Fingida paz

Era en esas fechas decembrinas en que se veía, “a las niñas”, a lo lejos. Centelleaban, y de tan grande que era su llama, brillante y poderosa, iluminaban, por instantes, distintas zonas del desolado valle.
Eran bolas de fuego. ¡Brujas!, decían, alterados, los que más. ¡Una virgen!, gritaban las madres llorosas repartidas en la fila larga de la procesión. Iban rumbo al camposanto; trastabillando algunas, otras a paso firme, todos a grito franco llenando el silencio del amanecer.
Peregrinar durante nueve días era el ritual. Y cada día, sin falta, y sin falta de frío, de los más fríos inviernos; aparecían en el campo, de tan seco, ante los ojos incrédulos, esos pequeños fulgores de fuego. ¡Cuerpos muertos!, gritaban algunos. ¡Asesinadas!, contestaban las mujeres rezagadas. ¿Bolas de fuego?: ¡brujas!, lanzaban alaridos al viento los señores. ¡Inocentes niñas!, gritaban, por último, los abuelos y las abuelas.
Así avanzaba la procesión, con velas y gritos, por el sendero semioscuro aún, rumbo al cementerio del poblado. Iban dejando esparcidas las flores y el entendimiento por el camino. Lo hacían cada madrugada hasta llegado el día de la navidad, en que nacía el nuevo año de fingida paz.

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