Todos queremos a Nora

La ansiedad lo estaba rebasando. Temía que se desbordara en cualquier momento. Silvio miró la ventana y comenzó a pensar por primera vez en apresurar el desenlace: sus últimos días no tenían por qué degenerar en aquel exhaustivo registro de las horas. Con decisión se retiró del escritorio y caminó con creciente dificultad hacia el alfeizar; lo interrumpió el golpeteo sobre la puerta de su apartamento.

Nora le sonrió, recortada bajo las pálidas jambas de madera. Era una joven delgada, de gestos comedidos y un cabello lacio que se le derramaba hasta la mitad de la espalda.

—Vecino, quería pedirle un favor. Él la miró con desconcierto. Se había mudado seis meses antes al edificio y nuca habían cruzado tantas palabras. Entonces vio el recipiente, chato y azul, que sostenía en las manos. Silvio lo recibió y se hizo a un lado, invitándola a pasar. Señaló el sillón grande de la estancia, y entró en la cocina. Nora escuchó unos cuantos tintineos; Silvio reapareció en la sala y le devolvió su recipiente.

Nora sintió curiosidad por el silencio obstinado de su vecino:

—Cuánta elocuencia —arriesgó, y dejó escapar una risilla que estremeció a Silvio.

—Lo siento —dijo él, sin saber bien por qué, y no supo cómo continuar. Para amortiguar un poco la incomodidad creciente, Nora miró a su alrededor. Distinguió varias fotografías en las paredes; dos o tres reconocimientos ocupaban sitios privilegiados sobre el muro más amplio y expuesto de la sala. Se aproximó a uno de ellos; dándole la espalda a su anfitrión, le preguntó desde hacía cuánto se dedicaba a su profesión.

—Unos quince años —confesó Silvio.

Acostumbrada a las adulaciones que buscaban disimular el deseo de llevársela a la cama, no había llamado a la puerta de Silvio plenamente convencida. Había supuesto que hacerlo implicaría ingresar voluntariamente a la cueva del lobo. Sin embargo, la moderación de su anfitrión le resultaba agradable. Se despidió y, ya en su cocina, le echó dos de azúcar al café.

A las nueve menos quince llegó a la oficina y se concentró en el trabajo. Durante el almuerzo, recordó al solitario y callado vecino. Se preguntó si le gustaría salir a tomar juntos una cerveza. Decidió sugerírselo tan pronto volviera al complejo departamental.

Antes de doblar la esquina de su acera, reconoció las estridentes luces de una patrulla y una ambulancia; habían acordonado el acceso principal de su edificio y los vecinos, agitados, pugnaban por hacerse un sitio desde el que pudieran apreciar la grotesca escena: el cráneo de Silvio se había hecho astillas contra el concreto.

Tan pronto retiraron el cuerpo y se dispersó la multitud, Nora subió conmocionada las escaleras hasta el cuarto piso. Pese a su resolución de no hacerlo, dirigió una mirada hacia la puerta que el occiso le había abierto aquella mañana, y se encontró con la figura de dos ministeriales que fumaban y la observaban significativamente.

Intentó desentenderse del gesto que el más bajito y uniformado hizo al más alto y vestido con una gabardina raída, percudida y sucia. Sentada en el sillón de la estancia, permaneció en penumbras con la mente en blanco. Se apoderó de ella una suerte de abatimiento. Varios golpes apresurados y perentorios sobre su puerta interrumpieron el silencio; Nora se sobresaltó. Dio un respingo y vaciló entre pararse o responder al llamado. Se enderezó aturdida, y aturdida avanzó hasta la puerta. Encuadrados bajo el marco, los ministeriales la saludaron empleando una cortesía con cierto matiz de tosquedad. ¿Podían pasar?

 —¿Qué se les ofrece? —interpuso Nora, insegura.

—Solo queremos hablarle un momento. ¿Le molesta si encendemos la luz? —dijo el ministerial alto de la gabardina, apartándola y auscultando la pared de la estancia; accionó el interruptor y los contornos imprecisos del mobiliario se esclarecieron en el acto. Sin transición, espetó:

—¿Qué tanto conocía a su vecino? El arrojadizo —en su rostro, una sonrisa mordaz contrajo las mejillas y sesgó más los ojillos de por sí felinos.

Nora se dirigió hacia la cocina y preguntó si se le ofrecía un café.

—Con un vaso de agua basta. La gastritis —explicó. La observaba parado desde el centro de la sala, junto al sillón grande. Respetó el silencio reconcentrado de la mujer, aunque sus ademanes reflejaban la impaciencia del déspota acostumbrado a las respuestas inmediatas. El policía uniformado permanecía bajo las jambas.

