Yalitza se ajusta el cinturón con cuidado, mira por la ventanilla las imponentes instalaciones del Aeropuerto Internacional de Los Angeles. Liam, su esposo, se ha demorado un poco, tuvo que ir al baño de último momento. Ella sabe que ese hombre rudo —redneck de Arizona— en este momento es un manojo de nervios. Dentro del Airbus A319 flota un aroma dulzón parecido a la menta. El aire acondicionado de la aeronave aplaca con éxito el calor de la costa californiana, pero ella se siente en un horno; sabe que es normal: consecuencia del embarazo.
Mira constantemente en dirección a la puerta de acceso buscando a Liam. Cuando lo ve ingresar se relaja, cierra los ojos un momento y se le vienen a la mente imágenes de México, el país que no conoce. Los videos con los que el consulado y embajada promocionan al país de sus abuelos no muestran indígenas, danzantes, pirámides o comida; en ellas se aprecia modernidad y progreso. Eso es lo que quiere para su hija, está convencida que México es mucho más que bad hombres, sombreros y tequilas. Liam se sienta junto a ella y le dice al oido “i’m really nervous”. Es la primera vez que volará en avión, por eso ha tomado una pastilla para relajarse.
Con algunos meses de embarazo, la madre de Yalitza llegó a Estados Unidos hace 30 años, huyó de casa tan pronto se supo preñada por un bueno para nada. Corrió con suerte porque en Ciudad Juárez se juntó con otros migrantes que contrataron al Caballero del desierto, un pollero famoso. Gracias a él lograron cruzar; con hambre, cansados y sedientos, pero con vida. La épica travesía era el tema recurrente que usaba doña Gudelia para sermonear a su hija; con el paso del tiempo el chantaje fue perdiendo eficacia pues en cada ocasión las anécdotas sufrían transformaciones. Las últimas versiones que contó antes de morir resultaban chuscas y exageradas. De cualquier forma, gracias a ese periplo, Yalitza logró desarrollarse y vivir el sueño americano. Hoy regresa a México con el vientre hinchado de esperanza y vida.
Tan pronto despegó la aeronave Liam arropó su cobardía en sueños. Después de algunos minutos las bocinas del avión ordenaron abrocharse el cinturón y enderezar los asientos. La aeronave se sacudia suavemente. Yalitza sacó de su bolso un rosario, comenzó las plegarias en una mezcla de inglés y español. Liam seguía durmiendo.
Las primeras tres horas del viaje las turbulencias suben o bajan de intensidad, pero no desaparecen; las plegarias parecen no funcionar. Cuando se aproximan a la CDMX el capitán les informa que serían desviados a Toluca, pues la Ciudad de México se encuentra bajo una espesa nube de ceniza que hace imposible el aterrizaje. Yalitza mira por la ventanilla, no ve nada, una niebla gris los rodea, el miedo se acrecienta en sus entrañas, siente que la bebé se mueve, recuerda la historia de su madre, aquella que le contaba de la tormenta de arena que los golpeó en medio del desierto y que casi los mata. Esta vez no es arena, se trata de ceniza del volcán y también puede matarlos. Cierra los ojos y pide a dios que el capitán del avión sea un moderno Caballero del desierto que con su destreza los lleve con bien. El avión se sacude con fuerza, se escuchan gritos, la tripulación toma asiento y abrochan los cinturones. Una luz se prende intermitente por encima de las cabezas de los pasajeros. Significa: abrocharse el cinturón y enderezar los asientos. Las sacudidas no paran, los gritos son disparatadas expresiones mezcla de inglés y español. Aprieta con fuerza las esferas del instrumento santo. Improvisa una plegaria. Mentalmente hace juramentos a un dios bilingüe. La voz del capitán algo dice, ella no logra escuchar el mensaje, en la bruma de gritos y sollozos todo es confuso, los minutos pasan en cámara lenta. “Debo calmarme / relax, baby” repite en los dos idiomas que conoce. Liam continúa dormido aunque su cabeza se parece al badajo de la campana de Dolores. Los gritos de los pasajeros y la tripulación no son de ¡viva!, son de pánico.
El rosario se le escapa entre los dedos cuando con su mano intenta ahogar un grito. Su inconsciente se olvida del objeto santo. Baja la persiana de la ventanilla, no quiere seguir viendo la oscuridad que está a punto de tragarlos, en un movimiento brusco el avión pierde altura. Algunos gritos se transforman en llantos: de repente el avión sube: el cuerpo de la aeronave cruje: imagina que las alas se rompen, se persigna. Una. Dos. Tres veces. Las que sean necesarias. Aumenta el ruido de los motores, Liam despierta.
Después de unos minutos las luces parpadeantes se apagan, la tripulación se levanta. El avión avanza con calma. Mira disimuladamente a Liam que se frota el cuello. Vuelve a subir la persiana de la ventanilla. La amenaza se ha ido, los rayos del sol acarician al Valle de México, una lágrima de felicidad y miedo se le escurre por el rostro. A medida que desciende el paisaje se va revelando ante sus ojos. Desde las alturas puede ver algunas calles, edificios, casas y un tren que corre junto a la carretera. Con una mano Yalitza se soba el vientre, la otra busca el cuerpo de su esposo, tiene la certeza de un futuro próspero. La voz del capitán emerge para dar una buena noticia, “pasajeros en breve aterrizaremos en el aeropuerto Adolfo López Mateos de la ciudad de Toluca / passengers in a few…”. Los pasajeros aplauden.
Liam sonríe y estira los brazos, parece que ha disfrutado la siesta. Las miradas de los esposos se encuentran, ella y él se dicen al mismo tiempo: “te amo / i love you”, sonríen, sus labios se precipitan en un beso tímido y necesario. Él no entiende la euforia a su alrededor, sospecha que de algo se perdió mientras dormía. Cuando el avión se posa sobre la pista de aterrizaje la voz del capitán vuelve a ser escuchada, “passengers, welcome to Mejico / pasajeros, bienvenidos a México”, “¡viva!” —gritan todos.
(Cuernavaca, Morelos 1976)
Egresado del Diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores “Ricardo Garibay” del Estado de Morelos.