Hoy como todos los viernes será noche de historias de terror. Hace ya varios años que me reúno con Ángeles, Luisa, y Sara en la sección más vieja del cementerio para contar historias alrededor de una fogata. Nos conocimos en una ocasión que yo hacía exploración urbana y ellas visitaban el sepulcro de su abuela. Platicamos algunos minutos y coincidimos en el gusto por relatar historias inquietantes y perturbadoras, así que acordamos encontrarnos la siguiente semana en ese mismo lugar, ideal por ser la zona más alejada y también la más antigua y menos concurrida del camposanto. Ni siquiera el velador se molestaba en llegar hasta allá en sus rondines. Entonces, fue el lugar perfecto para hacer una fogata y pasar un rato de terror.
Lo único que sé de ellas es su nombre, y también es todo lo que saben de mí. Así lo acordamos desde el principio ya que eso le daría a nuestro pequeño club un aire más misterioso.
***
Voy de camino hacia el cementerio, pero antes paso por una tiendita. En cuanto abro la puerta suena una campanilla y el señor que atiende el mostrador voltea a verme e inmediatamente su semblante cambia. Parece inquieto. Frente a él se escucha el televisor con las noticias locales: Hace unas semanas informamos que, debido al recorte presupuestal en material de salud pública, el Sanatorio San Juan de Dios cierra sus puertas el día de hoy. El antiguo hospital psiquiátrico, que desde 1937 operaba a las afueras de la ciudad, trasladó a todos sus enfermos mentales a otros sanatorios en diferentes estados del país. Lamentablemente, ayer sucedió una tragedia al trasladar a los últimos tres pacientes, que eran considerados los más peligrosos de la institución. Éstos lograron liberarse a pesar de las medidas de seguridad, y al circular por la carretera que cruza la ciudad, asesinaron a sus custodios, escapando hacia el centro de la misma. Personal de seguridad del sanatorio ya les sigue el rastro apoyados por la policía local. A continuación mostramos sus fotografías. Si llega a verlos, por favor avise inmediatamente a las autoridades.
—Buenas noches, me vende un encendedor. Por favor.
—Cla… claro. Aquí tiene, son $20 pesos —responde nervioso el dependiente.
Busco mi cartera para pagar, pero me doy cuenta de que no la llevo conmigo.
—No puede ser, creo que olvidé mi cartera en casa —consciente de que perderé mucho tiempo en regresar a buscarla, pregunto al dependiente si puedo pasar al día siguiente a pagarle.
—N… no, no se preocupe, lléveselo. Disculpe, ya tengo que cerrar —me dice tartamudeando.
Salgo de la tienda, y puedo escuchar como detrás de mí suena el cerrojo de la puerta de cristal con una urgencia que parece agresiva.
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Termino de encender la fogata, y como ya es costumbre mis compañeras del club llegan caminando entre las criptas. Siempre me ha parecido curioso que lleguen así y no por el camino principal, como llego yo, pero tampoco es algo que me incomode. Supongo que les gusta pasar a visitar antes la tumba de su abuela.
—Hey, por fin llegan —saludo mientras me incorporo, después de colocar el último leño que aviva el fuego.
—¡Hola! —responden al unísono.
—A tiempo, y como siempre ansiosas de escuchar tus relatos —dice Sara y las tres se sientan, cada una en el lugar de siempre.
—¿Escucharon la noticia de los enfermos que se escaparon del Sanatorio?
—No, la verdad es que hoy estuvimos ocupadas todo el día. Pero mejor empecemos los relatos y al final nos cuentas —apresura Luisa, sin muchas ansias por conocer la noticia.
Empezó la ronda de relatos del club, con la misma dinámica de siempre. Primero Sara contó una historia llamada “El Jagger”, siguió Luisa con “La Dama de los Espejos”, seguidas por Ángeles con “Las Paredes del Claustro”, y yo cerré la noche con “Amatlán”. A pesar de que todo transcurrió con normalidad, no pude dejar de notar un aire de tristeza en el semblante de las tres, así que decidí preguntar si todo estaba bien.
—Sí, en realidad hoy es un día triste para nosotras. Se cumplen tres años desde un suceso que nos marcó para siempre —respondió Ángeles. Pude ver cómo las tres miraban fijamente la fogata y la luz iluminaba sus ojos que poco a poco se llenaban de lágrimas. Consciente de ese código no escrito de nuestro club, de no saber nada más que nuestros nombres, decidí cambiar el tema, y contarles la noticia de los pacientes del sanatorio.
—Les contaré qué pasó con los enfermos mentales que escaparon —cuando termino de articular la frase me doy cuenta que miran en mi dirección, pero no se enfocan en mí, sino en unas siluetas que se acercan corriendo.
Me giro para ver mejor, y noto que a varios metros de distancia, dos hombres corren hacia a nosotros. Inmediatamente, los cuatro juntos nos levantamos y empezamos a correr hacia las tumbas. Logramos escondernos detrás de algunas lapidas, mientras se acercan los dos sujetos que corrían a la distancia, visten de blanco. Sus risas son escalofriantes y murmuran cosas que no entiendo. Podrían ser dos de los enfermos que escaparon del sanatorio, pero falta uno.
