Cuarentena

Desde que ella se fue, el hogar —de momento aislado— se transforma. La temperatura se dispara, el techo tiembla, las ventanas escurren y los muros aparecen o desaparecen en medio de reverberaciones inconexas. La niña, a medias huérfana, rueda por el suelo y su padre la observa, ya sea desde la cocina e incluso en el baño. Las paredes, a veces transparentes por la onda de calor, le permiten ver a su hija en cualquier rincón de la casa.

Prohibido salir hasta haber sanado. Decía la nota que la madre dejó sobre la mesa antes de marcharse. Del armario faltaban ropa y sus objetos personales. Ante la amenaza, al marido no le quedó más remedio que ponerse el pijama que no se quitaría hasta que pasaran las cuarenta horas de prescripción que iban más allá de lo médico. Sanarse de las heridas verbales que, sin dejar costras visibles en un principio, penetraban hasta quebrar alma y huesos; de la fiebre y la tos; de los ojos que creían ver oasis donde solo había concreto y no dejaban de aguadarse. Hacía falta el taconeo de la madre, la música que la acompañaba hasta para el quehacer más mínimo, también faltaba el golpeteo que escapaba del grifo continuamente abierto, puck, plick, puck, goteo que a alguien le robó el sueño, tras ello, la cordura.

 La niña trepa por las paredes mientras escapa de los tentáculos de su padre, quien la busca para sanarse de esa cólera que atormenta su espíritu; fuerza capaz de transformar a un humano en bestia, pero la pequeña criatura extiende su larga piernas y consigue asirse en una esquina del techo donde hace su nido. Los dos parecen habitantes de mundos diferentes, aunque a ambos los atormente el mismo malestar. Sanarse, deben.

El padre se limpia el sudor con la manga del pijama y aunque de momento su frente se seca, el resto de la ropa permanece húmeda por la calentura. La niña también está mojada, hay un charco sobre el suelo de mármol, cuya última gota tímida silba —cual si fuera un cristal estrellándose contra el suelo— salpicando las fuerzas que le quedan. La fiebre los está consumiendo.

 La niña decide descender a la hora de alimentarse. Se desplaza, primero un pie, luego un brazo, después la pierna larga, más larga y recta que el resto de su cuerpo distorsionado como en un cóncavo reflejo, le sigue el otro brazo y al final la cabeza, siempre es la cabeza lo último en acercarse al padre.

Ninguno habla, además de la temperatura, los cuerpos de ambos tienen protuberancias rojas. En el padre brillan húmedas ventosas que buscan qué coger; en la niña, colmillos escarlatas que revelan la letalidad de su defensa. Tras dejar la mesa, ambos se instalan en el sillón, demasiado chico para la pierna de la niña que se acomoda por encima del respaldo, y tratan de beber agua, lo único que parece tranquilizarlos. Lejos quedó la discusión en su otra vida, cuando estaban sanos y sin desfiguros.

—No quise asfixiarte… —dice el padre mientras sus tentáculos se retraen, pero omite lo demás, lo que la hija quiere escuchar.

Ojalá estuviera de fondo la música y el taconeo de la otra para no tener que hablar e ignorarse a gusto, lástima que a ella le pudo más la vergüenza ante la indisposición del hogar.

—No quise morderte… —responde la hija, agitando sus extremidades, la pierna larga, ya casi más larga que el resto de su cuerpo, recta y áspera, llena de clavos como púas y casi vendada con telaraña desde el tobillo hasta la rodilla.

Abandona el sillón, se arrastra y rueda sobre el suelo para frenar la picazón de su piel bajo la escayola, un rash, rash que reconforta hasta el interno ardor de su orfandad temporal.

La estancia fluctúa cada vez más, y ambos, pese a la condensación del momento, todavía alcanzan a distinguir la monstruosidad oscilante del otro. En una nube de vapor, donde los dos parecen tener más de una cabeza a la cual también pedir perdón hasta sanarse, no queda más que esperar las treinta y cinco horas que faltan, pues como suele decirse, el tiempo lo cura todo.

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