Historias de un taxista

No, dice. Primero en ese pinche pueblo no respetan la vida del otro. Los muy culeros si no te conocen te paran en seco, te bajan del coche y hacen que te regreses caminando. A las dos semanas te llaman por teléfono, te dicen que tienen tu coche bien cuidadito y que si lo quieres tienes que ir y darles veinte mil pesitos (o según sea el modelo de la carcacha), si no lo desarman y lo venden por partes. Ahí no hay policía ni esas madres.
Sí, dice. Hubo un alcalde, uno de esos culeros y pendejos. Culero por querer verle la cara de indio al pueblo y pendejo por creer que podría salir vivo de esa.
Estuvo feo, dicen. Primero llegó diciendo que el modernismo, los avances tecnológicos y esas cosas de primer mundo (aunque uno sólo conoce este mundo) nos estaban alcanzando, que debían de adelantarse y pensar en sus hijos, en sus nietos, en esas generaciones que agradecerían todo, esas que uno ya no alcanzaría a ver por la edad de uno, pues.
Sí, vale, eso dijo. Y luego sacó unos contratos para comprar cada quien su pedazo de cielo, su cacho de estrella y hasta su pedazo de luna, su finca lunar, decía. Jeje, para reírse ¿no? Pero no es cosa de risa, más si un indio mugroso vende un pedazo de tierra para comprar su pedazo de cielo azul, su trozo de noche, el palpitar de una estrella… y menos gracioso es si de pronto ya toda la bola de apestosos ya fincó el cielo. No, dicen, todas las estrellas ya tenían nombre nuevo, que osa mayor ni que ocho cuartos, Niña Maria, Xochitl López, Doroteo Atl… nombres de sus hijos puestos en el demonio negro.
Sí, dice. Dice que más pendejo el alcalde aquel porque en lugar de agarrar e irse, empezó a poner multas a quien mirara el cielo ajeno. Y más pendejo aún porque la misma estrella, la misma nube, la misma noche, pues, la vendió dos o cuatro veces. Entonces ahí empezó el pedo, cuando dos campesinos se pelearon por el nombre de una estrella. Dice que uno sacó su machete y el otro también. Se machetearón pues. Sus mujeres gritaron y otros escucharon los gritos y esos otros decían que esa estrella o ese pedazo de cielo era también suyo y que ahí tenían las escrituras, los papeles que avalaban eso. Y ahí fue cuando todo valió madre.
El alcalde corrió por todo el pueblo, pinches indios tercermundistas, decía. Lo alcanzaron y le pegaron, a él y a su esposa. Les partieron su madre, dice, primero a ella, para que se callara, dice, luego a él, porque con él era el embrollo, dicen que la cosa estuvo fea. Los chillidos más que nada. Porque dicen que los encerraron en un cuarto de dos metros cuadrados, les metieron hartos chiles verdes y les prendieron fuego con ellos adentro. Se murieron ahogados.
No, dice, los gritos se escucharon dos horas, dos horas que supieron a cien años por todo el pueblo, re feos, dice. Desde entonces, dice, la gente camina viendo para el suelo y si voltean, ven al cielo con vergüenza, con pena pues, como quien los apunta con una pistolota y les dice que ya valieron verga por culeros, ojetes, mal pedo. Sí, dice, así es este pueblo. Sembrando droga, secuestrando coches, matando alcaldes, comprando cielos ajenos, dice.
Ya llegamos, vale, me hablas cuando salgas y vengo por ti.

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