomó un momento para apaciguar su ritmo cardiaco.
Pequeñas gotas de sudor poblaron su cara. “Tranquilízate, por favor.” Rafael visualizó un acercamiento casi microscópico de sus poros: abismales orificios moldeados por rugosas láminas de piel que se dilataban en sincronía, liberando perlas de rocío salado. Con las yemas de los dedos acarició su rostro, delineando sus angulosas facciones con sudor.
“¡Para ya! ¡No te distraigas!”
Sin perder más el tiempo, se puso de rodillas frente al bote de basura y con manos temblorosas hurgó entre montones de papel sanitario hasta que encontró su tesoro. Sujetó el extremo del hilo levantando el objeto hasta la altura de sus ojos; un péndulo carmesí se mecía frente a él. Rafael abrió la boca y lo introdujo sin vacilar. Sintió cada poro de su dermis contraerse con fuerza en un brutal oleaje de adrenalina. Masticó, provocando que un espeso líquido bañara su lengua, dientes y encías. Gimió. Masticó otra vez, exhalando con placer. Una tercera vez: se dejó caer al piso, gimió; una cuarta, “ya casi estoy ahí”; una quinta, “qué sensación”; una sexta…
—¿Rafa? ¿Estás ahí adentro?
“¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!”
—¿Todo bien?
“Lo siento, lo siento, lo estoy sintiendo. Ya voy hacia ti.”
—¡Rafael, abre la puerta ya mismo! ¿Qué está pasando?
La puerta se sacudió con violencia.
—Lo estás haciendo de nuevo, ¿verdad? ¡Abre ya!
La cerradura cedió ante el traqueteo, y con un empujón Leonor finalmente logró abrir la puerta. Rafael estaba de rodillas en el piso, con los ojos perdidos en un éxtasis indescriptible y el cuerpo vibrante, tembloroso. Sonreía con la boca y los dientes manchados de sangre.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Eres un maldito enfermo! Dios mío, Dios mío…
Leonor lo empujó en un intento fallido por sacarlo del trance. Ella deseaba pelear, gritar, hacer algo que la ayudara a desahogar tanta frustración acumulada por años. Nada. Él no le entregó nada. Salió del baño y comenzó a arrojar objetos por toda la habitación, gritando insultos y maldiciendo el día que conoció a ese pervertido.
Él escuchaba todo el caos que Leonor hacía en la recamara, pero eso no perturbó la deliciosa sensación que mantenía secuestrados sus sentidos. Eso es lo que ocurría cada vez que Rafael entraba en comunión con esa incomprensible fuerza: “Una divinidad fuera de este mundo”. Su cuerpo se convirtió en una antena, receptivo a estímulos antes inaccesibles, antes escondidos. Podía sentir todas y cada una de las células que formaban su cuerpo: diminutos puntos trémulos que moldeaban sus brazos, manos, uñas… Una obra de arte puntillista, llena de vida.
Cerró los ojos y se concentró en expandir esa sensación. Logró escuchar los latidos de Leonor: feroces martilleos que resonaban en las paredes de su tórax. Se visualizó entrando a su torrente sanguíneo, el cual fluía como un furioso río transportando un coctel de adrenalina y cortisol, modificando el aroma de su piel. “Exquisito”. Que poderosa experiencia era sentir tanta cercanía con Leonor, con sus emociones, con su cuerpo, su química… su todo. Eran esos momentos cuando se sentía más conectado con ella. “Te amo Leonor te amo Leonor te amo Leonor te amo Leonor…”
Nunca más volvería a sentirse solo, pensó.
Esa fue la última vez que vio a Leonor. No la extrañó hasta que llegaron esas desesperantes ansias de volver a sentirse vivo, de volver a hacer comunión con esa fuerza innombrable. “Lo han olvidado, pero todos formamos parte de una sola entidad. Somos las mismísimas células de un cuerpo divino, agitándose, deseosas de volver a ser uno mismo.”
Ya se las arreglaría sin Leonor. Encontraría una solución o simplemente entraría en un periodo de abstinencia como ya lo estuvo previamente. Antes de conocerla, Rafael llevaba años privándose de la experiencia, pues la última vez que bebió de alguien se llevó un susto de muerte.
En esa ocasión, la desesperación y el vacío que sentía lo llevaron a buscar un blanco fácil: un mendigo que dormía a las afueras de la estación del metro cerca de su departamento. De madrugada y con cuchillo en mano, se encaminó en búsqueda de su víctima. Al llegar frente a él dudó un poco, pero la tentación era demasiado seductora. En un rápido impulso, hizo un corte en la mano del indigente y pegó sus labios a la herida para no desperdiciar ni una gota.
El pordiosero despertó aterrado y, a golpes, luchó para quitarse de encima a esa sanguijuela humana. Los gritos de ayuda alertaron a unos inquilinos de los departamentos vecinos. “Llamen a la policía”, gritó uno desde su ventana. Con la poca cordura que le quedaba y un miedo abrumador a ser descubierto, Rafael despegó su boca de la ensangrentada mano y corrió para alejarse de la escena, pues sabía que pronto se sumergiría en un delicioso trance.
