Rutinas de un payaso
Pinta de rojo el tumor de su mejilla
como si fuera una segunda nariz de payaso.
Ahora es un Augusto mutante,
un monstruo que provoca risotadas,
un bufón contrahecho.
Inclina la sonrisa que dibuja alrededor de su boca
para seguir el trazo determinado por su parálisis facial.
El olor de su peluca dispara los recuerdos infames de su vida:
Cuando era niño, su padre murió de un pastelazo.
Su madre permanece en estado de catatonia sobre la cuerda floja.
Su esposa lo engaña, de forma simulada y en silencio, con un mimo.
Tras ver a veinte payasos entrar en un sedán de puertas oxidadas,
intentó meter a cien mil bufones dentro de un autobús sin luces.
Se fundieron todos hasta volverse un amasijo tornasol.
Atribulado por las evocaciones, comienza su espectáculo.
Arrastra al escenario una máquina de rayos X
y hace malabares con las piedras en su vesícula.
Fabrica entonces una serie de machetes de globo
y algunas escopetas huecas y coloridas.
Crea con habilidad a varios campesinos de globo
y a un régimen opresor relleno de aire.
Al final de la rutina elabora una revolución de globo,
y van tronando,
uno a uno,
los militares,
los sublevados.
Se pone un sombrero de capitán del imperio Austrohúngaro
e iza la carpa del circo como si se tratara de gigantescas velas.
Navega sobre las pistas hasta llegar al otro circo de la localidad.
Despliega, en hilera, trece cañones blancos.
Dispara, enfurecido, decenas de hombres bala,
que vuelan por el cielo protegidos con cascos de carbono.
Tras horas de ataque sin cuartel, hunde la carpa de sus adversarios.
Los ve morir, se pinta algunas lágrimas en las mejillas.
Arrepentido de sus actos, recorre el sendero budista
sobre un monociclo antiguo que lleva una bocina.
Pedalea hasta que alcanza la iluminación y se vuelve un arcoíris.
Sólo queda en el aire su moño amarillo que no deja de dar vueltas.
El público enmudece durante unos segundos.
La luz del seguidor se extingue, los aplausos estallan.
Monólogo de Oliva
(Tres corazones sobre mi cabeza)
Con la boca ensangrentada y un ojo hinchado, miro a Popeye.
El humo de su pipa y su aliento inmundo inundan la cocina.
De nuevo me ha golpeado, otra vez derribó a puñetazos mis protestas.
Está tan borracho que ni las dos anclas tatuadas en sus brazos
son capaces de detener las vueltas provocadas por su mareo.
Se limpia con el gorro blanco mi oscurecida sangre.
Toma una botella que lleva dentro un barco a escala
y la llena hasta el tope con Bacardí Solera y Coca Cola.
Me dice que se va a tomar, sorbo a sorbo, aquel naufragio.
Antes, sus ocurrencias me hacían reír a carcajadas,
hacían estremecer la delgadez de mi cuerpo.
Hoy sólo me hacen bajar la mirada y sentir un escalofrío en el espinazo.
Antes, al ver a Popeye transformarse en un bulldozer de ojos negros,
y luego arrasar con Bruto de un golpe, me sentía emocionada.
Hace años, cuando lo veía convertirse en una bomba H parlanchina
y devastar en un segundo a cientos de enemigos, se me erizaba la piel.
Pero ya la concupiscencia y el deseo se han transmutado en rabia.
Hoy quisiera que él aprendiera a transformarse en objetos más simples.
Me gustaría verlo convertido en un cheque quincenal con pipa y brazos fuertes,
o un folleto de alcohólicos anónimos vestido con uniforme de marino,
o tal vez una póliza de seguro médico de ancha quijada y boca chueca.
Pero sé bien que mi marido sólo sabe convertirse en una bestia,
en un alud de mierda que nos enturbia sin remedio.
Desde hace algunos meses, cuando llego a besar a Popeye,
ya no aparecen tres corazones rojos sobre mi adolorida cabeza.
Ahora sale un páncreas oscuro y devastado a medias por el cáncer,
surge un hígado repleto de manchas y pústulas a punto de estallar,
aparece un intestino grueso podrido por una oclusión irreversible.
A veces salen tres abismos por los que caen un ángel, un anciano y mi hijo.
O salen tres procesiones que escoltan ataúdes malhechos y embrujados.
La semana pasada, intenté forzar la aparición de los tres corazones,
pero sólo surgieron un trío de antiguos electrocardiogramas,
idénticos al que se le hizo a mi padre poco antes de morir.
Me levanto y camino al fregadero para enjuagar los trastes.
Popeye se me acerca, se deja caer sobre las rodillas, asegura:
“Me da terror que la próxima vez que te caiga a madrazos
decida, nublado por la ira, comer antes una lata de espinacas.
Entonces sí lo perderíamos todo. Entonces sí no habría remedio”
Tres ataques cardiacos fulminantes aparecen sobre mi coronilla.
Alejandro Paniagua Anguiano es narrador. Fue becario del FONCA durante el año 2007. Obtuvo en el 2009 el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano. En 2015 fue ganador del Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. En 2016 fue Mención Honorífica del Premio Lipp de Novela. En 2017, Editorial Paraíso Perdido publicó su novela Los demonios de la sangre. En 2021 Textofilia Ediciones publicó su segunda novela, Tres cruces. En 2019 la BUAP editó su libro, 52 vueltas. En 2020 fue Mención Honorífica del Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. En 2022, fue publicado Inmovilidad, su libro de cuentos, por Ediciones Periféricas. En 2023, Textofilia Ediciones publicó su novela Nadie duerme en el mundo.
Muy buenos ambos poemas, sin duda las letras trazan trayectos emocionales que se contagian. Excelentes.
Felicitaciones a Alejandro. Maravillosos poemas.