Algún día la tierra fue nuestra

—Realmente interesante —dijo Oicintló, mientras con sus manos mecánicas acariciaba los alambres blandos y verdes —. Creció de tamaño. Y sin necesidad de agregar o quitar sus partes mecánicas —observó él, sorprendido.

Semanas atrás, Oincintló y yo habíamos caminado hasta el norte del planeta, pues nos gustaba caminar largas distancias como pasatiempo, y encontramos en el camino una gran bodega abandonada. La edificación lucía descuidada y a punto de colapsar. Dentro del lugar había innumerables anaqueles con pequeños cajones en cuyo interior descubrimos unas pequeñas bolsas plateadas donde estaban los núcleos de origen, o bueno, no sé cómo decirles a los botones, pepitas, tuercas o tornillos.

Ciertamente había muchas bolsas similares a estas, al menos cien millones en todo el lugar. Decidimos traernos varias de esas cajas con nosotros para analizarlas en la choza de Oicintló, en el hemisferio austral del planeta. Dentro de la choza abrimos una de las bolsas y se nos cayó uno de los tornillos al suelo terroso y húmedo. No lo encontramos hasta que, dos semanas después, estaba partido por la mitad y salía de este  un largo alambre verde.

 —Estoy es un misterio. Antes esto era un pequeño tornillo—dijo Oicintló, quien después tomó uno de sus cajones de metal para las cientos de bolsas plateadas para abrir una. Los tornillos ahí dentro eran extraños. No tenían la forma alargada con las hendiduras para girar, sino que estaban achatados.

  —¿Cómo crees que haga todo eso, cambiar de forma? —pregunté, contemplando el alambre blando y verde.

  —No lo sé, pero creo que para responder a esa pregunta deberíamos colocar más de estos tornillos por todo el piso, a ver qué pasa—me dijo.

—Eso suena bien —respondí.

Durante el resto del día tomamos más tornillos de la bolsa plateada y los colocamos en distintos lugares del piso de la choza, grietas, incluso en algunos receptáculos que tenían lodo de tierra. 

 —Ahora, será cuestión de esperar —dijo Oicintló, con actitud triunfante.

 —Serán dos semanas —le dije, interrumpiendo su tono —. Eso tardó el primero de los tornillos antes de ser un alambre blando y verde. Necesitaremos hacer algo para no aburrirnos.

 —Tienes razón —respondió Oincintló, pensativo —. Podríamos ir a la aldea de Yghpds para decirles a nuestros amigos que vengan a ver esto. Quizás les interese, ¿no te parece? —propuso Oincitló.

     —Apuesto un kilogramo de cobalto a que jamás han visto algo así en todo su ciclo de replicación.

 Salimos hacia el exterior y contemplamos el cielo gris lleno de gases con metales pesados habituales en nuestra atmósfera reductora. El sol lucía grande, rojo, y su luz refulgía escarlata sobre las montañas. Desde donde estábamos era posible ver algunos ríos de mercurio, lagunas de ácido sulfúrico y otras estructuras de minerales de plomo.

 Al cabo de unos días llegamos caminando a la aldea de Yghpds y encontramos a nuestros amigos. Eran veinte autómatas como nosotros. Cuando nos los encontramos les dijimos sobre nuestro hallazgo.

 —¿Así que una cosa que no parece mecánica crece por voluntad propia? —dijo Yroquo, uno de nuestros amigos autómatas—. Vaya, eso tengo que verlo. Necesito verlo.

 Los demás autómatas hablaron entre sí y al final manifestaron sus deseos de ir con nosotros a ver el alambre blando y verde.

 —Además es verde, ¿verde? No conozco metal de ese color —dijo Yroquo, mientras caminábamos rumbo a la pequeña choza donde residíamos —Tal vez sea algo radioactivo.

 —No lo creo —le contesté. No brilla y no produce energía.

—Mmmmmm —contestó Yroquo, intrigado —. Con más razón debemos ir a ver esa cosa. Mi cerebro de autómata está intrigado.

 Caminamos durante varios días hasta que llegamos a tiempo de cumplirse las dos semanas.

—Bueno, estimados autómatas —dijo Oincitló —. Ahora prepárense para ver algo totalmente nuevo. Acto seguido abrió la puerta de la choza y nuestros veinte amigos autómatas soltaron varias exclamaciones de incredulidad ante lo que contemplaban. De los tornillos surgieron muchos filamentos blandos y verdes. Aparte, el primero de todos, el que ya era filamento las semanas pasadas, era más grande, más grueso y tenía más de esos paneles verdes sobre el eje de la estructura.

