Lo siento

La ciudad está en llamas. El ejército invasor avanza sin piedad. Siembra a su paso destrucción, desolación, caos. El estruendo de los tanques y ametralladoras enloquece a la población que corre despavorida a refugiarse entre los escombros de los edificios destruidos. Juan García, un hombre sencillo vestido como obrero, saltando entre cadáveres se abre paso. De pronto, se percata de que una granada está a punto de caer cerca de donde se encuentra. Con rapidez para agazaparse en una zanja, jala a un hombre que había caído al piso al tratar de sortear el estallido.

−¡Ahí vienen los bombarderos, huyamos o nos destripan! −grita, al tiempo que se acerca a asistir al desconocido−. ¿Te hirieron?

−No, lo que creo es que me quebré la pierna.

−Voy a tratar de inmovilizarla. Bien, es lo mejor que pude hacer. Sostente de mi hombro, vamos a salir de aquí. Busquemos un escondite más seguro −si fuera posible−. Agárrate bien, trata de llevarme el paso.

−Gracias, eres muy fuerte. Me llamo Jaime Garza, soy dueño, bueno, era dueño de una fábrica de muebles.

−¿Tú eres, entonces, el maldito que nos pagaba a los obreros una miseria mientras te enriquecías? De haberlo sabido no te salvo. En fin, prosigamos, no hay tiempo para discusiones.

−¡Atención! −se escucha por el altoparlante la voz autoritaria de un militar dando órdenes de evacuar a la población civil:

−Diríjase a la estación ferroviaria, el tren de medianoche los va a recoger.

Clamores y lamentos de la población enloquecida, se oscurecían por los ruidos secos e intensos de las armas que vomitaban fuego. Todos trataban de huir de granadas y misiles que con su carcajada explosiva hacía polvo a hombres y edificios, sueños y esperanzas. Juan sacó fuerza de sus pulmones, asfixiados por el humo, y gritó dirigiéndose al herido:

−La estación está como a tres horas de aquí, es mejor darnos prisa si queremos llegar antes de las doce. ¡Uf, pesas como una tonelada de grasa! ¿Ves los efectos de tener dinero para comer como un cerdo?

−¿Me vas a abandonar?

−Los pobres si tenemos conciencia. Te ayudaré, aunque seas un hijo de puta.

Juan, soportando el peso muerto del herido, sorteaba toda clase de obstáculos y detonaciones, tratando de avanzar a la mayor celeridad que su cuerpo le permitía. Por fin llegaron a la estación de ferrocarriles. Por la vibración de las vías se dieron cuenta que el tren estaba por llegar. A pesar de las órdenes del altoparlante la muchedumbre se empujaba. Pasaban, salvajemente, unos sobre otros, tratando de salvar su pellejo. Aunque muchos perdían la vida bajo las pisadas desesperadas de sus compatriotas.

−El tren está al tope −vociferó un guardia− solo queda un lugar.

Los que no alcanzaron a subir, a lágrima viva, imploraban por ese lugar.

−¡Orden! o los ametrallo! ¡Se acabó, no hay más!

Una mujer embarazada estaba tras de Juan y Jaime. El obrero quiso abrir paso a la mujer para que subiera al tren. Pero el empresario, colgado del hombro de Juan, se zafó y empujando con violencia a su salvador se subió con agilidad a la máquina.

−¡Lo siento Juan! −gritó, con una sonrisa burlona dibujada en su rostro de cerdo.

Juan se quedó clavado en la tierra, asqueado por la vileza con la que el supuesto herido había actuado. Los que se quedaron veían, a través de la niebla de su llanto estéril, partir su última oportunidad de vida. Unos minutos más tarde se escuchó una gran explosión. Los que no pudieron emprender la huida presenciaron con pavor al tren retorciéndose en el fuego. Casi de inmediato se escucharon exclamaciones de terror.

Entonces, Juan, con una señal de adiós, gritó tan alto como pudo:

−¡Lo siento, Jaime!

1 comentario

  1. Felicidades Nicole. Viví los angustiosos minutos con el peso de ese hombre a cuestas. La vida otorga premios o castigos a quien los merece. Que bueno que Juan tuvo su premio!!

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