La mirada del creador

1

El robot que servía los tragos llevaba una pantalla de horarios en lugar de cabeza. Tobías miró el aviso de un nuevo retraso del vuelo con destino a Tuvalu Ulterior. No le sorprendió que la demora se prolongara, ocurría con frecuencia cuando se compraba un boleto de medio bitcoin. Las rutas aéreas estaban reservadas para las naves de primera clase que cruzaban sin pausa por la pista de despegue, mientras que él tendría que aguardar cuatro horas, por lo menos, y no podía gastar más bits en otro vaso de sustituto de whisky. El viajero, malhumorado, abandonó el bar del aeropuerto y pasó a la sala de espera. Sospechaba que no alcanzaría a llegar a su cita en la editorial Mountweazel.

La sala de espera estaba abarrotada por un llamativo grupo de turistas alemanes con camisas hawaianas. El recién llegado encontró la única butaca libre al fondo del recinto. Tuvo que sentarse junto a un misionero cienciólogo. El gordo religioso de bata blanca hundió la cara en una almohada flotante y se puso a roncar hasta la partida de su vuelo. Resignado a la mala fortuna, Tobías se consoló con tener un rato para echar un vistazo a su creación. Se reclinó en la incómoda butaca, sacó un visor de su bolsillo y se lo colocó alrededor de la cabeza. Inmediatamente se vio inmerso en un universo de ocho terapixeles.

La sala de espera cedió ante la aparición de una escena a campo abierto. Se elevó un manto de hierbas altas y doradas que cubrieron las filas de butacas. Los turistas alemanes fueron reemplazados por un rebaño de hircocervos que pastaba tranquilo en las cercanías. Los ronquidos del cienciólogo se convirtieron en los rebuznos de un papstesel que cruzaba a lo lejos. El panorama salvaje se extendió sin barreras hasta el horizonte delimitado por la franja cristalina del mar. En lo alto del firmamento resplandecía un sol de color blanco azulado que parecía avivar las tonalidades de la ambientación hiperrealista.

Tobías paseó la mirada sobre la amplia llanura y divisó la aldea de los pilapianos que destacaba a poca distancia. Bastó con que fijara su vista en esa dirección para avanzar derecho hacia allá. Al desplazarse no agitó los pastizales, ni causó alerta entre los animales. Conforme se aproximaba a las chozas hechas de barro y troncos, distinguió las figuras de sus habitantes. La tribu de los pilapianos estaba integrada por unas ochocientas personas en ese momento de la simulación. Los individuos mostraban una evidente apariencia humana, pero gozaban de una nobleza desconocida en la humanidad actual. Sus cuerpos evocaban los mejores rasgos de las razas ancestrales. 

Tobías entró a la aldea sin que nadie se enterara. Los nativos no tenían la capacidad de percibir su presencia por medio de ningún sentido. Él era un punto de vista sin referencia corporal dentro de la realidad virtual. Pasó junto a varios individuos y notó que todos vestían trajes elaborados con lana musgosa de barometz, una vestimenta reservada para las ceremonias. El visitante comprendió que su llegada coincidía con la celebración de un ritual. Sin embargo, el calendario de los pilapianos no señalaba ninguna fiesta sagrada, según sus conocimientos. Y estaba muy seguro de sus conocimientos en la materia, pues ya llevaba dieciocho meses dedicándose al estudio de la cultura pilipiana.

Semejante a un fantasma, Tobías traspasó a la multitud que se congregaba en el centro del poblado. La configuración de la interfase no permitía interacción directa entre el usuario y los elementos de la simulación. Para no perder detalles de la ceremonia por iniciar, Tobías se puso al frente de la gente reunida al lado de una gran hoguera. Desde esa ventajosa posición de espectador imperceptible había realizado todas sus observaciones precedentes.

Los mejores pescadores de la tribu irguieron el cadáver de un orobon empalado en crueles arpones. Los miembros más jóvenes rodearon el fuego y comenzaron a dar saltos y a bailar frenéticamente. En medio de los danzantes contorsionados se abrió paso el brujo del pueblo. Su vista estaba empañada por la vejez. Sobre la piel arrugada tenia tatuajes concéntricos que lo identificaban como sobreviviente de una generación previa. Contaba por lo menos con ciento cincuenta años de edad en la temporalidad artificial; equivalente a casi una semana de tiempo real. El anciano se aproximó a la cabeza colgante del monstruo marino. Sus dedos huesudos apretaban una daga de pedernal. Mostró gran habilidad en el manejo de la piedra afilada. Desgarró los párpados escamosos, vació con cuidado las cuencas y levantó con sus manos los glóbulos ensangrentados frente a la algarabía de los congéneres. Lanzó un ojo dentro de la hoguera y guardó el otro bajo sus ropas. La lumbre se encrespó con violencia al recibir el tributo. Tobías nunca antes había asistido a una representación tan despiadada por parte de los pilapianos. Acorde al estilo de vida bucólico que llevaban, solían ofrendar guirnaldas de flores y canastas de fruta madura a los númenes silvestres, así que el despiadado sacrificio tenía que atender alguna necesidad muy importante para ellos.