 —¿Qué es eso? —preguntó Yroquo.

 —Lo hemos llamado armazón blando y verde —le dije, sintiendo que acaba de hacer una gran aportación a la ciencia de los autómatas al nombrar el prodigio.

—¿Blando? —preguntó Yroquo —. ¿Será que no está hecho de metal?

 —No lo creo, todos sabemos que lo que no es de metal no puede existir —dije.

—Pues será un metal muy extraño —contestó Yroquo, intrigado —. En todo caso, lucen agradables desde el punto de vista simétrico. Hay simetría en esto. Me agrada.

 —¡Simetría, simetría! — respondió Oincitló —. ¡Que la simetría sea con nosotros y con estos armazones blandos y verdes! ¡Simetría, la luz que guía a todos los autómatas!

 —¡Viva la simetría! —dijeron los demás autómatas.

  —¿Qué creen que sea? — preguntó Oincitló.

 — Lo más lógico es suponer que se trata de un mecanismo. Quizás cada uno de estos alambres blandos y verdes sean el cableado de alguna bobina, o de algún circuito —propuso Yroquo.

 —¿Un circuito? ¿Circuito de qué? —pregunté consternado.

 —No lo sé —me respondió Yroquo —. Pero, si existe la simetría, quizás sea algo más allá de nuestra limitada comprensión. La simetría es misteriosa. No sabremos que es esta cosa hasta haber culminado su configuración. Ya ven, ustedes mismos lo han dicho, estos armazones blandos y verdes no paran de crecer y de alargarse. Será que hace falta más tiempo para ver su ensamblaje.

 —Y cuando las partes de ese circuito, o lo que sea, estén completas, ¿quién las unirá? —pregunté.

 —Buena pregunta —contestó Yroquo —. Creo que, como hay simetría aquí debemos actuar a favor de ella. Debemos ser pacientes y ver cómo estos armazones filamentosos culminan. Quizás los tornillos achatados en su interior tengan condensado algún alambre muy flexible de un metal que aún no hemos descubierto. Algo así como un resorte que, al liberarse su cápsula, se extiende. Por cierto, ustedes tienen más de esas bolsas. ¿Hay lo mismo que en la que ya han abierto?

 —No lo sé —dije —. ¿Crees que haya algo distinto?

  —Nunca lo sabremos si no las abrimos —dijo Yroquo.

Fue así que abrimos una por una las demás bolsas y encontramos que tenían tornillos de distinto color, tamaño y forma.

 —En efecto —dije —. Son diferentes.

—Podría ser que cada uno, al tirarlo al suelo, de como origen a un nuevo alambre blando y verde; es decir, se trate de distintos componentes que deban desarrollarse para ensamblarse en la máquina —dijo Oincitló.

 —Suena lógico, suena bastante lógico y muy interesante, realmente interesante —dije —. Una máquina que guarda sus ensamblajes comprimidos. Muy simétrico.

  —¡Viva la simetría! —gritamos en coro.

 Entonces tomamos unas cuantas pepitas de las demás bolsas  y las tiramos al suelo. Esperamos otras semanas. Durante ese tiempo observamos atentos el crecimiento de los alambres blandos y verdes y pudimos ver que crecían y crecían y que eran distintos entre sí.  Algunos filamentos eran más grandes que otros, algunos más eran más achatados y gruesos, pero todos eran verdes y blandos. Curiosamente todas estaban orientadas hacia la misma dirección, hacia el este.

Pasaron dos meses y tenían la altura de ya un metro, sus paneles verdes eran más anchos y había trazas de algo parecido a circuitos, pues se notaban líneas sutiles, en forma de fractales. En verdad había mucha simetría. Varios de los filamentos, se afianzaban a los postes de la choza. En el piso, pudimos notarlo, habían surgido más patrones fractales que rompieron el piso.

—Parecen antenas —dijo Yroquo —. Y están apuntando hacia el sol.

—¡Claro, el sol! —exclamé.

 —¿Será que son antenas que funcionan con la luz? —preguntó Yroquo.

  —Curioso, no conozco máquina alguna que funcione así —dijo Oincitló.

