El Bucle

Científicamente ésta comprobado que nuestro cerebro muchas veces no distingue entre la ficción y la realidad.

Alejandro González Iñarritu

Muchas historias inician con la trilladísima frase: era una día común y corriente. Para mí fue el día o, mejor dicho, la noche más atípica de mi vida. Me encontraba en la galería de arte Le Cirque; un sitio que regularmente frecuentaba con un grupo de irreverentes escritores, todos ellos mis amigos. Debo de reconocer —con poco orgullo— que mi presencia asidua en ese lugar obedecía más a las intensas fiestas que en aquel lugar se realizaban. Ahí me encontraba, con los demás, en una silla frente al bar: cantábamos y subíamos de tono a discusiones y reclamos que al día siguiente seguro olvidaríamos. Jorge, el anfitrión del lugar, se acercó a mí con una copa de vino tinto en una mano mientras que, con la otra, movía un abanico de mano frente a su cara. Me dijo:

—Tu aquí sentado y afuera acaba de suceder algo muy extraño, primero inicio con un fuerte viento que corrió al ras del suelo, luego la calle fue atravesada por un remolino como de dos metros. 

— ¡Vamos Jorge! Todo, completamente todo en esta vida tiene una explicación racional. —le contesté. 

Los minutos pasaron mientras yo respiraba el humo que salía de las bocas de Mónica y Marcelino —dos de mis amigos— con los que conversaba desde hacía horas. Delante de nosotros botella tras botella se vaciaban siendo remplazadas de inmediato. En la tarima un obeso músico chetumaleño nos cantaba con ritmo de reggae  las ventajas de fumar  marihuana en las azoteas. En mi reloj los números veían pasar las manecillas por encima y la primera hora de la madrugada fue la invitada a la que le cedía mi lugar para retirarme. Me despedí o tal vez no, era lo de menos: en estas ocasiones las reglas de etiqueta se echan al interior de las botellas vacías o se rompen junto con los vasos.

Me dirigí a la salida y, una vez afuera, la noche me pareció muy quieta y silenciosa: en el cielo unas nubes oscuras no terminaron de cubrir la Luna, un gato atravesó la calle de puntillas y desapareció al adentrarse a una sombra. Me subí al auto. El trayecto a mi casa era rápido, no más de quince minutos, así que manejé despacio, mirando a cada rato mi retrovisor, asegurándome de no tener detrás la parpadeante luz de una torreta de policía siguiéndome. Al doblar una esquina observé que, por la calle por donde transitaba, había ocurrido un corto eléctrico y que las lámparas se encontraban apagadas: poco a poco la oscuridad se hacía más densa al grado de que no podía ver absolutamente nada del exterior. La estela de luz que lanzaban los faros del auto desaparecía en la profundidad de un espacio infinito. A los costados de la calle no se veía salir la claridad de las ventanas en los domicilios. De hecho, ¡no se veían los domicilios en absoluto! Pensé que aquello se alejaba de toda normalidad, pero, por algún motivo, mantuve la calma: todo en esta vida tiene una explicación y de eso podía estar seguro.

Sin duda estaba bajo el manto de una noche sin luna y además, con un fallo eléctrico que había dejado en la penumbra a toda la ciudad. Empujé el botón de la radio y ésta comenzó a transmitir un collage de voces, posiblemente noticiarios, pero parecían oírse en diferentes idiomas. En algún momento la oscuridad total había desaparecido y unas extrañas luciérnagas, cuyas luces no parpadeaban, pasaban por los costados de mi auto. Sus colores eran rojas, amarillas y azules: eran miles o posiblemente millones. Hacia la dirección donde mi dirigía, formaron un vórtice y por un momento pensé en una galaxia de nebulosas, vista a millones de años luz.