—Noch raghno ull omoa trynha utagu yem bu —recitó el brujo con voz cavernosa en tanto que la lumbre devoraba el órgano—. Radabawo sut mohekat nagu yayajeza noch zaan.

El lenguaje pilapiano no le guardaba secretos a Tobías. Aprendió a hablarlo conforme los propios hablantes inventaron sus palabras. Comprendió sin dificultad el conjuro y memorizó la mayor parte, porque deseaba dedicarle un apéndice en la obra que iba a escribir dentro de poco.

Cuando el brujo calló, las flamas oscilaron y se apagaron súbitamente. Las brasas comenzaron a emanar un humo denso y abundante. A pesar de que la simulación no contenía estímulos olfativos, Tobías casi percibió el mal olor penetrante que debería tener la humareda. La espiral oscura no ascendió por el cielo, circuló pegada a la tierra como una sombra y nubló el ambiente a su paso. La negrura impenetrable rodeó a Tobías y ocultó de su vista a los pilapianos. Intentó salir a una zona despejada, pero tuvo la impresión de que el sahumerio se concentraba a donde quiera que se moviera. Pretendió manotear como si pudiera dispersar las pequeñas partículas flotantes. Alcanzó a escuchar un grito del brujo al otro lado de la nube:

— ¡Ghu chaoq nikha! ¡Cho bau tluqba! ¡Bau tluqbla ne!

La animación se interrumpió en ese instante. Alguien le arrebató el visor de la cara a Tobías.

—Lo siento, señor, tuve que hacerlo— dijo un guardia del aeropuerto —, porque empezó a agitarse y puso nerviosos a los demás viajeros.

Los turistas alemanes estaban amontonados en un rincón como un rebaño asustado.

2

Se comprometió a no usar el visor durante el vuelo. Las autoridades del aeropuerto permitieron a Tobías abordar el avión con esa condición. Irónicamente le tocó viajar en medio de dos niños que jugaban videojuegos mediante aparatos poco distintos del suyo. La aeronave era un viejo bombardero estratosférico de seiscientas toneladas. El modelo original había sido diseñado para las guerras de Medio Oriente, pero mostró un desempeño bélico poco rentable. Todas las unidades se destinaron al transporte masivo de civiles. La fortaleza voladora contaba con diez hileras de asientos apilados en el compartimiento donde debía llevar cada bomba. Como cualquier viajero frecuente, Tobías estaba acostumbrado a aeronaves improvisadas de la peor manera.

Poco antes del despegue, pidió tres caramelos de coca a una azafata que los repartía gratis para evitar malestares entre los pasajeros. Las siguientes doce horas fueron una travesía a cincuenta mil metros de altura sobre el océano Pacífico. Tuvalu Ulterior era una nación poco conocida al norte de Australia. Se trataba de un montículo perdido entre las islas de Micronesia y los archipiélagos de Indonesia. Tobías no se hubiera dirigido a probar suerte hasta el otro lado del planeta si no fuera porque fracasó en todos los países de la otra mitad.

A lo largo del viaje se exhibieron varias películas clásicas remasterizadas. Iniciaron con una versión 3D de la primera adaptación de La máquina del tiempo. Tobías no prestó atención a la aventura del inventor en el futuro de la Tierra. Se entretuvo con los apuntes de su investigación sobre los pilapianos. Entre su asiento y el asiento delantero apenas había espacio para abrir la libreta de la bitácora sobre las rodillas. Prefería escribir a mano los adelantos de cada jornada. Aquellas páginas contenían anotaciones de trece mil años de cultura pilapiana, desde que eran un puñado de gente salvaje. Por medio del visor Tobías atestiguó los pactos que originaron su sociedad. También asistió al nacimiento de las costumbres, acudió a la propagación de las creencias más arraigadas e incluso observó las actividades privadas de los individuos sin ser descubierto. Una investigación semejante hubiera requerido más de una vida de estudios. Tobías la realizó en menos de dos años gracias a la simulación acelerada de civilizaciones. Todavía necesitaba compilar más información antes de empezar a elaborar el libro que relataría sus hallazgos hasta la época presente de los pilapianos.

