Gimnasio de Policías

Toda una chinga. No solo debía dedicar doce horas diarias de servicio sobre ruedas totalmente uniformado, sino encima, por nueva disposición teníamos que rifarnos dos horas de entrenamiento físico en el nuevo gimnasio de policías que el alcalde inauguró.
Ese día tomé mi ropa holgada, pues no tenía ropa de entrenamiento, y llegué bien temprano al edificio en el centro histórico, apenas con un café con leche y un pan dulce en la panza. Era martes y tocaba entrenar pierna, así que me senté en la máquina e instalé los veinticinco kilos de pesas habituales. Hice cuatro series de quince repeticiones, cuando el alcalde nos sorprendió a todos los compañeros con su visita, guiada por el comandante Cházaro, nuestro jefe directo. Su aparición fue inesperada y nos puso a todos alerta. El alcalde rondaba por allá mirando las instalaciones con esa cara de interés disimulado que ponen todos los políticos mientras un fotógrafo hacía de satélite tirando flashes para registrar el momento. El gimnasio era parte de un nuevo programa social que buscaba ponernos en cintura. Todos los policías teníamos el estigma de ser gordos, corruptos y “pitufos” por nuestra estatura y el uniforme azul marino que portabamos para distinguirnos de los “puercos” estatales.
Desde muy temprano, los compañeros se ejercitaban en las caminadoras, otros hacían bicicleta, pesas o incluso boxeaban sobre el ring. Un póster con la figura de Silvester Stallone motivaba nuestras rutinas. Yo pertenecía al escuadrón motorizado, así que debía fortalecer mis brazos y piernas haciendo pesas para aguantar mis doce horas de servicio diarias a bordo de la motocicleta.
Estaba en medio de una nueva serie, cuando el alcalde y el comandante aparecieron detrás de mí. Podía verlos desde la pared de espejo que tenía frente a mí, examinándome.
—¿Y este elemento?— preguntó el alcalde.
—Cristóbal Noriega, del escuadrón motorizado— respondió el comandante —. Tiene buen porte. Cumple con el perfil.
Luego, el alcalde señaló la cicatriz que atravesaba mi rostro y me daba un aspecto respetable.
—¿Y esa herida?
—Fue por autodefensa de mi patrimonio —, mentí, ya que resultó de una pelea de pandillas de la que salí ganón cuando era más chavo.
El comandante Cházaro me dio una palmada al hombro y siguió su inspección por el gimnasio con el alcalde. La verdad, me sentí halagado y continué mis repeticiones con más motivación. Luego, los altos funcionarios se detuvieron junto al ring de boxeo. Ahí arriba estaba Lino, haciéndose pato como siempre. Golpeaba al aire y hacía movimientos de pierna, según él, haciendo “sombra”.
El alcalde se vio atraído por sus zambullidas, pero Lino ni siquiera se percató de su presencia. Estaba ensimismado en sus movimientos y la careta de goma le ocultaba parcialmente la vista. Vaya payaso.
—Policía, ¿cuál es su nombre? —preguntó el comandante Cházaro, alzando la voz.
El larguirucho bigotón se detuvo y volteó a ver, jadeante. Se quitó la careta y los miró a ver con su cara de bobo.
—José Miguel Lino, señor —respondió con sorpresa.
—Tiene buena movilidad, ¿cuál es su rango?
—Cadete de policía —se apuró a responder Lino, totalmente rígido. El alcalde le miró augurando una promesa y se despidió de un ademán.
Después de cubrir mis dos horas de ejercicio, tomé una ducha en las regaderas, abrí mi locker y desayuné el almuerzo que mi esposa me había mandado. Al retirarme, traté de averiguar el chisme con el chavo de la recepción.
—Picasso —dijo.
«¿Qué chingados?», pensé.
—Parece que están buscando elementos para cuidar la exposición. Pero no me hagas caso —dijo, intrigante.
Al día siguiente recibí la noticia por teléfono.
