Herme se rompió

Herme se rompió, me contó Catita. Herme se rompió la nariz contra la cortina de un local. Pobrecito, pensé, seguramente lo hizo porque sí. Porque podía, porque nadie lo detuvo, porque nadie sería tan acomedido como para detenerlo. Para qué, si Herme no molestaba a nadie. No le haría falta a nadie: El Guaje sería el mismo páramo atrincherado en el tedio. Yo creo que nada más Catita lloraría sobre su cadáver, nada más ella. Y eso porque Catita era la única que se podía comunicar con él y quizá porque Herme era el único que no le decía Catita. No la molestaba ni la hacía enojar: Catita esto, Catita lo’tro.

¡Que no me llamo Catita, pendejo!, se irritaba Catita porque no le gustaba que jugara con ella, pero Catita era mejor que Socorro, como le puso su padre.

Mejor te digo Fuchi, le propuse para que ya no estuviera molesta.

Ándale, accedió, pero no me digas Catita.

De todos modos, le seguí diciendo Catita esto, Catita lo’tro. Menos cuando vino a decirme que Herme se rompió la nariz contra la cortina del local. Catita estaba roja de coraje, hinchada de pies a cabeza. Me quedé callado mientras ella me echaba culpas. Que por qué no lo detuve. Que por qué no lo cuidé. Que por qué no lo defendí.

Defender de quién, dije por fin.

De la gente, dijo. De Romualdo. De él mismo.

Chisté la boca, quedito, para que Catita no me oyera. Y no me oyó porque se fue apurada a buscarlo. En ese momento me entró como una comezón en la mente. Algo raro que no me dejó en paz hasta que sentí por primera vez que Herme me importaba. O si no me importaba, al menos sí me parecía gacho que fuera tan, ¿cómo decirlo? ¿Tan menso? ¿Tan lento? ¿Tan ido? No sé, pero según Catita, el cerebro de Herme era su peor enemigo; la traía contra él.

Su cerebro es berrinchudo, me explicó. Se apaga o se activa a placer porque no quiere estar dentro del Herme. Quiere otro cuerpo, otro contexto social: reniega del chiquero en el que vivimos. Para su cerebro este barrio de casitas de lámina herrumbradas y chuecas que muchas veces son lo único que nos queda, es pura basura amontonada. Quiere salirse del Herme porque repudia que tenga que barrer la calle para ganarse una guajolota con coquita o una quesadilla de huitlacoche. Su cerebro cree merecer otra vida con más lujo, más caché. Por eso aprovecha cualquier ratito para darse de topes contra las paredes.

Achís, achís, me reí, ¿y tú cómo sabes todo eso?

Porque Herme me lo dijo.

 Pobre Herme, él que diario hacía pininos para ir llevando esta vidurria. Él, que diario se levantaba a las seis de la mañana para ayudarle al curita que nos hacía el favor de oficiar en El Guaje: limpiaba las sillas con un trapo que las dejaba oliendo a huevo; barría la capillita, aunque mientras lo hacía le gritaban que echara agua para no levantar polvo; sacudía las figuras del Cristo martirizado y los demás santos que tenían y, mientras los limpiaba, cerraba los ojos en señal de respeto. Era muy cuidadoso, muy acomedido. Recogía los diezmos, las bolsas del mandado de las señoras; algunos domingos se quedaba cuidando en la banqueta a los perros callejeros que querían colarse a la capilla. Al cura no le gustaban los perros de la calle. Decía que eran enviados por el Maligno. Según él arrastraban entre las patas una energía perjudicial para la casa de Dios. No sé por qué tenía la idea de que, si un perrito sucio y cojo lograba entrar, el Cristo del altar se pondría negro, la virgen comenzaría a llorar sangre o todos nos tornaríamos violentos a la hora de darnos la paz. Yo creo que en realidad le daba asco verlos tan sarnosos y chimuelos, tan llenos de sarpullido, tan flacos con la lengua y las costillas de fuera. Pobre curita mamón: como si el Herme fuera un papichulo.