A pesar de estar en la oscuridad, gracias a la luz de la luna puedo ver la silueta de mis compañeras que se cubren la boca horrorizadas por los dos sujetos que están a escasos metros de nosotros. ¿Acaso no piensan moverse estos tipos? Me pregunto mientras espero el momento indicado para salir corriendo los cuatro. La oportunidad llega cuando veo que los dos hombres dan la vuelta para irse, entonces hago señas a mis compañeras indicando que lentamente caminaremos en dirección contraria a ellos. Piso una rama seca e inevitablemente el crujido hace que los dos sujetos volteen a donde estoy. Salgo corriendo a toda velocidad mientras escucho que uno de ellos grita “¡Párate, cabrón!”, lo que me confirma que Ángeles, Luisa, y Sara se quedaron escondidas y no las vieron. Una fuerza inexplicable me hace dar vuelta a la izquierda para alejarlos de mis compañeras, pero por más que me esfuerzo estoy muy agotado y ya no tengo impulso para seguir.
Las piernas no me responden, y cada vez escucho más cerca sus pasos a toda velocidad detrás de mí. Cuando estoy a punto de llegar a la barda perimetral del panteón, donde se encuentran los sepulcros más recientes, puedo ver una estela de luces azules y rojas por encima de la barda. Si logro saltarla, estaré a salvo. Escuchó una detonación, y siento en mi espalda un pinchazo, como el aguijón de un alacrán, y empiezo a sentir un calor que sube y baja por mi cuerpo al mismo tiempo que me va relajando y dejo de correr. Caigo de rodillas frente a tres sepulcros y con la poca iluminación disponible puedo leer los nombres Ángeles Martínez, Luisa Martínez, y Sara Martínez.
Estoy aturdido, pero percibo cómo los dos sujetos llegan mí, me colocan unas esposas y me levantan por los brazos. Una docena de policías llegan detrás de ellos, comandados por un oficial con sombrero vaquero que sostiene un rifle con el cañón aun humeando. Me mira como si fuera un trofeo mientras le da una calada a su cigarro y sonríe.
***
—Éste era el que nos faltaba —dice uno de los dos sujetos, y puedo sentir como me quita de la espalda lo que parece ser un dardo.
Los dos sujetos me llevan frente al oficial del sombrero. No sé lo que sucede, pero no estoy herido, sólo en un letargo que me parece familiar.
—Les dije que lo íbamos a encontrar aquí. Éste angelito se reunía con tres chicas en la parte vieja del cementerio. La versión oficial es que cada semana contaban historias de terror. Un día como hoy hace tres años, de la nada enloqueció y mató a las tres. Eran mis sobrinas. Mi hermana, la madre de ellas, sólo sabía que se reunían con un amigo para contar historias de terror, pero no estaba enterada del lugar donde lo hacían. A mí me tocó capturarlo. Si me lo preguntan, yo quería matarlo. Pero decidí actuar con ética y dejé todo en manos de la justicia. Un juez determinó que su acto había sido producto de un estado de consciencia alterado, así que lo enviaron al Sanatorio San Juan de Dios. Hoy me doy cuenta de que mi ética provocó la muerte de más personas.
—Entonces por eso en el Sanatorio se la pasaba pegado a la chimenea, contando historias y hablando con personas imaginarias —dice uno de los custodios burlándose de mí.
—Pues muchas gracias por todo su apoyo oficial. Le pedimos que sus elementos nos escolten lo que resta del camino para prevenir cualquier incidente —dice el otro sujeto mientras extiende hacia el oficial del sombrero la mano con la que no me carga.
—Por supuesto. Los acompaño a subirlo a su transporte.
Los dos sujetos me llevan cargando por los brazos hasta una camioneta color blanco. Yo sigo aturdido e incrédulo de lo que acabo de escuchar. Entonces vienen a mí algunos recuerdos no muy claros donde estoy contando una historia llamada “Mis hijos”. Un demonio está a mi lado hablándome al oído. Ángeles, Luisa, y Sara al otro lado de la fogata, horrorizadas. Después las veo en la oscuridad, escondidas detrás de unas lapidas, intentando ahogar el llanto con la mano en la boca. El siguiente recuerdo es de ellas con el cráneo roto, y yo con una piedra llena de sangre en la mano, y el demonio riendo a carcajadas.
Cuando abren las puertas traseras de la camioneta puedo ver a otros dos hombres amordazados y completamente inmóviles. Me suben de rodillas, y los dos sujetos comienzan a ponerme una camisa de fuerza mientras todos los policías están a la expectativa con el dedo en el gatillo. Nuevamente escucho una detonación, pero esta vez el calor lo siento en la nunca y en mi rostro cuando impacta contra el piso. Todo se torna oscuro.
Carlos Rodríguez Juárez. Nació un 31 de marzo de 1985, en Cuernavaca, Morelos. Es Ingeniero en Negocios por la Universidad Tecnológica Emiliano Zapata del Estado de Morelos. Maestro en Gobernanza Digital por la Academia de Política Digital del Estado de Puebla. Director de Contenidos en el medio electrónico “Amor, Fe, y Rock and Roll”. También es músico, melómano, fotógrafo de conciertos, lector apasionado, amante del buen café, aprendiz de escritor, generador de contenidos y community manager en diversas redes sociales, y emprendedor.