El sistema eléctrico se restableció de pronto, En ese momento sentí alivio. Pensé que aunque algunas cosas seguían sin tener lógica, seguro se las encontraría al día siguiente. De repente las ruedas del carro empezaron a vibrar, por lo que deduje que andaba sobre una calle empedrada o con algún tipo de adoquín. Y cuando mis ojos se  fueron acostumbrando a la luz caí en la cuenta de que las casas a los costados de la calle eran de tres a cuatro pisos con balcones en cada una de ellas. Parecían muy antiguas, pero bien conservadas y las luminarias arrojaban una luz rojiza como si proviniera de faroles de gas. Me pregunté si durante el apagón  había perdido bárbaramente el rumbo y me encontraba en el  el punto más colonial de mi ciudad pero, aun así los alrededores me resultaban desconocidos: notaba mucha diferencia en los edificios con los del Centro Histórico pero confiaba, ya un tanto preocupado, en que, si seguía manejando, pronto toparía con algún sitio conocido.

Mi confianza se estrelló de sopetón, haciéndose añicos, cuando tuve delante de mí un arco cruzando de una acera a la otra, sostenido por columnas de estilo clásico —con relieves de un desfile triunfal con carros de guerra a caballos y guerreros con espadas y escudos. Nada de aquello tenían que ver con el estilo colonial meridano.

Fue en ese momento cuando decidí estacionarme para caminar y preguntar dónde me encontraba. Miré mi reloj y, con sorpresa, pude notar que éste se había detenido: había salido de la galería a la una treinta y, en ese momento, seguía siendo la misma hora con la diferencia de que la aguja ahora retomaba su marcha. Me bajé del vehículo  y ya no había calor: el clima se había enfriado e, incluso, pude sentir una brisa constante.  Un par de vehículos pasaron por la calle. Todo parecía muy normal hasta que noté que sus placas eran angostas y alargadas. Caminé por la acera: toda ciudad tiene sus propios sonidos y los que escuchaba no eran los murmullos de la mía. A lo lejos escuchaba chillonas sirenas de ambulancias y pude percibir el lejano ruido de un tren suburbano. De un edificio cercano pendía la bandera de México: en ese momento que sonreí pensando que, por mucho que me hubiera perdido, no podía estar muy lejos. Pero las calles no se ordenaban enmarcando cada cuadra sino que, por donde sea, habían entradas a caminos muy angostos y otros aún mucho más estrechos como para que un automóvil pasara. Fui acelerando mis pasos hasta comenzar a correr con desesperación.  Al doblar por una de sus esquinas, vi algo que me dejó completamente paralizado, las piernas se me entumieron, un sudor helado cubrió mi espalda, el pecho se me comprimió. Solo pude exclamar en voz alta “no… eso no puede estar sucediendo… ¡eso no le puede pasar a nadie!”

Delante de mí se abría un espacio muy amplio en el que, imponente, se erguía el mismísimo Coliseo de Roma, iluminado por intensas luminarias. Miré detrás de mí y noté que la bandera de México que vi antes carecía de escudo.  ¿Qué tan distraído pude haber estado? Aquella oscuridad por la que atravesé no pudo ser causada por un simple apagón. Y ahora… ¿Cómo podía solucionar el problema en el que me encontraba? Sentí mis piernas flaquear y que no podían sostenerme, busqué asiento en la acera: ¿cómo explicar mi situación? Le llamaría a Patricia para decirle: “¿qué crees? Me perdí, atravesé el Atlántico y toda la mitad de Europa. Ahora me encuentro en el centro de Roma”. ¡Eso era cosa de locos! Me puse de nuevo de pie y caminé hacia mi auto; que en aquel momento era la única cosa que, sentía, era real. ¿Y si fuera a la embajada de México? Ellos podrían mandarme de vuelta en el siguiente vuelo, pero no sé si creerían mi historia y seguro me echarían de patadas. Ya dentro del auto, lo puse en marcha, disponiéndome a manejar por las calles de Roma: pude notar que un viento con mucha fuerza barrió el suelo. Manejé hacia el final de la calle, estaba seguro que en algún lugar me encontraría con ese maldito bucle espacio-temporal que, desde hacía rato, pacientemente me esperaba en las puertas de la galería.

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