Herme pasaba mucho tiempo con el cura. A todos lados lo llevaba como un llaverito, una rareza, una figura de feria recién adquirida. No sé por qué la gente se lo festejaba tanto. Qué bueno es el cura, ¿verdad? Siempre dándole oportunidad a los olvidados por la mano del Señor, decían. Pero a mí no me parecía que Dios se hubiera olvido de Herme. Sinceramente creo todo lo contrario: para mí que el Señor traía apretado al pobre Herme entre sus manos; se divertía con él, lo amasaba como a una pelota que no calmaba su estrés. Por eso Herme era así como él solito; por eso le iba como le iba. Desde temprano el cura lo traía en chinga: lo quería tempranito, aseado y sin la ropa harapienta que acostumbraba, para misa de siete; lo hacía esperar en un cuchitril de baratijas detrás de la parroquia si ese día había bautizos o bodorrios; lo llevaba a repartir bendiciones: bendecía bochos, carritos sandwicheros, cuartitos recién construidos, los uniformes del equipo de fútbol de El Guaje; pero nunca, nunca lo llevaba a las exhumaciones y entierros de la colonia. Quién sabe por qué. Catita creía que no lo llevaba porque Herme podía agarrar un susto y quedarse más lelo. Se le podía meter algún espíritu a su alma ya de por sí contaminada. A donde sí lo llevaba era a su casa fuera del barrio: como a las once de la noche Herme solía regresar despeinado, con el pecho agitado como si hubiera visto un fantasma. Catita se le arrimó una noche.

Ora qué te pasó, le dijo.

 Herme se alzó de hombros y quiso seguir su camino. Catita no lo dejó.

Pérate, le dijo. ¿Estás bien?

Tomó al Herme por los hombros: éste temblaba. Según Catita, en ese momento no supo qué la movió a abrazarlo. Lo abrazo. Lo abrazo por más de veinte minutos. Herme no intentó en ningún momento quitársela de encima; al contrario, se hizo bolita entre sus brazos y poco a poco dejó de temblar. Se sintió tan cómodo que, según Catita, Herme pudo comunicarse con ella. Mas bien, ella pudo leer los movimientos de Herme. Me lo explicó así: cuando estaba con ella, Herme se sentía tan a gusto y feliz que su cerebro no oponía resistencia. Su cerebro no se ponía mamón. Entonces Herme era accesible y Catita podía leerlo:

Si alza un hombro así, Catita lo imitaba para que yo pudiera verlo, significa esto.

Si se muerde el labio asá, significa esta otra cosa.

Y así siguió hasta que, según ella, yo no lo entendería.

Esa noche que se lo encontró despeinado, lo único que Herme le quiso contar fue que había hecho algo malo, algo que no sabía si le había gustado. Catita no preguntó, no lo aconsejó, pero sí lo invitó a cenar a nuestra casa para terminar de consolarlo. Ahí lo conocí yo, que esa noche fui obligado a compartirle un pedacito de mi bolillo con frijoles. Pinche Herme, pensé. Él y Catita hablaron muchísimo a su modo, levantaban un hombro y luego el otro o a veces ambos al mismo tiempo y se reían. Yo seguí aquel ajetreo y traté de incluirme: si se reían, yo me reía para andar parejos. Pero Catita me echó unas miradas de tú no sabes de qué estamos riendo y dejé de reírme. Esa noche dormí temprano y solo. Cuando desperté, seguía solo: Catita le preparaba el desayuno a un Herme que no paraba de moverse.

Yo creo que a partir de ahí a Catita se le metieron en la cabeza todas esas ideas-cucaracha de tener hijos. Cuando lográbamos estar solos, me decía:

¿Hoy sí?

¿Hoy sí, qué?

¿Hoy sí me vas a dar un hijo?

Y yo de dónde voy a sacar un hijo ahorita, le decía.

No te hagas pendejo, se enojaba Catita, arrugaba sus ojitos como las yemas de los dedos cuando pasan mucho tiempo bajo el agua. Así los ponía.