Al día siguiente Rafael despertó tirado en una callejuela sucia, sin playera, sin cartera ni reloj, con el cuerpo todo raspado, todo golpeado, pero sintiendo una insólita plenitud.
Después de ese incidente juró nunca más buscar la comunión, hasta que conoció a Leonor: una mujer que abrazó las excentricidades de Rafael para justificar sus propias carencias. En la extrañeza de una relación que se da entre dos personas rotas, Leonor permitió que su amante bebiera de ella cada veintiún días. Al inicio eran solo un par de sorbos, pues Rafael no quería espantar a su cómplice. Deseaba ser mesurado y sensato, pero gota a gota se fue diluyendo la prudencia. Ya no importaba si Leonor lo veía eufórico y violento, o si se perdía por horas en un mundo inaccesible para ella, lo único que Rafael quería era seguir teniendo entrada a ese tibio cosmos inexplorado por el hombre. La tristeza invadió a Leonor al ver como su relación se volvía distante y enfermiza. Ella se esforzaba por buscarlo, tocarlo con ternura, pero se topaba frente a frente con su rechazo. Él no quería saber de ella a menos que estuviera en esos días del mes, así que, en un acto de despecho y dignidad, Leonor lo dejó morir de sed, cerrándole las puertas de ese sagrado rito.
Los conocimientos sobre el cuerpo humano y sus microscópicos secretos obsesionaron a Rafael desde pequeño. Los primeros años de escuela se convirtieron en un campo de estudio para él, pues no solo tenía acceso a variados libros de biología y anatomía, sino que además se dedicaba a observar a sus compañeros de clase a detalle: ojos, cabellos, uñas, lenguas, pieles cubriendo tantos misterios internos.
Incómodos por su extraño comportamiento, los crueles infantes no se tentaban el corazón al insultarlo y escupirle en su comida. “Pinche bicho raro”. Era ese escupitajo el dulce postre de su almuerzo. Imaginaba como las bacterias que habitaban en ese gargajo danzaban en su boca sobre una acuosa pista de saliva, fundiéndose con sus propias bacterias para finalmente formar parte de él. “Ellos en mí.”
Durante los recreos Rafael trepaba algún árbol cercano para poder espiar a los niños mientras jugaban en el patio. Proyectaba fantasías donde la piel de sus compañeros se volvía transparente, permitiéndole observar todos sus músculos: rojizas armaduras de carne y sangre estirándose, contrayendo sus ligamentos provocando movimiento en decenas de pequeños cuerpos. Al día siguiente los visualizaba sin músculos y los desmenuzaba por sistemas hasta quedar solo con la visión de un montón de esqueletitos corriendo tras una pelota.
La manía de Rafael acrecentó más y más, pero no fue hasta los nueve años cuando supo que su vida podía tener un propósito: fue cuando conectó con eso por primera vez. Era muy pequeño para entenderlo en ese momento, pero ahora, ya mayor, comprendía que siempre se sintió incompleto y que solo podría encontrar las piezas faltantes de sí mismo a través de la comunión con la extraña fuerza. “Solo así no me siento solo.” Algo dentro de él estaba roto y el resto de las personas lo sabían, incluyendo sus propios padres.
—¡Yo nunca quise ser madre!
—¿Y crees que yo quería un retrasado por hijo?
—Pues si piensas que es un retrasado, ayúdame a criarlo. Nunca estás aquí y yo estoy cansada, ¡agotada! No puedo con él. No me entiendo con él. Siempre está… es tan… raro, no sé. A veces dudo si es mi hijo en verdad.
—¿Tú dudas? El que tiene dudas soy yo. ¡De mí no pudo engendrarse semejante anormalidad!
—¿Me estás llamando anormal?
—¡Te estoy llamando puta!
El pequeño Rafael escuchó toda la discusión desde su cuarto. Esa noche su padre volvió a golpear a su madre.
Ya de madrugada y con la seguridad de que sus padres dormían, el niño salió del cuarto atraído por una embriagante sensación: un metálico aroma que le susurraba poemas a su nariz, originando en él una sed desconocida. Llegó hasta el comedor y halló un diminuto archipiélago de sangre en el piso. Rafael temblaba tratando de contenerse, pero el llamado tan fuerte, aplastante. Se puso en cuclillas y estiró su lengua hasta tocar la primera isla: un tsunami carmesí inundó sus papilas, seguido de una tibia sensación que abrazó todo su ser. Por primera vez sintió que pertenecía, que alguien o algo lo estrechaba con ternura, con la dulzura de una madre. “Todo en mí está bien. Todo en mí es perfecto.” La reconfortante sensación duró solo un par de horas, pero dejó una profunda cicatriz en su ser, una que ocultó la semilla de la obsesión.
Ahora, sin Leonor, Rafael se preguntaba cómo mantenerse a flote. Habían pasado solo tres semanas desde que ella desapareció de su vida y sus días ya eran insoportables. Por las noches era atormentado por horribles alucinaciones donde sus células se secaban desde el núcleo, provocando que las extremidades se le desmoronaran como si fuese una estatua de arena. El tórax no soportaba el peso de su cabeza, la cual colapsaba dentro del pecho para después desintegrarse en una nube de finísimo polvo: un polvo hecho de células marchitas. “¡Basta ya! ¡No me castigues con estas visiones!”
