Última estación

«¡Muerto!», gritó el vagabundo mientras me señalaba. Todos voltearon la vista hacia él. Siempre lo mismo en esta estación, la última vez un viejo pandroso con traje no dejó de seguirme hasta que le prometiera ser fiel a los principios de libertad y de justicia. No le hice caso. «¡El péndulo marcó la hora de su muerte!», bajó el dedo y volteó a ver el gran reloj. ¡¡TAN!! ¡¡TAN!! Justo a tiempo, que coincidencia. «¡Las estrellas que se extinguen son aquellas que más brillan!», abrió los brazos y vio hacia arriba. A pesar de que había techo y sería incapaz de ver las estrellas, algo en sus incoherencias comenzaba a hacer sentido; sabía de mí, de la vida. «Todo tiene antecedentes», dijo bajando la voz, hizo una seña pidiendo que lo acompañara. Normalmente no seguiría a un desaseado, pero está vez el viejo, y sus palabras que armonizaban con el reloj, despertaron algo en mí.

Caminamos juntos hasta llegar a un balcón. «Lluvia, amiga de la tarde», no llovía, había mucha luz. «La sal es nociva para la salud, pero necesaria», comencé a arrepentirme de haberlo seguido, las frases cada vez eran más incoherentes. Me di la vuelta, ignorándolo; intentó tomarme del hombro: no pudo. Escuché el llanto, giré y lo vi. Sus ojos, acuosos, deslavados: parecían haber visto todo. «Muerto, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. Regresa y cuando veas la luz acercándose, brinca. Esta vez será diferente». Tuve que creerle, lo que decía era hermoso.

Por segunda ocasión, brinqué por última vez.

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