—No hay de otra, tienes que cumplirlo —me dijo el comandante Cházaro —. El alcalde te eligió por encima de los demás compañeros. ¿Sabes lo que eso significa?
José Miguel Lino y yo fuimos asignados para conformar el cuadro de vigilancia de la exposición en el Centro Cultural Olimpo, el ‘Monte Olimpo’ de la cultura y las artes en la ciudad, edificado sobre un antiguo sitio de taxis a un costado del palacio municipal. La exposición estuvo abierta al público de manera gratuita durante dos meses, tiempo en que tuve que renunciar a mis labores de vigilancia en motocicleta para cuidar que no se robaran esas pinturas.
Nuestra capacitación inició inmediatamente con un recorrido guiado del curador cubano José Luis Rodríguez de Armas. Las ciento ocho piezas que conformaban la exposición fueron recolectadas de diferentes colecciones y se exhibían por primera vez en el país. En total, las piezas estaban valuadas en millones de dólares y eso las hacía un jugoso objetivo para el crimen organizado.
—Es la exposición de artes más importante en la ciudad, y posiblemente, en la actualidad del país. El ayuntamiento ha hecho una gestión de más de un año para traer las obras del célebre pintor —afirmó Rodríguez de Armas, acomodando sus anteojos redondos de pasta negra mientras se sostenía con fuerza en su bastón.
Para la conservación de las piezas se habilitaron deshumidificadores en las salas de la galería y se mantuvo una temperatura menor a los veintiún grados. También, se estableció un fuerte mecanismo de seguridad para resguardar las obras. Todo visitante debía registrarse primero en un libro de visitas en la recepción, dejar su mochila en un módulo y pasar por un detector de metales. Se prohibió también el ingreso de alimentos, bebidas, paraguas y palos selfie.
A las ocho de la noche se realizó la inauguración de la exposición “Picasso, Genio de las artes” en el marco del cuadringentésimo setenta y ocho aniversario de la fundación de la ciudad. A la cita se congregaron cientos de personas que abarrotaron las salas y pelearon por un bocadillo y una copa de vino. Ahí, mi compañero Lino y yo hicimos acto de presencia en compañía del alcalde y otros funcionarios de cultura que nos trataron muy bien. Nos ofrecieron trago y canapés, e incluso nos felicitaron y nos dieron palmaditas por nuestra labor policíaca. Para entonces, la única ceremonia institucional a la que asistía cada año era el desfile de la revolución, donde mis colegas y yo hacíamos pirámides humanas a bordo de nuestras motocicletas, entre otras acrobacias.
A la mañana siguiente que llegué, el personal administrativo y manual también lo hacía. Guardé mis cosas en un locker que me asignaron y pasé lista en la administración. Subí por las escaleras y cuando llegué al segundo piso, mi compañero Lino ya me estaba esperando. Me dio la mano. Ambos portamos el uniforme de policía y fuimos equipados con una macana y una pistola Beretta 92 de nueve milímetros con seis cartuchos de balas dispuestos en nuestros cinturones. El edificio era una mezcla de lo antiguo con lo contemporáneo. Subiendo las escaleras del patio central hacia el segundo piso, que era una gran rotonda, aparecía el pasillo que revelaba un cielo encauzado. La luz matutina bañaba generosamente el edificio en todos sus pliegues. Los portales de la rotonda parecían caracolas y anguilas eléctricas que provocaban juegos de sombras en las paredes. El techo y el suelo me hacían sentir en un lugar de ensueño.
En ‘conceptos’ de seguridad, la conciencia del espacio era muy importante para establecer el perímetro de vigilancia, así que los dos hicimos un recorrido de reconocimiento por las salas. Lino se mostraba demasiado entusiasta respecto a las obras expuestas. “Es una maravilla”, decía una y otra vez, asomando su nariz a escasos centímetros de las piezas, sin considerar las cintas de prevención colocadas en el suelo.
