—Y… ¿cuál es la historia del lugar? —preguntó Iván girándose hacia sus acompañantes de barra. Diego aún no volvía del baño, y a él le faltaban varios tragos para terminar su cerveza, así que pensó que la mejor forma de matar el tiempo era en plática con los lugareños. Pero pronto cambió de opinión. El par de hombres a su lado no solo no le contestaron; intercambiaron miradas entre sí y gestos de burlas, se rechinaron los dientes y arrojaron escupitajos gruesos al pie de la barra y tan cerca del banco que él ocupaba, que unas gotitas de baba tibia le llegaron al antebrazo, otras tantas a la mejilla y al cuello. El más anciano se carcajeó al verlo tallerse con urgencia, y el otro, el del overol roto, el que llevaba sombrero de palma, sacudió la cabeza con vigor antes de enfilarse de un trago su bebida.
—¡Vamos! —continuó Iván con su mejor gesto—. ¿Me van a decir que por aquí no pasa nada? Creo que siempre hay buenas historias en lugares como este. Venimos desde México y en cada sitio que aparcamos nos han contado historias increíbles. Por ejemplo, en Monterrey nos hablaron del “Chupacabras”. Según la gente del lugar es una especie de perro o chango volador con colmillos, que le succiona la sangre al ganado hasta dejarlo seco. ¡Je! Bueno, ahora que lo digo yo no suena tan temible. Pero la gente de por allá lo cuenta de tal forma que le quita el sueño al más duro —Iván hizo una pausa y dio un sorbo a su cerveza. Una nota viscosa que no había notado antes lo hizo dudar entre si pasarse el trago o devolverlo al vaso. Ante la mirada fija de los hombres de la barra, y la del cantinero, optó por la primera opción. Se pasó el tragó con una mueca como la que hacía Dieguito, su hijo, al comer lentejas—. Tiene un sabor fuerte —dijo y después continuó—: En Nuevo México me contaron sobre ovnis, yo creía haberlo oído todo, pero…
—¡No aparque aquí! —se escuchó desde el fondo de la cantina—. ¡Lárguese!
Iván casi se cae al girar sobre el banco y buscar entre la media docena de mesas que armaban el lugar el origen de la voz. Paseó la vista de un lado a otro, se talló los ojos y volvió a mirar, pero no dio con alguien que ocupara las sillas.
—¿Quién dijo eso?
El par de hombres a su lado carraspearon, luego bebieron. Y el viejo Frank se encogió de hombros y se puso a limpiar las botellas medio llenas de ron, o lo que fuese aquel líquido negro que contenían.
—¡No se quede aquí! —repicó con mayor intensidad.
—Pero qué chingados… —la voz aguda que salió de la garganta de Iván le hizo recordar sus años de adolescente. Con esfuerzo se volvió hacia su izquierda, hacía de donde le pareció que venía la advertencia: un bebedor anónimo, cuya silueta se desvanecía al fondo de la barra, lo miraba desde las penumbras.
—Vaya susto me has dado, amigo. Solo porque soy muy hombre es que grité de la impresión.
—Suponiendo que sea tan hombre como dice, aunque a mí no me lo parece, ¡no aparque aquí! Termine su cerveza, agarre a su muchacho y lárguese lo más pronto posible en su Caravan —el interlocutor hizo una pausa para después agregar—: Tiene una bonita familia allá afuera; debe cuidarla. No sea pendejo.
—Oiga… —Iván iba a replicar, pero la imponente estampa del hombre al final de la barra lo enmudeció.
El bebedor anónimo se puso de pie y salió de las sombras, caminó hacia él. Con cada paso que daba parecía crecer; parecía volverse más alto y más robusto con cada quejido que sus botas le arrancaban a las tablas del piso. Iván no sabía si ese efecto se lo daban las barbillas del chaleco de cuero, las que le pendían por los hombros, o si era a consecuencia del sombrero de cowboy, que bajo su sombra ocultaba aquel rostro; que solo dejaba ver un punto rojo de fuego alimentado por tabaco.
—No quiero problemas…
Dos azotes de puerta le hicieron saber al visitante que su única compañía era el viejo Frank y el hombre del sombrero. Iván extendió los brazos y sacudió las palmas en señal de paz, e intentó levantarse, pero la mano del vaquero lo sujetó del hombro con tal fuerza que lo inmovilizó.
—El citadino ya se va —carraspeó con desgano el cantinero—. Estaba por pagar el trago y dejarme una buena propina, ¿no es así? —dijo mirándolo a los ojos mientras paseaba el trapo por la barra.
—Sí, sí, ya me iba, amigo, tome —Iván dejó sobre la barra un billete de quinientos pesos—. Cobre mi consumo, también el de mi buen amigo el cowboy y… tome de ahí su propina.
—No es suficiente para todo eso, pero soy un hombre generoso —agregó Frank sonriendo mientras se llevaba al mandil la estampa de Rivera.