Tú nada más me das largas, decía y a veces se echaba a llorar. Llorara o no llorara, yo la apaciguaba con la verdad:

Pero ya te dije Catita: ahorita no tengo lana ni para armar un taco de chicharrón. Y míranos, Catita, la agarraba de la barbilla para que me mirara a los ojos, somos de buen comer. Ese chamaco no va a traer torta bajo el brazo. A lo mucho calculo que traerá su propia telera para ver con qué se la rellenamos y nosotros no vamos a tener nada.

Vamos a darle amor, decía Catita.

Claro que sí, mi Catita, me ponía tierno y la abrazaba. Eso nunca le va a faltar.

El consuelo duraba muy poquito. Al poco rato volvía a preguntarme y a preguntarme en serio que para cuándo la dejaba panzona. Por eso también acepté que Herme se nos pegara a todos lados, que pasara más tiempo con ella: a ver si con eso se le bajaba tantito la fiebre de ser madre o, si de plano, nada más con ver lo complicado que era tratar a Herme se le espantaban para siempre esas ideas-cucaracha. De hecho, eso fue lo primero que pensé cuando me dijo que Herme se había roto. Me dije: hasta acá llegaron, pinches cucarachas. Pero cuál, si, además de enterarme del pedo del billete y Romualdo, salí regañado por no defenderlo ni de sí mismo ni de nadie.

Yo creo que uno no va por la vida pensando qué encajosa es la gente. Qué malvada es la gente. Qué pendeja es, de verdad, la pinche gente. No. Uno va por la vida imaginando que, si uno no hace el mal, éste por arte de magia no existe. Pero por eso lo agarran a uno de su puerquito y por eso se ensañaban con Herme. Porque no se metía con nadie. Porque era mudo y muy dejado. Su cerebro en huelga le cortó los cables de la socialización. Herme no sabía decir ni los buenos días. Sonreía y agachaba la cabeza. Sonreía y alzaba los hombros. Eso y azotarse contra las paredes, era todo su lenguaje. Por eso, cuando Romualdo lo vio recogiendo los diezmos en la misa de nueve, seguramente sintió que se había ganado la lotería. No había forma de que Herme fuera a defenderse. No había forma de que la gente creyera en él, si él y el curita tan bueno, tan santito él, eran los únicos que manejaban las donaciones del rebaño del Señor.

Ese domingo que Romualdo lo conoció, seguramente la gente de la barbacoa se sacó de onda cuando vio que Romualdo alzó las manos al cielo y le agradeció al señor que le pusiera al Herme en su camino. Seguramente hasta se pidió otros dos surtidos. Mucha falta sí le venía haciendo un varo, a quién no. Y toda la eucaristía se la pasó planeando cómo sacar la canastita con el billete. Cómo hacerle para que el propio Herme fuera quien la sacara de la capilla. Cómo le hacía para que Herme se la llevara hasta algún baldío donde no los vieran juntos. Esa mañana Romualdo se fue de la capilla con su mujer y sus dos hijitas muy contento.

Ayer, según me contó Catita que Herme le contó, Herme estaba barriendo la tienda de don Cipriano, quien le prometió un taquito acorazado de huevito duro, cuando Romualdo se le acercó a hacerle platica. Dizque a hacerle platica, porque en realidad le propuso un trabajito. Algo muy sencillo que Herme sabía hacer mejor que nadie. Romualdo quería que le limpiara un terreno baldío que recién había adquirido, uno que estaba por allá abajito por la barranca. Según Catita, Herme no quería aceptar. Después de barrer, debía correr a la iglesia porque el curita tenía unos quince años por la tarde. Pero Romualdo le mostró un bulto que traía en el bolsillo del pantalón. Según le dijo, se trataba de un fajo de billetes muy gordo y que la mitad de esos sería para él si le ayudaba. De inmediato, el cerebro de Herme se activó: vio sangre y fue tras la presta. Lo obligó a soltar la escoba de don Cipriano, a no darle razones y a seguir a Romualdo. Más que dudar de Romualdo, su cerebro le mostró a Herme la cantidad de comida que podría comprar con ese dinero. Todas las quesadillas de huitlacoche que podría tener en una sola sentada. Ya no tendría que limitarse a una: podría comerse tres o cuatro, con mucha salsa y muchos nopales. A lo mejor hasta podría pedir una gordita de chales con tinga encima. ¡Su boca era un mar de antojo!