Las ciento ocho piezas se distribuyeron en tres salas: en la primera, los bocetos de vestuario y escenografía de un ballet español; en otra, una serie de reinterpretaciones a grafito de la obra ‘Carmen’, y por último, una tercera sala titulada “En el estudio de Picasso” que mostraba aguatintas, colotipos y litografìas realizadas durante su estancia en su estudio en París.
A las nueve de la mañana, Lino y yo ya estábamos en nuestros respectivos lugares, uno al extremo del otro, cada quien con su semblante más serio y la postura más firme. La dinámica consistió en turnarnos cada quince minutos la entrada y salida de las salas para supervisar el buen comportamiento de los visitantes. Incluso establecimos un lenguaje de señas. Así lo hicimos durante tres días, en los que no se registró ningún incidente. Ni siquiera una mayor asistencia, pues los pocos visitantes se comportaron modestamente. Si a caso, uno que otro curioso que tomaba fotografías con flash, o algún mariguano que permanecía absorto contemplando cada pieza durante quince minutos.
Era mortalmente aburrido el trabajo. Tanto que, al cuarto día, Lino se acercó con un programa de mano, se reclinó sobre el barandal de piedra y abrió el tríptico de papel.
—Con que genio de las artes… — dijo con cierta ironía.
Yo permanecí callado y con la vista al frente. Luego volteó a verme y quiso intrigarme.
—Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso.
Lo volteé a ver, extrañado.
—Este es el nombre completo de Picasso, ¿lo sabías? —dijo.
Solo bufé.
—¿Por qué no haces tu guardia? —le contesté, irritado.
—No hay gente, y además, no está mal tener un poco de cultura general, ¿no? —dijo con mucha razón. —No sé si te habías dado cuenta, pero ninguno de sus cuadros cubistas está expuesto aquí. ¿Por qué será?
Me alcé de hombros. Sinceramente no me importaba. Yo era un hombre práctico y mi educación no me había permitido apreciar esos detalles nunca. Sin embargo, me defendía.
—Eso es porque sus obras más populares están en los mejores museos —le seguí.
No solo se creía ahora crítico de arte, encima un cadete de policía quería venir a aleccionarme de algo a mis cincuenta y tres años. Aborrecido, alcé la vista y miré el enorme reloj que remataba en el campanario del palacio municipal. Eran apenas las nueve cincuenta de la mañana y no se avistaba ningún visitante, así que le seguí la corriente.
—Pero el tipo era muy prolífico, y por eso su obra puede estar en varios sitios a la vez —le dije, y Lino enseguida puso una cara pensativa que acentuó su rostro caricaturesco.
Se supone que debíamos estar preparados ante cualquier conato de robo. Lino ya había practicado cientos de llaves de lucha libre para someter a quien osase en llevarse alguna pieza. Al menos, así alardeaba.
Eran las diez de la mañana. Ya llevaba dos horas parado y comenzaba a extrañar la vibración del motor de motocicleta en mi asiento. El ruido de la calle. Rebasar autos. Tocar el claxon. Hacía mucho calor y me sentía incómodo bajo el uniforme. Necesitaba concentración, pero mi compañero solo lograba distraerme.
Me cansé. Las piernas me flaquearon y la inmovilidad y el calor me produjeron somnolencia, así que decidí activarme. Tomé a Lino por el hombro y le hice una llave de la que no se pudo zafar. Sollozó y su quejido reverberó en el edificio. Lo tuve que soltar para no que no hiciera más ruido.
—Guau, esa sí que es buena. Te la tenías bien escondidita, Cristóbal —dijo Lino más excitado que lo normal.
—Cálmate, por favor, solo quiero hacer mi trabajo —le dije, y caminé unos metros separándome de él.
A los quince minutos, Lino volvió. No había ningún visitante más que las palomas que habitaban en las cornisas del edificio.
—Una pregunta seria, ¿está cargada tu arma de servicio? —me preguntó.
—Obviamente, si —le respondí.
Lino permaneció en silencio, pero inquieto.