—Papi, ¿quién es tu amigo? —la diminuta voz de Diego marcaba la vía de escape. El pequeño había salido del baño y aún no terminaba de secarse las manos en las faldas de su playera.
—Es un nuevo amigo. Le decía que ya nos vamos, hijo —Iván aprovechó el arribo del pequeño para dar marcha a la huida. Como pudo se liberó del hombro y tomó a Diego por la mano.
—¿Cuál es tu nombre, amiguito? —preguntó el hombre del sombrero, suavizando la voz, poniéndose en cuclillas. Apenas su recio mentón, tapizado por una maraña barbuda, se develó a la luz del lugar.
—Me llamo Diego, señor.
—Ya nos vamos, no quiero problemas. Estoy con mi hijo y afuera me espera mi familia.
El cowboy se incorporó con lentitud para después, con un par de pasos, hacerse a un lado.
—Adiós —masculló entre dientes.
Al pasar junto a él, Iván intentó develar su identidad, pero la penumbra de la noche y el cobijo del sombrero se lo impidieron.
—Diego, cuida bien a papá y pídele que no pare en cada bar que encuentre, ¿está bien?
—Sí, señor —contestó Diego.
—Ya nos vamos, gracias —Iván salió disparado sujetando la mano de su hijo.
—¿Era un vaquero de verdad?
—¿Qué?
—Tu amigo, papá, ¿era un vaquero de verdad? Es que no veo su caballo por ningún lado.
—No es mi amigo, ni siquiera lo conozco.
—Pero tú dijiste que…
—Cállate y camina. Duraste horas orinando, por tu culpa casi me parten la cara.
El pequeño se agachó y, con esfuerzos, siguió los pasos de su padre, quien casi trotaba por la vereda que rodeaba la cantina y desembocaba en el estacionamiento. A Iván no le dejaban de rondar las ideas de que aquel numerito era una faena armada por esos pueblerinos, una faena bien ensayada con la que se burlaban de los viajeros, viajeros pendejos, como a él le habían llamado, solo para divertirse y sacarles un poco de lana. Volteaba de reojo a la taberna enmarcada con las letras de neón: La Hora Feliz. Y le parecía escuchar las carcajadas de Frank, las del vaquero, y también las de los hombres de la barra, mofándose del espanto que le acababan de dar. Se sentía estúpido al saberse blanco de sus rurales anfitriones, pues siempre consideró a los pueblerinos como retrasados y cobardes, pero esos que acababa de conocer se salieron de la horma.
Ya lograba ver el toldo de la Caravan.
—No le vayas a contar a mamá nada de lo que viste en la cantina. Si pregunta por qué tardamos, solo di que no podías orinar, y dile que todo el tiempo estuve a tu lado.
—Sí, papá —Diego no alzó la mirada.
Se encontraba a pocos pasos de la Caravan. Iván decidió anticiparse a los reclamos de su mujer gritando:
—¡Ya, ya, no vayan a empezar con sus reclamos! Diego no podía orinar y tuve que esperar hasta que… —se le trabó la quijada y paró de pronto al ver que el parabrisas de la camioneta estaba hecho añicos, con una enorme roca encajada al centro, sostenida por el único trozo de vidrio que seguía en pie. La puerta del copiloto y la corrediza de la parte trasera estaban abiertas, pero las luces interiores no destellaban y el aviso de puerta abierta era casi imperceptible a consecuencia de una débil batería.
—Pero…
—Papá, ¿dónde está mami? ¡Papá, dónde está mami, mami y la abuela! ¿Dónde están? —Dieguito tiraba de la bermuda buscando la mirada de su padre, pero este estaba petrificado tratando de asimilar la escena.
—¡Maa! ¡Marthaaaa! —gritó mientras se acercaba a la cabina. Diego se le aferró a la pierna dificultándole el andar.
—Tranquilo, hijo —posó su mano en la cabeza del pequeño, y sin perder tiempo, volvió a gritar—: ¡Martha!, ¡Martha!
No había rastro alguno de su esposa, ni de la abuela, ni de las niñas.
—¡Señor Bugnos! —gritó Diego con voz chillona—, ¿y el señor Bugnos, Papá?, el señor Bugnos —Diego tiraba de las bermudas de su padre con mayor fuerza.
—¡No sé! —Iván trató de despegárselo de la pierna con un par de tirones, lo que ocasionó que el pequeño rompiera en llanto. Al verlo hizo una pausa, respiró profundo y, usando un tono más calmo, tanto como le era posible, dijo—: Las vamos a encontrar, también al señor Bugnos —lo tomó en brazos y lo sentó en el asiento del pasajero.
—Papá, no me dejes. ¡Papá!, ¡papito! —el pequeño berreaba y abría los ojos al máximo—, ¡no, papá, por favor!
—No voy a ningún lado, hijo, es más seguro en la camioneta —al cabo de unos segundos, logró asegurarlo al asiento, para entonces, Diego había quedado catatónico, con la mirada perdida. Iván cerró la puerta y se dirigió a la parte trasera de la van, asomó la cabeza entre las penumbras y se le heló la sangre al ver tiradas en la alfombra las gafas de Tifaní hechas añicos. También se percató de que la lámpara interior del vehículo había corrido con la misma suerte que los lentes de su hija.