  —Si lo piensas bien, es un mecanismo interesante. La radiación produce calor. Ese calor produce movimiento —reflexioné.

 —Entonces deberíamos colocar estas antenas afuera, a la luz— dijo Yroquo.

  —¿Qué esperamos obtener de esto? —preguntó Oincitló.

   —Un misterio —dijo Yroquo —. Eso es lo que es. La simetría es muy misteriosa.

 —¡Viva la simetría! —volvimos a corear, tras lo cual insertamos en la tierra de afuera a las antenas para que les diera el sol.

  —Ahora a esperar —dije.

  El sol incidió en la antenas blandas y verdes y no pasó nada.

   —Quizás deberíamos esperar más tiempo —dijo Yroquo.

   —¿Cuánto? —preguntó Oincitló.

   —No lo sé —respondió Yroquo.

 Entonces esperamos meses y meses y pudimos ver cómo se fueron formando unas protuberancias en forma de estrella en los extremos de los filamentos en forma de fractales. Eran muchas y poseían colores vistosos. Algunas antenas las tenían azules, otras rojas, blancas, amarillas y moradas. Después, tras unas semanas, esas protuberancias en forma de estrella se desacoplaron de las antenas blandas y verdes.

 —En verdad que son muy raras estas máquinas — dijo Yroquo, al contemplar las protuberancias en el suelo.

 Después de semanas tras la caída de las estrellas de colores, surgieron unas esferas que fueron cambiando de un color verde a uno rojo, otras veces eran naranjas, moradas, verdes y amarillas. Tras un poco de tiempo, más semanas, las esferas cayeron al suelo y descubrimos que tenían en su interior más tornillos achatados.

 —Interesante —dijo Oincitló —. Son más pepitas de las que originaron a las antenas. Mucha simetría aquí.

 —Tal vez se trate de una máquina muy grande —propuso Yroquo.

  —¿Qué tan grande? —pregunté.

 —Podría ser una central energética —propuso Yroquo —. En este valle podríamos esparcir más de estos tornillos en el suelo, que surjan más de estas antenas solares y ver que pasa.

Las demás antenas, tras más días, también generaron esas esferas, de las que tomamos las nuevas tornillos que enterramos en la tierra. Esperamos meses y meses y nuevas antenas fractales surgieron y el ciclo se repitió. Al cabo de un año el valle donde estábamos se convirtió en una procesión interminable de antenas blandas y verdes.

—Pues parece que esta central eléctrica es muy grande. Más de lo que pensé —reflexionó Yroquo, contemplando el paisaje colorido.

—Tal vez no sea una central, sino una computadora —propuse.

 —¿Una computadora? —exclamó Yroquo.

  — Ya habíamos descartado esa idea —dijo Oincitló.

 —Lo sé, pero si ven bien, estos armazones tienen paneles, tienen fractales filamentosos que se extienden hacia el aire —dije.

 —Sí, sí, eso es obvio, pero ¿Cuál es tu punto? —preguntó Oincitló.

  —Podría tratarse de transistores —dije.

   —¿Transistores? — Yroquo.

—Es lo que se me ocurre. Vean como las antenas crecen juntas y forman más y más conglomerados. Tal vez sean todas las cosas que dijimos. Un circuito gigante, una central energética y transistores. Todo para dar funcionamiento a una gran computadora —dije.

 —Interesante, interesante —dijo Yroquo —. Todo es muy simétrico, muy simétrico sin duda.

 —Entonces, ¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Oincitló.

 —Lo mismo que hemos estado haciendo —dije —. Propagar las antenas verdes y blandas.

  Y eso hicimos.

 Pasaron los años, luego las décadas y luego los siglos hasta que todo el planeta estuvo lleno de las antenas verdes y blandas.  Hasta que un día empezamos a notar que algo cambiaba en nosotros. Nuestras corazas de metal empezaron a volverse más oscuras, opacas y se formaron costras de herrumbre. Dejaron de funcionar nuestras piernas, y luego nuestros brazos y después ya no pudimos movernos por ningún lado.

—Creo que las antenas fractales verdes y blandas han cambiado la composición de la atmósfera —dijo Yroquo, inmóvil, en el piso, lleno de herrumbre roja. La tierra casi ya lo había cubierto en su totalidad, al igual que a los demás autómatas.

 —¿Cómo dices? — exclamó Oincitló, con heridas en sus láminas de metal.

