Duro como el acero

Le daba por escuchar “Las Mañanitas” aunque no fuera su cumpleaños, llorar a lágrima viva y sostenerse por dos de sus chicas en cada brazo, bebía güisqui de la botella, daba voraces besos que pretendían arrancar los labios de sus putas favoritas. La Serafina o la Cindy apenas podían con el pesado brazo de Juan, pero no les importaba, ese era su día libre, podían beber sin pagar un céntimo e inhalar toda la coca que quisieran; Juan se pone dadivoso cuando anda de pedo. Por el otro brazo se dejaba ver el rostro de Marina, ella era la nueva adquisición, no entendía mucho de lo que estaba pasando, sólo sabía que era mejor que vivir con su padrastro, tenía apenas 18 años, oriunda del municipio de Ocotico, por los ciruelos, extrañaba sus cerros azules y caminar descalza entre los cafetales, el güisqui la hacía vomitar, a pesar de eso le sonreía a Juan que no dudaba cada cinco minutos en darle un beso baboso y agarrarle una nalga.
—¿Ahora cuál le tocamos, joven? —le dijo el mariachi flacucho que tocaba la trompeta, era el más viejo pero no menos sonriente, bigotón y con patillas de Vicente Fernández.
—Tóquenme la negra —contestó Juan mientras se limpiaba los mocos y las lágrimas con la escotada blusa verde olivo de Cindy.
—¡Ora! ¿Qué, así ya nos llevamos?
—Tuvieras tanta suerte, cabrón. ¡Órale, arránquense! O los pongo a bailar la tapatía —dijo Juan Sombras mientras se sobaba la sobaquera presumiendo el mango de su colt. Los mariachis se miraron entre sí, sólo era para ponerse de acuerdo, ya no los intimidaba el revolver, habían visto muchos borrachos como él y a él mismo siempre llorando con las mentadas mañanitas. Al Son de la Negra le siguió La enorme distancia, Luz de Luna, Un Mundo Raro y una canción de Emmanuel que no se sabían y tuvieron que improvisar.
—Son tres quinientos, patrón.
—Su puta madre y un peso más, yo así no pago. A ver tú, Cindy, mámasela al flacucho que anda de caliente. Si se pasa de pendejo le arrancas su chingadera al cabrón.
—¡Qué pasó, mi jefecito! Por lo menos para los pasajes y también comparta de eso que anda tirando la escuincla ni modo que ellos nomás miren —dijo el mariachi con patillas de Chente señalando a Marina que no podía esconder el rubor de sus mejillas. Juan le arrebató la botella de sus manos y se la extendió a otro mariachi que no dejaba de verle las chichies a Cindy, volteó a ver a Marina para regalarle una sonrisa, acto seguido una bofetada; —El vino es la sangre de Cristo, pendeja. Chingo a mi putísima madre que si lo vuelves a tirar desearas ver a diosito encuerado —Marina sostenía la respiración mientras se frotaba la mejilla, ese hijo de la chingada se había manchado con la cachetada, no entendía su voz aguardentosa pero si sentía la mano frotándole el pezón de su teta izquierda. Marina asintió con la cabeza.
Juan Sombras se ponía melancólico cuando escuchaba las mañanitas, nunca le habían festejado su cumpleaños, no recordaba el día de su santo, sólo sabía su edad por los años contados después y antes de salir del tambo, tenía siente años de eso, eso le decía que contaba con 27 años, tenía el control de las putas de Garibaldi y de varías casas de citas de Villa Hermosa. Juan subió a su Cadillac negro, Marina se sentó a su lado, no sabía qué decir o si debía de preguntar sobre su destino, era un futuro incierto, lo era como lo es para todos en ésta ciudad. La ciudad se ve distinta de noche, se escucha diferente, es como si fuera devorada de pronto por su manto gigantesco de terciopelo negro. Se escucha el mar de los coches como olas gigantescas que ocasionalmente atropellan a uno que otro peatón. Juan encendió un cigarrillo, escuchaba el himno nacional, veía de reojo a Marina que se perdía entre las calles que se quedaban atrás. La ciudad la va a devorar, roerá cada uno de sus huesos, la descuartizará, lamerá su última esperanza de vida hasta olvidar por completo quien era ella. Ésta era la ciudad de Juan Sombras, una que ya le quedaba chica, un defe que se escapaba entre las nostalgias del canto de unos mariachis calenturientos, que se escondía entre los vagabundos y las putas, la ciudad que llamaba por su nombre a cada uno de sus habitantes, los incitaba a salir de noche, a maldecir a gritos y huir, está ciudad se construyó a base de personas que escapaban de sus pueblos, al final nadie podía salir de ella, el mar de concreto se los había tragado.
Juan Sombras manejaba sobre Reforma, sostenía un cigarrillo entre sus labios, la mano izquierda lo llevaba al hotel Emporio, la derecha lo guiaba la entrepierna de Marina. La noche era dura, la vida es dura, era tiempo de probar la nueva mercancía. Café Tacvba le arrancó una sonrisa tenebrosa; ¡Ingrata! ¿Qué no ves que estoy sufriendo? Por favor, hoy no me digas que sin mí te estás muriendo que tus lágrimas son falsas tú desprecias mis palabras y mis besos pues si quiero hacerte daño solo falta que yo quiera lastimarte y humillarte

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