—¿Por qué no lo estaría? —le pregunté.
Lino acechó a su alrededor y se acercó a mí.
—Porque creo que no piensas que exista un riesgo real aquí.
Debo reconocer que nunca había atrapado a un ladrón. Ni siquiera había tenido que disparar a alguien. Mi trabajo era perseguir a los conductores sospechosos, detenerlos y levantarles una multa. Pero por vocación, siempre debía estar alerta a cualquier incidente.
Lo cierto es que esa mañana no había supervisado mi arma. Miré a Lino y desenfundé la nueve milímetros. Era compacta y ligera. Extraje el cargador y enseñé la munición completa de la Beretta. Lino estaba satisfecho con su cara de fanfarrón, pero mi orgullo estaba enchilado. Quité el seguro retráctil del arma, puse el dedo índice en el gatillo y apunté al rostro de mi compañero.
—A ver, don preguntón, ¿sabes cuántas balas puede disparar mi arma? —le pregunté.
Me miró perplejo. Mi corazón palpitaba fuerte y la adrenalina circulaba por mi cuerpo. Tenía el control de la situación y lo tenía bajo mi poder. Lino tragó saliva y miró de reojo para distraerme. Luego, el muy idiota se abalanzó sobre mis brazos e intentó someterme. Los dos forcejeamos mientras el arma apuntaba al suelo.
—Baja el arma Cristóbal. Esa madre puede disparar hasta nueve balas cada diez segundos —gimoteó, mientras mi dedo seguía en el gatillo.
Por inercia o equivocación, el disparo se detonó. Las palomas que anidaban en las cornisas huyeron despavoridas. Lino cayó al suelo y gritó. El impacto de bala le entró por la rodilla y salió por la espinilla de la pierna izquierda, dejando un chorro de sangre en el suelo. Yo quedé atónito, pero enseguida me movilicé. Un intendente asomó y le pedí que llamara a emergencias mientras trataba de frenar la hemorragia con un nudo.
Tuvieron que desalojar a todo el personal del Olimpo, incluyendo a los dos únicos visitantes de quienes nunca advertimos su presencia. Un chico de gafas de pasta gruesa y su novia platicaban acaloradamente sobre una de las piezas, y al escuchar el disparo se tiraron al suelo. Al cabo de unos minutos la ambulancia llegó. Los paramédicos detuvieron la hemorragia y llevaron en camilla a mi compañero al hospital Ignacio García Téllez del Seguro Social. Ahí recibió atención médica hasta reportar estable su salud.
El entrenamiento es importante para evitar un accidente, pero lo que cometimos fue una estupidez. En rueda de prensa tuve que pedir disculpas por mi comportamiento desenfrenado. De tal forma, el comandante Cházaro me retiró mi permiso para portar armas y me relegó a la policía de control de tránsito. Ahí me sentí como un mimo de la vialidad. De pie todo el tiempo, bajo el inclemente sol, haciendo señas con las manos.
Curiosamente, a raíz del altercado se incrementaron los visitantes a la exposición de Picasso. Se formaron mitos, incluso, como que todavía podía apreciarse el orificio de la bala en el suelo. Desafortunadamente, Lino sufrió una lesión absoluta en la pierna y tuvo que abandonar el honorable cuerpo de policías. Durante su rehabilitación comenzó a practicar la pintura y gracias a la pensión vitalicia que recibió pudo dedicarse enteramente al oficio.
Por supuesto yo cargaba con algo de culpa y periódicamente comencé a visitar a mi compañero en su nuevo estudio en la colonia García Ginerés. En una de esas ocasiones, el bueno de Lino me dijo que no había nada que perdonar. Gracias a ese incidente había podido descubrir su verdadera vocación.
—El impacto de bala detonó mi espíritu artístico, Cristóbal —me dijo con lágrimas en los ojos. Yo, por mi parte, de vez en cuando asisto a las inauguraciones artísticas para degustar buenos bocadillos, beber una copa de vino y tener una buena conversación.

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