El chirrido de la cafetera sacó a Nora de su ensimismamiento. Tan pronto alcanzó el tarro oblongo y azul se paró en seco. Colocó dos de azúcar en una taza, se sirvió el brebaje negro, sin crema o leche, y regresó donde el oficial, cargando la taza y un vaso de cristal traslúcido. Los colocó en una mesa baja, delante del sillón grande. Tan pronto tomó asiento, se encontró con los ojos exasperados y agresivos del oficial, quien ocultaba sus impulsos más arbitrarios bajo una sonrisa convencional, no carente de cierta acidez. El sujeto la amedrentaba.

—Disculpe, ¿quién es usted? — dijo, procurando dilatar el momento de abordar los pormenores referentes a la visita de aquella mañana.

El oficial extendió discretamente la solapa de su gabardina:

—El teniente Nicolás Gameiro. El de la puerta es el sargento Diógenes Patraca.

Nora asintió en silencio.

—No habíamos hablado nunca, hasta esta mañana —declaró por fin. En una libretita, extraída de algún bolsillo, Diógenes comenzó a tomar apuntes.

—Tengo entendido que usted vive aquí desde hace seis meses —inquirió, enarcando una ceja inquisitiva.

Ella se sobresaltó. ¿Cómo lo sabía? Diógenes continuaba apuntando.

—¿Tiene alguna idea de la ocupación del extinto inquilino?

A Nora le chocaba su crudeza; su natural tendencia a enfatizar palabras como arrojadizo y extinto revelaban una crueldad poco usual: se regodeaba con el suicidio de una persona reservada, cuyos sufrimientos ella no había sido capaz de intuir a tiempo. Tal vez, si le hubiese hecho la invitación desde temprana hora, si el foco se le hubiese iluminado mientras se extendía el incómodo silencio durante el cual pensó estar jugando ella el papel inoportuno…

—Lo averigüé esta mañana — asintió —. Tenía varios reconocimientos y fotografías en las paredes.

Diógenes no paraba de deslizar el lápiz sobre la libreta.

—El tipo de personas a las que la sociedad admira, refleja el grado de enfermedad colectiva —apuntó, manifestando su reprobación con un movimiento de cabeza— ¿Alguna vez leyó alguno de sus libros?

Nora negó. ¿Qué tenía qué ver todo aquello con ella o con el suicidio de Silvio?

—Aprenda a respetar —demandó, porque la exasperaba la actitud del teniente, no porque practicara un respeto reverencial hacia la muerte.

El teniente dejó escapar una carcajada estrepitosa, que mitigó por completo el intempestivo arranque temerario de Nora. La piel de ella se erizó y sintió cómo el cuerpo se le ovillaba, arrellanándose más y más en la mullida superficie del sillón. Gameiro, que hasta entonces había permanecido en pie, se inclinó hacia ella; asumiendo un aire didáctico, dijo:

—Debe aprender a prestar mayor atención a su entorno.

Con la mano siniestra extendida hacia Diógenes, chasqueó los dedos. El sargento acudió al llamado de su superior; entre el brazo y el costado derechos prensaba un lefort, en el cual Nora no había reparado. Se lo extendió a Gameiro, rehízo el camino hasta las jambas de la puerta y ocupó nuevamente su puesto de centinela. Gameiro buscó ágilmente una hoja; indicándole una línea con el dedo, le pidió a Nora que leyera. Ella obedeció. Sin comprender al principio las palabras, deslizó sus ojos tensos e inquietos por las páginas escritas a computadora; paulatinamente fueron adquiriendo sentido aquellas líneas. Un intenso malestar la asaltó hacia el final de la lectura.

—¡¿Qué es esto?! —exclamó, dejando caer la carpeta, un tanto repugnada.

—La evidencia de que necesita urgentemente prestar mayor atención a su entorno. Buenas tardes —concluyó, con la misma sonrisa esquinada de toda la entrevista. Se enderezó, luego de recoger el lefort. En la puerta se lo regresó a Diógenes, quien volvió a prensarlo entre su brazo y su costado.

Dejaron a Nora mirando hacia la puerta o hacia el vacío, asqueada. En el corredor, Diógenes se atrevió a preguntar:

—¿No deberíamos haber sido más rigurosos?

—La chica no tenía idea, Patraca. Hay que administrar las armas para cuando verdaderamente sean requeridas.

Sus siluetas se perdieron en la garganta de la escalera. Nora se mantuvo atenta a sus últimos pasos, cada vez más lejanos, observando el vaso de agua que el teniente había dejado intacto. Mientras los últimos ecos se extinguían, repasó las palabras del extinto novelista. ¿Representaban la confesión tácita de un posible criminal, o no pasaban de ser el apunte de un argumento en el que, sin embargo, tanto los nombres reales de sus protagonistas, como el orden cronológico de las acciones, habían sido respetados?

El texto comenzaba: «Todos queremos a Nora». Después, detallaba una estrecha vigilancia, cuyo principio se remontaba al mismo día en que llegó al edificio. Cada mañana, Silvio había esperado que el reloj marcara las ocho y media, para observarla desde la mirilla. Justo debajo de la ventana de su departamento se hallaba el acceso principal del edificio.