—¡Papá, papá!, ¡papaaaaaá! —gritó Diego.
—¿Qué?
—Papá, es tu amigo, el vaquero… ahí…
Iván pegó un salto fuera de la camioneta y cerró de un jalón la portezuela. El pequeño señalaba al frente de la Caravan, y estaba ahí el vaquero; estaba ahí de pie, iluminado por las luces de neón y por la parca luna.
—¡Tú! ¡Hijos de su puta madre! ¿Dónde están mis hijas?
—Le dije que no aparcara aquí, ¡se lo dije! Pero los güeyes como usted nunca escuchan, siempre llegan hablando, preguntando pendejadas. Diciendo que vienen de dios sabe dónde, como si a alguien le interesara su patética vida, como si todo mundo tuviera que escucharlos. ¡Ja! ¿Sabe qué es curioso?, que siempre llevan bermudas como esa.
—¡Es cierto! —se escuchó decir de entre las sombras—. Siempre llevan esos ridículos bermudas, como si por aquí hubiera alguna playa. La única humedad que va a sentir es la de sus meados chorreándole las piernas —detrás del vehículo, directamente de las sombras, se oyó esto, acompañado de carcajadas en decenas de voces. Iván giró con brusquedad sobre sí mismo, al hacerlo una de las sandalias se le descalzó, hecho que no llamó su atención. Lo que sí lo hizo fueron los puñados de personas que salían de todas partes, principalmente de los abetos secos que cercaban el lugar. Pudo reconocer al par de viejos que lo habían acompañado en la barra, estaban al frente de la muchedumbre que lo rodeaba. Uno de ellos llevaba en la mano lo que parecía ser la pata de un animal, de un perro, del Señor Bugnos.
—Usted preguntó por la historia del lugar, mi amigo —apuntó el vaquero.
—¡Mi hijo, por favor!, ¡no lo lastimen!, tiene seis años. Se los suplico.
—Eso no depende de usted, mi amigo, ni siquiera de mí.
Iván había quedado recargado contra la corrediza de la camioneta, con Diego dentro de la cabina, justo a su espalda.
—Papá, papi, entra al carro… —Dieguito intentaba abrir la puerta, pero Iván lo impedía. Lentamente se dio vuelta hasta quedar de frente al pequeño, separado por el cristal de la ventana.
—Te amo, hijo.
—Papi, no, papi, entra.
—Usted preguntó por la historia del lugar —retomó el vaquero, que se había abierto paso entre la turba—. Se la voy a decir porque, de una forma o de otra, la va a saber —hizo una pausa al tiempo que con el dedo levantaba la punta del sombrero develando al fin su rostro. Iván no fue capaz de voltear, prefirió seguir contemplando a su hijo. Dieguito, sin embargo, no pudo evitar ver a aquel hombre a la cara, hecho que le arrancó un grito que resonó por el lugar—. Aquí nos gusta la carne, amigo —retomó—, pero este lugar está maldito, la tierra es mala, no se dan las cosechas y, como usted sabe, sin cosechas no hay ganado, ni siquiera aves de corral. Pero nos gusta la carne, créame, nos gusta mucho. Antes de que se reúna con su bonita familia, déjeme contestar su pregunta, la que hizo al llegar al bar. La historia de este lugar no es siempre la misma, pero esta noche, la historia es usted.
Juan José Zavala Estrada (JJ MASON).
Nacido en Acámbaro, Gto., el 24 de enero de 1985. Narrador. Estudió la Licenciatura en Administración de Empresas en la Universidad del SABES, campus Acámbaro. Escritor del género negro, de novela policiaca y de terror. Seleccionado para formar parte de la quinta, séptima y octava generación del Fondo Para Las Letras Guanajuatenses. Ha colaborado en el semanario Cambio XXI y varios de sus relatos han sido adaptados al formato de audio y trasmitidos por diversas cadenas de radio. Sus obras: HALóCCU, La Huerta, Luces en el cielo, Las necesidades de la Carne y Entrañas de Tierra las ha trabajado bajo la tutela de escritores como Eduardo Antonio Parra, Geney Beltrán Félix e Imanol Caneyada. Ganador del Certamen Internacional de Novela de Terror Alas de Cuervo 2022 por su novela La Huerta. En 2023 lanza su libro: Las Necesidades de la Carne, editado por Estigma Ediciones.
Un cuento muy despiadado.
Cuando apareció la figura del niño no pensé que la historia se tornaría tan siniestra. Al final no entró en detalles, pero la imaginación es la que juega en contra.
Excelente cuento de terror, a la próxima que salga de vacaciones voy a revisar dónde hago parada.
Córvido, gracias por la lectura y por tus palabras. Y sí, hay que fijarse bien en dónde hacer parada, podría ser la última. Un fuerte abrazo.