El día que no anocheció

En la penumbra del día las sombras me envuelven. A mi vista salta la desolación de un mundo que muy dentro en mi conciencia, asumo conocer. Mi cuerpo es abrumado por el calor de este inmenso sol que me provoca una sensación extraña y confusa. No puedo quitarme este sentimiento de ser acechado, ¿dónde estoy?

Un extraño mundo se levanta frente a mí y me cuesta creer lo que veo. Estoy ardiendo bajo este cielo donde nada parece existir. El viento seco y caliente da indicios de un mundo sin humanidad y los edificios destruidos me gritan lo grave del asunto.

No tengo recuerdos, no hay memoria del ayer, ni de cómo llegué. Me invade aquél efecto que posee nuestro cuerpo a la hora de estar dormidos, como si soñara. Esto parece irreal, pero al tocarme los brazos no se sienten como en los sueños y estas figuras frente a mí parecen sacadas de pesadillas en donde el mundo ha llegado a su fin.

Camino buscando alguna señal de vida. Han pasado horas y lo único que encuentro es la nada. El tiempo pasa y pasa, todo sigue igual. El sol no se ha movido desde mi llegada. No hay nubes, me derrito a cada paso que doy. Me he detenido a descansar en una pequeña sombra hecha por una casa en ruinas. ¿Qué demonios es aquí? ¿Por qué siento que es Tim Baley?

Sentado alzo la mirada, observo en derredor y un edificio me hace reconocer este lugar, mientras mi cuerpo trémulo comienza a alarmarse. Me acerco para investigar. Aún con sus muros caídos y con sus letreros decolorados, sé que es la tienda más reconocida en toda la ciudad: “El Rodeo”. Me llevo las manos al rostro y me tomo del cabello por no saber qué hacer ante tal descubrimiento. Estoy estupefacto. ¿Qué le pasó a mi ciudad? ¡Nada de esto me da una respuesta!

Comienzo a caminar en dirección a mi hogar, mientras tanto, observo en todas direcciones. El panorama luce lúgubre, cada edificación que solía existir se ha reducido a escombros, otras lucen abandonadas y lo raro es que soy el único sobreviviente en un fantasmagórico lugar. Por momentos un aroma repugnante invade mi olfato, es realmente asqueroso, logra abrir cada poro de mi piel y provocarme el vómito de lo pútrido que es.

Mi hogar está destruido. ¿Y ahora qué? No sé adónde ir. Me siento y comienzo a pensar, pero algo invade el ambiente. Percibo un ruido, algo se acerca. Capto sonidos extraños como gruñidos. Me escondo detrás de estos escombros que solían ser mi casa mientras observo desde un pequeño orificio. Lo que se aproxima trae consigo ese hedor. Lo que se muestra frente a mi escondite me roba el habla. Mi cuerpo está estimulado, mi piel erizada deja entrar el aire que me va quitando el calor corporal, mientras mi corazón está a punto de un colapso.

Cierro los ojos e intento guardar silencio. Las criaturas pasan sin detectarme. Espeluznantes monstruos deformes, con armas en las manos y de una piel grisácea. Sobre ellos van pequeños monstruos voladores, con cola y garras en las patas.

Guardo silencio hasta que desaparecen. Me levanto y comienzo a caminar. Sin embargo, una vez más, un ruido me pone la piel de gallina. Son pisadas, alguien se acerca. Retrocedo dos pasos para no ser visto, no quiero que me asesinen, pero lo que salta a la vista es todo lo contrario. Una persona caminando por la calle en dirección a no sé dónde. Mis sentidos se estabilizan, me doy golpes en las mejillas para reaccionar y entonces lo llamo:

—¡Hey! —grito—. Detente. Soy Marshall Clark. ¿Acaso no me reconoces? —Todos me conocen en mi ciudad ya que soy un escritor famoso.

Sin respuesta, vuelvo a insistir.

—¡Hey, hombre! 

—¡Cállate! O los vas a atraer —dice mientras aún está de espaldas.

Se detiene y se voltea en dirección mía. No puedo creer lo que veo. Lo reconozco, pero lo extraño es que es un hombre que solo lo he conocido en libros. Él es Albert Camus.

Me acerco a él con asombro y algo de temor, desconfiado y confuso.

—Esto es imposible. No puedes ser tú.

—¿Yo?

—Eres Albert Camus, el escritor francés. Premio Nobel de Literatura, 1957. Esto no tiene sentido.

—Nada tiene sentido. Ahora silencio o los atraerás.

—¿A quiénes?

—A los infames. Ellos rondan en este desértico mundo, torturan a gente como nosotros.

—¿De qué hablas? No entiendo nada de lo que ocurre.

—¿Qué crees que sucede?

—¿El apocalipsis?

—No eres tan tonto como creí. Casi siempre que llega uno nuevo, tiene la creencia de estar en un sueño. Al menos tú sabes reconocer lo real de lo irreal.

—¿Esto es real entonces?

—Tanto como yo en 1950. Ven, vámonos de aquí o no querrás que esas cosas vengan a torturarte.

Camino junto a Albert unos minutos en silencio. Todo torna con extrañeza. Se siente como si el tiempo no transcurriera. Avanzamos un pequeño trayecto hasta las ruinas de lo que una vez fue el museo de arte de esta ciudad. Albert actúa como si buscara algo.

—¿Sabes qué ocurrió? —Pregunto para aclarar todo esto.

—¿Tú no?