Tan pronto Nora desaparecía en el hueco de las escaleras, se trasladaba a este alminar y la observaba perderse entre la multitud o en la esquina de la cuadra. A las cinco de la tarde en punto, Silvio aguardaba su retorno al complejo. La veía llegar un poco más desaliñada, un poco más encorvada y disminuida, de cómo se había marchado, afirmaba el escrito. Pero la ansiedad no se detenía ahí. El novelista permanecía alerta, porque Nora tenía el hábito de salir dos o tres noches por semana.

Silvio había ponderado inicialmente la posibilidad de hablarle o no hablarle. A través de un catálogo de pros y contras, le había sido posible a Nora deducir una personalidad vacilante y tímida. En algún momento, se planteó abordarla de tal forma que el encuentro pareciera accidental, e incluso, más adelante, confesaba haber decidido abrir la puerta mientras Nora abandonaba su departamento para trasladarse al trabajo, pero inmediatamente pasaba a recriminarse esa «maldita inseguridad innata», que había «interferido desde la más tierna juventud su felicidad».

La primera evidencia de una lujuria insana (terminó por concluir Nora, tras evocar una y otra vez las nítidas imágenes que le había dejado el texto), se presentaba bajo la apariencia del deseo sexual más común: una escena erótica que Silvio no había podido apartar de sus pensamientos; la imaginaba entre sus brazos, besándole el cuello, deslizando sus manos por la generosa orografía del cuerpo de ella. El anhelo contenido se desbordaba mediante detalles cada vez más perturbadores, por el hecho de irse volviendo minuciosos. «Si no puedo tenerla por voluntad propia, tendré que tomarla a la fuerza», había declarado Silvio en cierto punto, determinación que cobraba fuerzas e incurría en especificaciones de tiempos y lugares conforme la reiteraba en las páginas del escrito.

Intempestivamente se interrumpía la soez planificación, y Silvio exponía los diversos matices de una pena profunda. El incidente detonador había sido la visita que un «individuo agraciado y herculino» le hizo a Nora a los dos meses de haberse mudado al edificio. Tan pronto escuchó que llamaban a su puerta, Silvio se había abalanzado sobre la mirilla. «Jamás podría asemejarme a un sujeto como aquel, porque mis intereses distan mucho de los valores contemporáneos, que incitan a las personas a invertir horas en el gimnasio y consumir pienso para ganado», fueron las palabras con que Silvio concluyó la compungida comparación entre él y el sujeto que entró y permaneció al menos dos horas dentro del apartamento de Nora: «A lo que estuvieron haciendo difícilmente podía atribuírsele el calificativo de enigmático».

No volvió a ver al visitante, y esto lo tranquilizó provisionalmente, solo para que un evento similar interrumpiera, algunas semanas más tarde, su tranquilidad: Nora recibió a otro invitado. «Si es que acaso es una puta, mi timidez no tiene el menor sentido»: recordar esta invectiva hacía a Nora perder los estribos; el desconcierto y la conciencia del riesgo en que estuvo viviendo acaparaban su atención: Silvio había vuelto a retomar el ominoso proyecto de poseerla por la fuerza; la presencia de un tercer invitado, un par de semanas antes de su suicidio, interrumpía las cavilaciones sobre este asunto.

Un tautológico «Todos queremos a Nora» comenzó a repetirse, con la obstinación del tictac de un reloj de manecillas: hacía referencia a cada uno de los invitados masculinos que Nora había tenido; hacía menoscabo de la figura pusilánime del propio Silvio, «puesto que, de todos sus pretendientes, soy el más ridículo: me guardo este anhelo; inconfeso, me pulveriza». En un desesperado intento por vindicarse, declaraba: «al menos habré de ser el último de sus amantes».

Le costó a Nora reprimir las ganas de vomitar. La resolución ulterior de Silvio apenas enmendaba aquel sentimiento de contrariedad que había comenzado a dominarla desde que el teniente Gameiro le había presentado el lefort:

«Me cuesta vivir con este deseo, el paso de las horas señaladas por el reloj se me impone como un flagelo cada vez más intolerable. En mi papel de creador, comprendo por qué Dios terminó agotado después del sexto día: estas páginas dicen más de mí que cualquier otra cosa; si la creación de Dios no resultó buena, si es cruel, cruda, lujuriosa, esto revela la verdadera condición de Dios: no es todo bondad, es perverso.»

Jamás se atrevería a tocarle un pelo; no tenía el valor de hablarle, mucho menos de agredirla. La única escapatoria al flagelo del tiempo, a la necesidad permanente de vigilarla, era el suicidio.

El relato concluía con el encuentro de aquella mañana: «Estuve a punto de amordazarla. Me contuve. Tanto invertí mis energías en no hacerle daño, que apenas pude responder, lacónicamente, a sus cuestionamientos. Afortunadamente para ella, desafortunadamente para mí, soy un moralista».

Estas palabras finales resonarían un buen tiempo en la cabeza de Nora, se repetirían con la obstinación del reloj que torturó a Silvio.

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