 —Bueno, nosotros funcionamos bajo una atmósfera reductora, y cuando pasa eso no presentamos ningún daño. Y ahora sí —explicó Yroquo, categórico.

—Creo que ya entiendo tu punto —dije, hablando con mi cabeza, separada de mi cuerpo, que se había caído hace varios años y quedaba ahí, entre la tierra de color escarlata.

 —Entonces, a lo que puedo ver, la atmósfera se está llenando de oxígeno —dijo Oincitló.

—Es lo que parece. Un gas venenoso, destructor de la vida—dijo Yroquo.

 —Y la tendencia va aumentando —observé —. A este paso ya no habrá atmósfera reductora.

  —¿Será este el fin del mundo entonces? —preguntó Oincitló.

   —Sería lógico pensarlo —respondió Yroquo, melancólico.

    —Será que ahora este planeta es de esas cosas que salieron de los tornillos —dije.

    —¿Qué son? —preguntamos Oincitló y yo.

    —Devoradores de mundos —reflexionó Yroquo, con voz solemne.

—¡¿Qué?! —interrumpimos Oincitló y yo a la vez.

 — Se propagaron por la tierra, absorbieron el aire de nuestra atmósfera y lo convirtieron, bajo un mecanismo que desconozco, en este terrible gas. Han envenenado todo a su paso y han destruido a los autómatas que los ayudaron a propagarse ¡En verdad son unas máquinas muy interesantes! Máquinas de guerra, de destrucción. Además de ingratas, ¡simetría oscura!

 —Y pensar que todo esto lo inició un tornillo de aquella factoría abandonada —reflexionó Oincitló, melancólico.

 —¡Ay, los tornillos, los tornillos, los tornillos! —sollozó Oincintló

 —Pero ¿de dónde vinieron? ¿Quién los hizo? —pregunté —Para empezar, ¿Quién sería capaz de hacer una máquina tan monstruosa como esta?

 —Eso ya no importa —contestó Yroquo, serio —. Quizás estaban antes que nosotros, mucho antes. Alguna forma desconocida de máquinas sin mecanismos, que existió millones de años y ahora despierta para reclamar su planeta.

 —¡Ay, los tornillos, los tornillos, los tornillos! —dijo Oincintló, de nuevo con su voz llena de angustia.

—Esa factoría abandonada, tal vez fue un artefacto dejado por seres muy anteriores a toda la memoria de nuestra civilización de autómatas. O era la gran máquina que dio origen a todos los tornillos. La gran máquina del mal —dije.

 —Es lo más lógico —contestó Yroquo —. Cuando llegamos de las estrellas a este planeta, hace miles de años, lo encontramos solo. La atmósfera se veía bien, metales pesados y otros materiales compatibles con nuestra existencia. Pero no se nos ocurrió pensar que quizás hubo algo antes. Algo que vivió en estos valles y montañas, incluso en los océanos — Yroquo hacía énfasis en la palabra ‘algo’ de forma dramática.

 —¡Los tornillos, los tornillos, los tornillos! —dijo Oicintló, lamentándose —. ¡Jamás las hubiera liberado de su coraza de aluminio! ¡Todo es mi culpa!

 —Ya no hay nada que hacer ni por qué lamentarse —contestó Yroquo, con voz resignada.

—¡Ay, los tornillos, los tornillos! —continuó Oincitló con sus lamentos de autómata descompuesto que ya no sabe qué hacer ni qué decir.

No sabía si los transistores de su cavidad de pensamiento estaban ya estropeados y su sistema de razonamiento se había quedado atascado en un ciclo infinito, repitiendo una y otra vez ese lamento sobre los tornillos y que todo era su culpa.

Seguimos conversando, sobre la simetría que tenían los fractales verdes y blandos que habían colonizado el mundo entero y cambiado la atmósfera. La perfección de su forma y el ordenado y silencioso mecanismo por el cual crecían desde ser tornillos hasta ser las estructuras con forma de antena que eran.           

Todo había cambiado, incluido el color del cielo.                

Ahora era azul.               

1 comentario

  1. Wow. O sea wow en serio, Escritor. Amé tu cuento y ka inocencia de tus autómatas, que no saben que están sembrando su propia ruina. Un trabajo cuidadoso, divertido y genial: pensé en los girasoles gigantes que acabo de ver en Los Pinos. Muchísimas gracias por la lectura!

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