Leyó algunas de las anotaciones garabateadas con premura: “Los pilapianos aseguran que restregarse los ojos con excremento de caladrius cura la debilidad visual”. “Los pilapianos piensan que es deshonroso cobrar una deuda grande y mucho más deshonroso pagar una deuda pequeña”. “Las mujeres pilapianas tienen derecho a cambiar hasta siete veces de marido. Si ninguno les satisface, deberán guardar celibato por el resto de la vida. Los varones solamente pueden cambiar de cónyuge en dos oportunidades, con la misma estipulación”. Un pasaje acerca de religión atrajo la atención de Tobías: “Los pilapianos se encuentran en transición del animismo hacia una forma de henoteísmo. Profesan que todas las cosas son habitadas por su particular espíritu divino. Dentro de la jerarquía de espíritus reconocen que uno es superior a los demás. Lo llaman el germen de todas las cosas.” Subrayó esas líneas que cobraban relevancia luego de la última incursión.

Al margen de la misma página hizo algunos apuntes sobre el episodio ocurrido en la sala de espera. Se abstuvo de anotar que poco antes de que el guardia le quitara el visor creyó que los pilapianos descubrieron su existencia. Pensarlo resultaba tan ridículo como imaginar que los morlocks le observaban en ese momento desde las televisiones del avión. Sin embargo, el pulso de Tobías tembló al dejar asentada la traducción del último grito del brujo: “¡Aquí está el germen de todas las cosas! ¡Aquí está! ¡Aquí con nosotros!”.

3

El avión arribó a Tuvalu Ulterior muy tarde por la noche. Aterrizó en Ukelele, la capital de la pequeña nación. Un viento frío barría la pista del aeropuerto. El hemisferio sur se encontraba al principio de un cruel invierno. Apenas pisó tierra, Tobías hizo una llamada a las oficinas de la editorial Mountweazel. Discutió un rato con el chatbot que se encargaba de agendar las citas. Consiguió que el indiferente sintetizador de voz le asignara una nueva entrevista para el día siguiente. Tendría la oportunidad de exponer su proyecto frente a uno de los editores en jefe. 

Al igual que muchos creadores anteriores, por ejemplo Swift, Lewis, Wells y el mismísimo Hubbard, Tobías ideó un mundo ficticio que utilizaba como material literario. Pero a diferencia de los demás, él contaba con una entrada directa a los territorios de su creación. Se servía del visor para la ejecución de una saga que abarcaría las diferentes etapas culturales de los pilapianos. Ambicionaba fundar una franquicia más exitosa que la zoología especulativa de Dougal Dixon. Comenzaría la redacción del primer volumen en cuanto obtuviera el financiamiento de una editorial. Si el plan marchaba correctamente, muy pronto la mirada de los lectores estaría puesta en Relatos de la nueva humanidad (título provisional). Tobías se auguraba el reconocimiento como autor de un nuevo género literario: la antropología fantástica.

 Necesitó buscar un sitio en donde pasar la noche. No muy lejos del aeropuerto encontró un pequeño hostal automatizado. El costo de la habitación era muy alto, cinco bits sin alimentos incluidos. Pero sabía que no hallaría un alojamiento más barato. Tecleó su clave en el panel de la puerta y recibió acceso sin demora. Después de esa transacción, su cartera electrónica quedó vacía. El viaje de regreso dependía de conseguir un contrato de publicación, acompañado por un pago anticipado. Tobías había malgastado todos los bitcoins para promover su obra y únicamente recibió rechazos en editoriales de tres continentes. Su última esperanza residía en Mountweasel. La discreta empresa se dedicaba a publicar compilaciones de la tradición oral de los antiguos maoríes. Tobías tendría que convencer al editor en jefe de que los pilapianos podían ser catalogados como parientes cercanos de los maoríes, tomando en cuenta el origen de varias partes de su programación.

El hostal conservaba la fachada típica de una vivienda tuvalense del siglo veinte. Adentro, el servicio estaba a cargo del mobiliario equipado con tenazas y bandas transportadoras, similar a una ensambladora de automóviles. Hasta ese confín de Oceanía habían llegado los tiempos modernos. Tobías entregó su maleta a un perchero montado sobre orugas mecánicas que lo guió a su habitación. Padeció de cierta incomodidad al cruzar el pasillo en compañía de la silenciosa máquina. A menudo se consideraba fuera de lugar en el mundo ultratecnológico en que vivía. Y tampoco tenía cabida dentro del universo de fantasía bajo su control. Estaba condenado a moverse en la frontera de dos dimensiones, siendo un marginado en ambos lados.