Romualdo le enseñó el baldío. Tenía la hierba tan crecida que Herme no podía verse las rodillas. Al fondo se veían un montón de piedras acumuladas, escombro y algunos fierros viejos. Romualdo le preguntó si podía comenzar ya. A lo que Herme dijo que sí con la cabeza y comenzó a arrancar la hierba con sus manos desnudas. Romualdo le dijo que ahorita venía y se fue. Herme siguió arrancando la hierba sin que las manos comenzaran a renegar. Trabajaba sumido en la tragona que se iba a pegar apenas Romualdo le pagara. Su paraíso se encontraba bajo una lona roja que anunciaba: Antojitos Lupe, los Mejores de El Guaje. Se imaginaba sentado ante una mesa de mantel rojo plastificado con tres platitos de salsa roja, verde y de tamarindo en medio, un salero en forma de barril rojo y ella, Catita, frente a él con el cabello recogido, tomándose un Boing de mango. A las dos horas regresó Romualdo. Se sorprendió de ver todo lo que Herme había avanzado. Cargaba una bolsa de mandado en el hombro derecho. Llamó a Herme y le pidió que se acercara. Le ofreció sentarse en una piedra que estaba cerca. Lo felicitó por su trabajo. Sabía, le dijo, que Herme era el indicado para esa chamba. De la bolsa sacó unos tacos de canasta, puso tres en un plástico grasoso y se los alcanzó a Herme. Éste los devoró de una mordida. Romualdo se río y sacó otro tres. Herme acabó con ellos de un bocado. Entonces sacó otros tres y una caguama y dos vasitos de plástico de la bolsa.  

Échate uno, mano, le dijo a Herme. Con estos se te olvida la chinga.

Según Catita, Herme le contó que no había probado ni una gota de alcohol en su vida. Que nunca había intentado succionar el humo de un cigarro. Que mucho menos se había metido cosas. No tenía ese tipo de curiosidades. Pero que no quiso decirle que no a Romualdo. Que no quería hacerlo enojar porque sí quería la mitad de los billetes. Además, Romualdo le dijo que no pasaba nada: que uno a veces hasta se le olvida quién es. Herme aceptó el vaso y primero le dio un trago muy corto, un besito apenas. No sintió nada nuevo. Siguió comiendo tacos de canasta e intercalaba tragos. Romualdo le platicaba cosas, según Catita, pero que Herme no se acordaba exactamente qué le había dicho porque poco a poco sintió que cuerpo y cerebro se le relajaban. Herme intentaba mantener los párpados abiertos, cuando Romualdo soltó la bomba:

Quería proponerte otra chamba, le dijo.

Según Catita, Herme le contó que, al escucharlo, le comenzó a arder el cerebro. No entendía muy bien cómo, pero le ardía. Como si lo tuviera prendido en fuego. Romualdo le explicó lo que quería de él, pero, sobre todo, lo que podría ganar si aceptaba hacerlo. No sólo se iban a repartir a mitades el botín del diezmo, sino que Romualdo le iba a dar todo el bulto que traía en el bolsillo.

 Tú te has fijado dónde pone el cura todo lo recaudado, ¿no?

 Tú has visto cuánto es, ¿no?, le decía.

 Tú puedes entrar y salir de ahí sin que sea raro, ¿no?

 Según Catita, Herme decía que sí con la cabeza, pero que no era él quien decía que sí, sino que era su cerebro. Su pinche cerebro cabrón lo tenía atado a su avara voluntad.

Vas, lo tomas y lo traes, le dijo. Acá lo repartimos y te pago, se tocó el bulto del bolsillo.

