Los muertos han de volver

Grettel dibujaba con lágrimas de indignación a su pitbull Max, atacando ferozmente al vecino insensato que lo atropelló. Esa triste mañana, cavó un hoyo en el jardín para enterrarlo. Por la madrugada, escribió sobre aquel retrato de Max el nombre del asesino y lo roció con sangre de una gallina. Lo arrojó en la puerta de su casa y esperó hasta el tercer día. Pasaron las setenta y dos horas más solitarias y terribles de Grettel, sin Max. De pronto, escuchó un aullido sombrío y muy familiar, que le hizo asomarse por la ventana de su habitación. Vio un majestuoso amanecer, con un hermoso gradiente rojizo cubierto por un aura brumosa. Salió de la casa y satisfecha, vio al vecino con varias mordeduras de perro, agonizando sobre la misma avenida donde atropelló a Max.

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