Vinimos a esta tierra seca y helada atraídos por las historias que se cuentan del Cavador y la ciudad subterránea. Tiberia nos trajo. Ella es de aquí cerca y conoce algunas palabras de la lengua de los pastores que viven todavía en estos rumbos. Cuando llevan a sus animales a la barranca cuentan que los habitantes de dicha ciudad invocaron al Cavador y él se encargó de horadar la tierra con un rebaño de gusanos amarillos para abrir los túneles. Éstos aún existen, pero nadie supo qué sucedió con los habitantes de esa ciudad ni con el Cavador. Así es que ni siquiera estamos seguros de lo que encontraremos.
La camioneta da tumbos, llevamos rodando por una brecha interminable desde hace media hora. Por fin, un letrero desvencijado nos da la bienvenida a este pueblo pastoril, luego de una curva al borde del barranco. Me siento en el fin del mundo. No asoma ningún rostro entre el caserío de jardines marchitos. Miro a mis compañeros para asegurarme de que palpita un poco de vida a mi alrededor. El Momia es el primero en bajar de la camioneta. Es un viejo loco de casi setenta años que brinca entre las piedras con la agilidad de una cabra. Le sigue Silver, un exmilitar joven, pero que ha visto la muerte más de cerca que cualquiera de nosotros, pues anduvo en los operativos contra los narcos. Al último bajamos Tiberia y yo, amodorradas. Yo soy fuereña, así es que no sé nada de estos lugares.
Seguimos a Silver. Durante el camino estudió el terreno en un mapa; así es que alista la brújula y un aparato que mide la altitud. El Momia se atrasa a veces, y otras, se adelanta. Es imposible que se esté quieto. Yo soy la última del grupo. El sol me quema la espalda; me gustaría arrancarlo del cielo y enterrarlo bajo las piedras. De pronto, siento que bajo mis pies el piso se mueve, se desliza. En la arena se dibuja un surco, como si una breve corriente de aire la hubiera atravesado. Pero no hay nada, al menos no sobre la superficie.
Caminamos una hora más bajo ese sol estático, anaranjado. Las rocas se iluminan y cobran un tono morado, contra un cielo azul marino. Hoy es el solsticio de verano, pero parece otro planeta. Penetramos a través de un cañón de roca rojiza, y Silver examina el mapa de nuevo. Estamos cerca de una cueva que debió ser una de las entradas a la ciudad subterránea. Pronto la encuentra. La entrada es mucho más angosta de lo que imaginábamos y está oculta entre unos matorrales. ¡Aguas!, hay espinas, advierte El Momia, pero ya es tarde. Algunas se clavan en mis pantalones y forcejeo para soltarme. Desde adentro de la cueva, Silver nos ordena encender la lámpara de nuestros cascos. Sigo a Tiberia y me encorvo al grado de que es preciso andar a gatas.
Avanzamos hasta que Silver nos indica que hay una escalera, larga y profunda. No sé si hay alegría o nerviosismo en su voz. Todo indica que las leyendas de los pastores son ciertas. Encontramos la ciudad subterránea. Bajamos lentamente por los escalones tallados en la roca. Nuestras luces son insignificantes frente al vacío de la oscuridad. Empiezo a resentir la falta de oxígeno, me sofoco, tengo sed, pero no podemos detenernos. Tiberia nos ha dicho que lo mejor es salir de aquí antes del crepúsculo.
El suelo vuelve a moverse bajo nuestros pies, pero ahora sentimos el tremor más fuerte. Evoco la imagen de esos gusanos amarillos, cuyo diámetro, según los pastores, corresponde al ancho de los túneles de la ciudad. Me estremezco. Deben ser enormes. Quiero salir de ahí cuanto antes. Silver me adivina el pensamiento y nos ordena regresar. Pero es imposible. Algo anda mal, pues desde el fondo de aquella caverna gigantesca, comienzan a emerger cánticos y resplandores de antorchas. Primero, de forma tímida y sutil, como si fuera un sueño, pero van cobrando fuerza.
El rostro de Tiberia se ensombrece. “Hablan del Cavador, lo están llamando”. Una nueva ola de cánticos se une a los anteriores, pero esta vez, arriba de nosotros. Estamos atrapados. Por la misma entrada que utilizamos, viene bajando una horda de seres deformes y blanquecinos.
Entre todos los seres componen un responsorio que cimbra las paredes de roca. Sin embargo, parece ser que no nos han visto. Silver nos conduce a un escondite y nos ordena apagar nuestras lámparas. Desde el fondo de la cueva nos alcanza un bramido y, a continuación, una especie de resonancia, como si algo muy grande vibrara. Cuando cesa, descubrimos que los seres deformes que bajan la escalera traen prisioneros. Son pastores y sus animales, cabras, borregos.
El bramido parece responderles desde las profundidades y en ese momento, los seres blanquecinos precipitan desde esa altura, sin la menor piedad, su cargamento de cautivos, que caen entre gritos y alaridos hacia el fondo. La primera multitud que vimos y escuchamos abajo responde con un frenesí grotesco. Pero la pesadilla no termina ahí, pues escuchamos un tercer bramido y una nueva vibración cimbra la cueva. Jamás el alcohol, el peyote ni todas las drogas del mundo borrarán de mi memoria esa imagen.
En una parodia de un trineo o de un carruaje, tirado por gigantescos gusanos amarillentos, aparece el Cavador, una masa viscosa y palpitante, como un tumor, entre cuyas fauces devora las ofrendas que recién le arrojaron. Pero eso no es lo más monstruoso, pues a continuación escupe residuos de carne humana y animal y aquellos seres blanquecinos los ensartan entre sus garras. Y en sus rostros de pólipo ciego se dibuja algo parecido a una sonrisa frenética, como la de un niño con juguete nuevo.
Georgina Mexía-Amador es escritora y tallerista de creación literaria. Originaria de la ciudad de México, actualmente vive en Tlaxcala. Ama subir montañas, comer tacos y quesadillas sin queso, bailar cumbia y tomar pulque. Ha publicado novela, cuento y poesía en distintos medios como Cuadrivio, Periódico de poesía de la UNAM, Revista Chile del Terror y Alas de cuervo.