David me perseguía todos los recreos para darme besos. El jardín era extenso y yo veloz. En ninguna carrera logró su objetivo. Los miércoles en la mañana teníamos asamblea general en la que se reunía toda la primaria, él levantaba insistente su mano entre las cabezas de nuestros compañeros de quinto grado, y cuando le daban la palabra me felicitaba públicamente por gustarle. La vergüenza elevaba el rubor en mis mejillas y me hacía cambiar a una postura, que entre piernas y brazos cruzados, me hacía sentir protegida.
Un día quemó un CD de música con sus canciones preferidas, y para la portada de la caja imprimió una foto de mi cara. Lo odiaba.
El asedio convocó una reunión a la que asistieron nuestras respectivas madres y la psicóloga de la escuela. Durante unos meses pude sentarme con tranquilidad durante el receso en compañía de mis amigas a disfrutar del almuerzo y las golosinas que compartíamos; mis favoritos siempre fueron las gomitas con forma de panditas, sobre todo las de color rojo.
El gusto no me duro mucho tiempo. Al empezar sexto grado el profesor de danza folklórica eligió para todas las niñas una pareja. David sonreía como si se hubiera ganado un trofeo o la lotería. Una vez a la semana su mano llena de sudor y mugre sostenía la mía mientras ensayábamos “El jarabe tapatío”. El maestro nunca entendió que las buenas parejas de baile no tienen nada que ver con la estatura; para él sólo éramos una coreografía.
Nos graduamos y a modo de despedida hicimos un viaje de generación. Fuimos a acampar a un lugar que estaba cerca de un río. En las noches, cuando salíamos de las tiendas de campaña para ir al baño unos sapos enormes y asquerosos se abalanzaban sobre nuestros pies haciéndonos pegar alaridos. Desde dentro de la casa de campaña podíamos compartir el terror que sentía cualquiera de nosotras cuando al salir de nuestros refugios nos encontrábamos con un sapo en el camino.
El último día, antes de regresar a nuestras casas, todo el grupo se reunió durante el tiempo libre, en el que las maestras descansaban de nuestra presencia, para jugar a “la botella”. Nos sentamos formando un círculo, en el centro giraba el envase retornable de refresco. Uno a uno, todos tuvimos oportunidad de hacer girar la botella. El grupo entero temblaba de nervios, y cuando alguien elegía verdad el resto del grupo lo abucheaba hasta que cambiaba de parecer y terminaba haciendo alguna ridiculez, o bien, dándole un kiko a alguien más para cumplir con su reto. Todas teníamos la esperanza de besar a Manuel, ellos a Melisa. Los únicos afortunados fueron Mariana y Diego.
Para la segunda ronda sucedió lo que más temía: David hizo girar con fuerza la botella; al quedarse quieta esta nos señaló a ambos. Con ayuda del grupo y pese a mis negativas, pronto sentí sus labios contra los míos, con su asquerosa lengua se dedicó a explorar mi boca como si fuera un hallazgo. Ese fue mi primer beso.
Cuando tuve consciencia de lo que pasaba aprete la mandíbula. Mi ferocidad arremetió sin piedad, logré que se alejara aullando. Con sus manos cubría su boca, no se entendía bien lo que vociferaba, el resto de los chicos lo rodeaba y las niñas me veían asustadas. Yo estaba hipnotizada por el hilo de sangre que le escurría a través de los nudillos. Sentí en mi boca un placer conocido; la textura y el tamaño eran parecidos, el sabor era diferente. Mastiqué una y otra vez el pedacito de lengua que había logrado arrancarle; el pandita rojo de mi victoria.
Aura Solar (1989, México). Persona creativa y transdisciplinaria. Buscadora de patrones y observadora de comportamientos. Ánimo dedicado a la introspección, el uso y aprendizaje de herramientas que permiten el desarrollo humano. Aplaude los juegos de palabras, la profundidad y los frutos del ocio. Integrante del taller de Escritura Creativa del CDC Los Chocolates.