—No recuerdo cómo llegué, fue como un destello de luz y calor. Es lo único que hay en mi memoria. Aparecí a unas cuadras de aquí. No hay nadie, solo tú.

—Te apuesto que hay muchos como tú y yo. Este lugar lleva eones existiendo. Existía antes de mi llegada.

—¿Se supone que debo reconocerlo?

—No. Todos los de tu época tienen una concepción del cielo y el infierno muy distorsionada, así que, no.

Lo miro fijamente a los ojos. Volteo al cielo que nos cubre y pienso que no es posible estar en un lugar como el infierno. Se supone que es un lugar oscuro y repleto de sombras. ¿Por qué el infierno sería un día soleado?

—Si esto es el infierno, ¿cuándo morí?

—No sé, es lo de menos. Estás aquí y eso es lo que importa.

—No soy una persona mala, se supone que debo estar en el cielo.

—Como digas.

Albert sube las escaleras del museo y se adentra en lo que queda de ella. Intento llamar su atención gritándole.

—Oye, ¿adónde vas? Espera.

—¿Puedes guardar silencio un momento? Esas cosas siempre están cerca.

—Solo quiero saber qué es lo que pasó. ¿Qué hacemos aquí?

Suspira profundamente y me mira a los ojos

—Moriste, amigo, y ¿el cielo? —Lo pregunta con una mirada sarcástica mientras posa una de sus manos en mi hombro—. Créeme, el cielo no existe. Al menos no para nosotros los humanos.

—¿De qué hablas?, eso es imposible.

—Todo es posible, Marshall Clark. Todo es posible. Lo aprendí estando aquí. Pensaba que Dios no existía, y eso me llevó a desarrollar el pensamiento existencial que sueles conocer de mí. Después de morir, todos y cada uno de nosotros los hombres llegamos aquí. Nadie se salva de este sol cubriéndonos.

Un crujido resuena alrededor nuestro. Los veo. Están aquí. Los infames, como él los llama. Doy unos pasos hacia atrás. El asombro de todo esto me tiene conmocionado. Ver a esas criaturas me causan un horror como el que nunca experimenté. Sin embargo, Albert continúa su camino. Es como si no pudieran verlo.

Lo sigo con mucho cuidado. Una de esas cosas voltea. Su cara arrugada me hace temblar. Me detengo. Al poco tiempo me pasa desapercibido. Observo hacia el horizonte que posa frente a mí. Veo alejarse a ese extraño escritor que aún en la muerte sigue teniendo ese semblante de hombre misterioso y rebelde. Miro al cielo intentando comprender lo poco que se me ha revelado. Camino rumbo a él. Quiero saber más.

Durante nuestro andar, logro llamar su atención al percatarse que lo voy siguiendo.

—¿Albert?

—Dime.

—¿Por qué no nos atacaron esas cosas?

—Porque son ciegos. Reaccionan al ruido. Atacan a todo aquel que intenta huir de este plano. Por lo general, hombres como tú que son recién llegados sucumben ante la desesperación y la locura. Eso provoca mucho ruido. Por eso hay que guardar silencio, colega.

—Y, si puedo preguntar, ¿adónde vas?

—A seguir explorando. Busco la puerta para cambiar de plano.

—¿Cómo? ¿Eso qué significa?

—Una puerta entre dimensiones. Este lugar es inmenso.

—¿Dices que hay puertas?

—Sí. Hay una en cada plano. He intentado buscar la de este sitio, solo que me ha llevado mucho tiempo.

Llegamos a lo que parecía ser el estadio de la ciudad. Este hombre no piensa detenerse. Hasta ahora me he dado cuenta que no siento los pies. No siento el cansancio de todo este trayecto que hemos caminado. Han pasado horas, como veinte aproximadamente y ni un rastro de la noche. Aparentemente no piensa anochecer.

—Esto es una locura. Ya debería haber anochecido.

—Es un día eterno. La mentira más grande del infierno es ésa, el mundo oscuro y de tinieblas que cuenta la biblia, es lo opuesto.

—¿Has hablado con alguien nuevo como yo anteriormente?

—Sí. Ha habido miles de hombres y mujeres. He viajado años por estas sendas. He abierto cada puerta que me transporta a diversos lugares. Todos iguales.

—¿A qué te refieres?

—Mundos post-apocalípticos como este, París destruido o la Antártida hecha un desierto, pero siempre es el mismo infierno. Ardiente sol que nunca se nubla.

—No existe noche, ni escapatoria o ¿sí?

—No. Por eso le llaman así.

—¿Cómo?

—El primer día en este mundo ardiente tiene un nombre. Todos lo llaman el día que no anochece. El infierno en su grandioso esplendor. Te daré un consejo antes de cruzar la puerta a otro plano: no huyas, solo acepta tu nueva oportunidad. Vagar por siempre, así pasarán los eones y seguirás vagando. No tenemos un propósito más que ese, somos muertos. Recuerda guardar silencio, ellos observan en las sombrías luces de este incandescente sol, en este mundo lúgubre con una luz infinita, que no permite el paso de la fría noche. Aquel que nos creó, también es el creador de este mundo y se encargó de que ninguno abandone su prisión. Adiós, Marshall Clark. Tengo que continuar con mi viaje. Es hora de que comiences el tuyo. Gracias por la compañía y la charla.

Puedo ver como se desvanece en el infinito horizonte hacia lo desconocido. Ahora entiendo todo.

—Hasta pronto, Albert Camus.

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