Agobiado, salió a las calles de la ciudad buscando huir de los tormentos de su mente. “Con un poco de suerte encontraré a alguien de quien pueda beber.” Repetía ese pensamiento mientras acariciaba la navaja que llevaba en su bolsillo. “Una prostituta, ¡le pagaré! No me lo negará si la compenso bien.” Apresuró el paso serpenteando entre oscuros callejones, buscando a alguien, quien fuese, que lo liberara de esa abrumadora sed.
—¿Qué horas son estas de andar tan solito, mi buen?
La silueta de un chico se formó entre las sombras. Con una sonrisa torcida y mirada juguetona el muchacho caminó en su dirección, acariciando su entrepierna de manera sugestiva. “Un puto.” Rafael lo observó escrupulosamente. Lo vio lamerse los labios y pudo visualizar como sus papilas recorrían la tersa piel de su boca, humedeciendo las finas vellosidades que nacían arriba de su labio. Era tan solo un jovencito. Bajó un poco la mirada y contempló su cuello. Podía ver las venas debajo de su blanca piel, casi podía oler la sangre bombeando dentro de ellas. Se acercó y acarició el rostro del chico con la yema de sus manos.
—Te doy todo… todo lo que traigo. —sacó su cartera y le ofreció unos billetes— Solo necesito que me dejes beber…
Inconscientemente, Rafael metió la mano en su bolsillo y sacó la navaja. Asustado, el chico dio un paso atrás y silbó con fuerza.
—¡Ya te cargó la chingada!
De la nada aparecieron dos hombres que se abalanzaron contra Rafael. El primero atizó con un bate la mano donde sostenía la navaja, el segundo lo tiró al piso y golpeó su rostro a puño limpio, una y otra vez. Después de patearlo en repetidas ocaciones, tomaron la cartera y el dinero que había caído al piso y huyeron de ahí con rapidez.
Luchando por mantenerse consciente, con gran dificultad y dolor, Rafael se puso de pie. Su rostro ardía y apenas podía abrir los ojos debido a la inflamación. Tenía el rostro desfigurado. Se apoyó contra una pared y tragó saliva. Percibió un sabor metálico en su boca: la exquisita antesala de sus divinos encuentros. Sintió sutilmente esa dulce calidez que solo la experiencia traía consigo. Era su propio plasma el que ahora estaba probando: sangre construida con sangres.
Impaciente por su descubrimiento, a Rafael no le bastó con lamerse los alrededores de la boca, así que buscó a tientas su filosa acompañante. Tomó la navaja y la clavó profundamente en su muñeca izquierda. El dolor fue agudo e inmediato, pero quedó opacado por el alivio de volver a ver ese delicioso líquido: la llave que abre las puertas a lo divino. Con urgencia, su boca buscó beber. Ya no era su cuerpo sino su propia alma la que ansiaba comulgar con esa sensación, volver a sentirse abrazado por su cosmos y nunca más sentirse desamparado. Arrebatado de sí mismo, Rafael bebió de la herida como un recién nacido bebe del pecho de su madre, sin embargo, no lograba llegar ahí. La calidez que sintió al inicio había sido solo un espejismo. “¡No está funcionando!” Desesperado, volvió a tomar la navaja: seis violentas puñaladas que casi le arrancan la mano. Succionó con furia, casi al punto del ahogo. “Por favor, ven a mí, ¡por favor! ¡No me dejes solo!”
Comenzó a sentirse débil. Ya no podía sostener su mutilado brazo a la altura de la boca, ni mantener sus hinchados ojos abiertos. Respirar era doloroso. Supo que sería el final, lo sintió en su interior. A diferencia de sus visiones, su cuerpo no se desintegró ni se convirtió en polvo celular, éste tan solo se desplomó sobre el pavimento. Se sentía tan decepcionado, tan abandonado. Todo él, con su maravilloso y complejo microcosmos, dejó de vibrar.
Enrique León Benavides. Puebla, México, 1987. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Popular Autónoma de Puebla. Ha tomado talleres de creación literaria en “La Letra Secreta” y “Laboratorio para Narradores”, así como múltiples cursos en línea. Actualmente es director creativo en una empresa internacional especializada en diseño y branding.
El género literario que practica es la narrativa, especializándose en el terror/horror y la ciencia ficción. Sus cuentos “El último regalo de mamá” y “La Carroña” han sido publicados en dos libros de antologías dentro de la editorial “Alas de Cuervo”, y actualmente se encuentra trabajando en una antología propia. Como amante del género de terror, le emociona poder llegar a lectores que busquen algo macabro e inquietante en un relato.
“A través del terror puedo explorar mis propios miedos: sumergirme en las aguas más turbias de mi mente y hallar los pensamientos más inquietantes que ahí habitan, para luego materializarlos en relatos. Solo así ya no serán míos, sino de quien se atreva a leerlos.”