4

La recámara era una cápsula de plástico insonorizado que media cuatro metros de longitud por dos de diámetro. El techo no permitía permanecer parado sin agacharse un poco. Tobías ordenó que la plataforma de la cama ascendiera del piso y que las luces se apagaran por sí solas. El cuarto no contaba con un baño, si deseaba tomar una ducha tenía que salir al baño compartido con el resto de las habitaciones. Descartó la idea de bañarse a pesar de que no había estado bajo una regadera desde hacía dos semanas. Se recostó con la ropa puesta. Sobre la almohada había una pastilla para dormir, cortesía de la administración. Tragó la pastilla sin agua. Sabía que no tendría ningún efecto sobre él. Sufría de insomnio crónico como consecuencia de la sobrestimulación del nervio óptico. Hacía mucho que no soñaba de noche; todos sus sueños ocurrían en diecinueve centímetros de cristal líquido.

Sacó el visor del bolsillo y lo contempló entre sus manos por un rato. No se trataba de una tecnología novedosa, aparatos similares estaban a la venta desde hacía treinta años. Consistía en una diadema con una pantalla al frente y auriculares montados a ambos lados. Unos lentes duales brindaban visión estereoscópica sobre una imagen de ciento ochenta grados en alta resolución. Los altavoces de las orejeras transmitían sonido en multicanales, generando un efecto envolvente. El aparato contaba además con sensores que detectaban los giros de la cabeza y seguían los movimientos oculares. Sin importar todas las características técnicas, el visor valía pocos bits por sí solo. El verdadero valor radicaba en la capacidad de sus circuitos para albergar un cosmos. La realidad virtual se generaba a partir de un sistema operativo abierto. Cualquier usuario con el mínimo conocimiento tenía la oportunidad de reprogramar el código fuente y plasmar su propio ensueño a placer.

El Génesis de los pilapianos tomó más tiempo a Tobías que los seis días bíblicos. Tardó un par de meses tan sólo en reescribir las iteraciones que regirían el devenir de ese universo. El resto del trabajo consistió en detalles de miscelánea, como determinar los parámetros climáticos para recrear un ecosistema idílico. Al elegir el espacio donde cobrarían vida sus creaciones, seleccionó una meseta en el corazón de una península porque proveía condiciones naturales de incomunicación geográfica. A continuación, inspirado en las especies más exóticas de los viejos bestiarios, animó el repertorio de flora y fauna que habitaban la tierra y el mar. Por último, dio forma a los primeros pilapianos utilizando como punto de partida una mezcla de pautas elementales de varios pueblos primigenios, sobre todo bosquimanos, navajos y, por supuesto, maoríes.

 Desde el principio, Tobías tuvo la soberbia de considerarse el Dios creador de aquellos hombres. Actuó como la mejor divinidad, según sus criterios. Estableció una estricta relación deísta con sus creaciones. Nunca intervino de forma benévola o severa en el destino de la tribu. Ni siquiera se manifestó ante ellos para evitar entorpecer el desenvolvimiento de los pilapianos. Les brindó la libertad de desarrollar un estilo de vida novedoso e independiente. Pero ya no estaba muy seguro de haber pasado desapercibido por completo. Tal vez de alguna manera delató su presencia. Quizás sentían un escalofrío cuando estaban bajo la mirada de su creador. Sin importar las precauciones tomadas, un observador siempre terminaba por incidir en lo observado. Era la inevitable maldición de Heisenberg.

Tobías encajó el visor sobre su cara con un ademán teatral.

5

Los lentes reflejaron el brillo de un centenar de estrellas desconocidas. También era de noche en aquel reino maravilloso, pero ahí no transcurrió solamente una jornada, sino que el sol realizó su recorrido numerosas veces, a partir la proporción cronológica regente. Ahora las lunas gemelas del cielo duplicaban las sombras de los árboles esparcidos a lo largo de la llanura. Algunos rinogrados se descolgaban de las ramas con sus narices. El viento acariciaba con suavidad los pastizales, provocando una ondulación acompasada. No se oía otro sonido más que el rumor del océano distante. En otras ocasiones, Tobías contemplaba la veracidad de aquel paisaje y olvidaba con facilidad que era una recreación electrónica. Por el contrario, esta vez debía mantener presente que a su retina sólo llegaba una ilusión urdida con perspectiva volumétrica y profundidad cromática.