El cerebro de Herme lo obligó a levantarse de inmediato, según Catita. Lo forzó a correr hasta la capilla, a entrar sin saludar a nadie (había dos o tres señoras rezando de rodillas), a ni siquiera asomarse a ver si el cura estaba o no por ahí. Entró directo al cuarto de triques donde a veces lo dejaba el curita solo, esperando que fuera su turno de salir a saludar a la gente, a recibir el diezmo, a cargar alguna cruz o a espantar perros callejeros. Removió algunas cosas hasta encontrar la caja en la que el cura dejaba todo el dinero: no era un cura ingenuo, pero dejar el dinero ahí a la vista era una prueba más de su fidelidad al Señor. Era una forma de renunciar a la avaricia, a los bienes materiales. Era su manera de dejar en claro que él, como único cura de El Guaje, no tomaba dinero de ahí para sus asuntos personales. Herme sacó la caja y ya iba de salida cuando su cerebro lo detuvo: quería contar el dinero, clavarse unos cuantos pesos en los bolsillos antes de darle el botín a Romualdo. ¡Maldito cerebro encajoso! Ya había contado la mitad del dinero cuando Herme escuchó pasos. Valió madre, pensó el cerebro codicioso. Y cuando Catita me lo contó a mí, yo también pensé: valió madre. Herme trató de ocultarse detrás de algunos triques, pero todo era insuficiente. Decidió acuclillarse detrás de una cruz, a lo mejor ahí lograba pasar desapercibido. A los pocos segundos entró el cura. Iba apurado porque se le hacía tarde para los quince años: y dónde andará el pinche Herme, murmuraba, ya debería estar aquí arreglándome el incienso o planchándome la sotana.

Me lleva el carajo, decía el cura. Y Herme tuvo la intención de asomarse, de presentarse ante el cura y cumplir con sus obligaciones, pero el cerebro se le opuso, lo aplastó contra el suelo y no permitió que ningún musculo se moviera. Sin embargo, le contó Herme a Catita, alcanzó a mover una chingadera de metal que se encontraba cerca. No supo qué fue exactamente, pero el ruido que hizo fue suficiente para delatarlo. Al verlo, el cura le gritó que por qué estaba perdiendo el tiempo, que se apurara, que ya debía estar listo esto y lo otro, y órale, apúrate, Herme. Éste se levantó y el cura vio la caja.

Qué haces con eso, ¿eh?, preguntó el cura. Dámelo.

Herme sí quería dárselo, me contó Catita, pero su cerebro no quería. Y cuando el cura intentó arrebatársela, el cerebro de Herme movió quién sabe cuántos músculos y quién sabe cuántos nervios hasta darle bien duro en la choya. El cura cayó y Herme intentó ayudarlo, pero su cerebro lo obligó a salir corriendo de ahí, antes de que el charco de sangre bajo el cura se hiciera más grande. Al salir de la iglesia, el cerebro de Herme arremetió contra él: le mostró imágenes llenas de sangre y huesos rotos, le dijo que se merecía el peor castigo de todos porque había matado a un servidor de Dios, que no valía nada, que su cuerpo apenas se merecía pisar la tierra y otras cosas horribles que Catita no me quiso contar. Al final de tanta cantaleta, Herme decidió estrellar la cara contra la cortina del local. Se la estrelló una, dos, tres veces hasta que su nariz se rompió y sus manos soltaron la caja.

El cerebro no escapó, pero guardó silencio.

Según Catita, cuando llegó, ni la caja ni el dinero estaban ahí. Ella cree que el pendejo de Romualdo llegó antes y la robó. Yo creo que los vecinos de El Guaje recuperaron un poco de lo invertido en su fe. Quién sabe. Catita le limpió la cara empapada de sangre, lo consoló y otra vez lo invitó a cenar. Dormí temprano y solo, otra vez. Ellos hablaron de lo que acabo de contar toda la noche. Yo tuve que compartir mis bolillos con frijoles con el pinche Herme que sonreía y alzaba los hombros con mucha alegría, sin sospechar que al otro día lo vendría a buscar una furiosa horda de fieles creyentes.

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