A las afueras de la aldea despuntaba el esqueleto amarillento del orobon. Excepto por ese detalle, el poblado mostraba una atmósfera de aparente serenidad. Las familias se recogieron en sus hogares desde el atardecer, aunque los adultos no descansaban. El forastero entrevió sus siluetas acuclilladas frente a pequeñas fogatas. Los pilapianos habían desarrollado el hábito de pasar las noches en vela. Quizás, aún después de tantos años, aguardaban una nueva visita del germen de todas las cosas. Tobías dejó de espiar el interior de las chozas y se retiró hacia una zona menos poblada. Sabía de antemano que era ridículo tomar esa precaución propia de un vulgar allanador. Durante su ausencia, el tamaño del asentamiento aumentó con unas cuantas viviendas, pero no cambió mucho la disposición que conocía de memoria. Pudo orientarse sin problemas hacia la casa del brujo.

La entrada de la choza estaba obstruida por una losa de piedra que no representaba un obstáculo para el usuario. Traspasó las capas de materia digital que daban volumen a la roca. El interior estaba iluminado con los rayos lunares que se colaban por el follaje del techo. En el claroscuro destacaban amuletos característicos de la brujería pilapiana. Tobías vislumbró ídolos con forma de úvula y talismanes tallados en quelonita. El escenario cobró un carácter tenebroso cuando descubrió la silueta del brujo en un rincón sombrío. Dos círculos blancos resaltaban a la mitad de su rostro impasible. Se encontraba en una profunda meditación, sentado inmóvil en el suelo. Polvo y telarañas se acumulaban a su alrededor. Sobre el regazo sostenía una bola manchada de sangre reseca. 

—Rhozen nga viprho lungyn nya naaghs schom— murmuraba el anciano de forma casi inaudible—. Anehon yragosh kai fenaghn khe wanath.

Una pupila vertical se encendió en el ojo del monstruo como respuesta al intruso. La magia en general no violaba las normas internas de la simulación. Pero no significaba que ese acto de necromancia fuera más real que el resto de los gráficos animados, como los pixeles alineados encima del horizonte o la textura en el pelaje de un hircocervo. A pesar de no olvidar la verdad, la reacción de Tobías fue escabullirse de prisa. Apenas retrocedió un poco, la esfera comenzó a girar en el regazo el brujo. Movida por una vida errática, escudriñó la estancia con la agudeza que antes usaba para buscar presas en los abismos marinos. Al recaer sobre su objetivo, el órgano detuvo el movimiento y la pupila se clavó directamente sobre él. Una extraña fuerza invadió a Tobías, como si hubiera recibido la herida de un dardo impalpable. Se dio cuenta de que se hallaba expuesto. Fue recorrido de arriba a abajo por la sensación de una mirada que lo examinaba minuciosamente. Permaneció paralizado por la impotencia y la vergüenza, igual que un ladrón sorprendido en pleno delito.

— Kaemn bau tluqba ne tchug er ikguatol— dijo el brujo con desdén.

Tobías no tuvo duda de a quién iban destinadas esas palabras:

—Tú no eres el germen de todas las cosas. Te ves como un triste hombre y nada más.

El juicio de su propia creación le resultó insoportable. Se arrancó el visor y lo lanzó con fuerza contra la pared.

Una pequeña compuerta se abrió en el muro y emergió una aspiradora automática. Mientras Tobías recobraba con dificultad la noción de realidad, la máquina succionó los pedazos en que se partió el visor y los fragmentos de cristal que salieron volando. No existía una manera de explicar lo que acababa de experimentar. Tuvo ganas de patear al dócil sirviente eléctrico que se hacía cargo de la limpieza, pero conservó la suficiente cordura para saber que el hostal le cobraría los daños. Después de acabar su labor, la aspiradora desapareció por la compuerta del muro. Todo el plan de Tobías terminó en la basura, literalmente.

Se levantó de la cama y recorrió la pequeña habitación de un lado a otro, frustrado como un animal en una jaula. No tenía ni un bitcoin. Se encontraba varado en un país extranjero. Únicamente podía presentarse en Mountweasel con un montón de escritos inconexos. Se dejó caer de sentón en la orilla de la cama y se frotó los ojos con las manos. Aunque hizo el esfuerzo de no prestarle atención, sufría el extraño presentimiento de que lo observaban por encima del hombro. 

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