Por Bernardo lo sé

A Moycito,

gracias por hacer de la existencia un viaje musical.

Siento que he andado estos cerros por miles de años, aunque tengo la edad de un niño. Observo el paso del tiempo en las construcciones que emergen de la tierra; a la distancia, parece que acarician el cielo. Como el maravilloso fin de la semilla cuando da frutos. Y lo que falta por ser descubierto, pero la muerte se aproxima; no podré verlo. No quiero dejar a Bernardo.   

Abrazo las ramas de los árboles que atrapan la sombra, descanso de los baños de sol que regulan mi sangre fría. Carezco de las gotitas que llaman sudor, las que se encargan de apaciguar la hoguera en el cuerpo. Esa quemazón me recuerda que estoy viva, busco las cortinas de hojas para reposar. La naturaleza me protege. Mi silueta de la cabeza a la cola se define con espinas, prevenida para el combate. Mi panza pule el territorio en los paseos que hago cerca del refugio.

He visto la neblina despedirse al amanecer, avienta la oscuridad hacia el abismo del que vuelve. He visto el relámpago iluminar el cielo nocturno, borra el universo durante la tormenta. He visto los espejos de agua que alimentan a los campos de cultivo, y a los comensales que vienen por la cosecha de mojarras.

Unas gotitas me han tocado, se llaman lluvia. Lluvia que trae tristezas, recorren el rostro, forman cascadas desde los ojos. Ojos que poseen recuerdos, al saberse perdido lo bien amado. Amado lamento, la canción que trae Bernardo en sus lágrimas. Está preocupado por los cambios en el temporal de lluvias. Él tiene su milpa, necesita que caiga el agua esta semana, ese cosquilleo que haga surgir los brotes. De lo contrario, su trabajo se perderá en las profundidades. Vivimos una época de sequía; mi piel es de por sí reseca, estoy acostumbrada.

Además, Bernardo se enteró por los pescadores que nuestras reservas de agua han sido invadidas por corrientes turbias y apestosas. Puedo imaginar que en la laguna de Coatetelco y la presa de El Rodeo danza el viento dejando pasos ondulantes. Para contarme que de niño iba a contemplar las nubes en el agua, con su dedo trazó círculos en el suelo. Bernardo se hizo viento. Cuando el aire no era suficiente, arrojaba piedras para dibujar espirales. De tal manera, me ha envuelto con sus palabras, me hace ver lo que está lejos de mí.

Me avienta murmullos, recitales que surgen de sus experiencias en el pueblo donde nació. Coatetelco habita en su pensamiento. Los sonidos que se escapan de su boca como zumbidos de bichos advierten sobre la ocasión para cazar; supongo que de eso trata la poesía. Vuelo por los recuerdos.

–Antes se me pasaba el tiempo, trabajando en el campo. El canto de las aves y los colores del quiebraplatos impulsados por el aire, son el reloj de la jornada; los pies cubiertos por la humedad de la tierra y la frescura del agua en el bule, es la certeza de la vida. –Bernardo, suspira, su voz sigue entrecortada por el sentimiento. –Desde aquí, admiro lo que somos. En las tardes, estoy de vuelta en mi pueblo, con mi familia. Siempre estaré ahí, basta con que mires.

Dirijo mi vista hacia él, pienso en lo mucho que hemos aprendido en Xochicalco. Estoy convencida de que las palabras son vestigios, rescatan lo que fuimos, y aseguran nuestra existencia. Bernardo saca del morral los libros que le prestó esta semana, el caballero que se encarga del registro de los visitantes, al contar los boletos de la taquilla; el pago a los trabajadores y demás gastos que surgen. Empieza la lectura en voz alta:

 –No se puede uno bañar dos veces en el mismo río, dice el filósofo Heráclito. A su manera el poeta Neruda: Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos –Bernardo repite las frases, seguro que le gustan, después puede declamar las palabras de memoria.

Esas cantaletas me acompañan cuando se va de la zona arqueológica. Comprendo que hemos cambiado, mientras los nombres permanecen. Pretendo ignorar a las personas que llegan a Xochicalco, pero termino por conocerlas. Durante sus exploraciones se delatan por sus rastros sobre el piso. Bernardo ha dejado huellas en mí por sus caminatas y descansos compartidos.

Nuestra amistad surgió por un trozo de sandía; cuando se cayó al piso, me acerqué a comerlo. Bernardo notó mi apetito. Desde aquel momento, almorzamos juntos, me da frutas que al llegar a mi hocico dejan el sabor de la calma, se esparce la dulzura del jugo a medida que mastico, se desliza en mi piel cuarteada. Esa sensación pegajosa, describe lo que siento por él.

A Bernardo le gustan las pláticas. Su voz me mueve hacia él, disfruto lo que escucho, me mantengo a un lado de la piedra en donde toma asiento. Un día me sentí descubierta.

–Tú comiendo ciruelas, cuando podríamos hacernos un caldo con esa iguana –dice Josefino, también es custodio del sitio prehispánico.

–¡Cómo pasas a creer! Mejor echamos una de tus gallinas a la cazuela de barro –Bernardo sonríe a fuerzas–. Es que ya vengo comido, mi esposa preparó para el desayuno huevo con guajes en salsa verde, le gusta asegurarse que coma –tiene la mirada puesta en mí, notó un relámpago en sus ojos que lo hace hablar–. Recuerda que las iguanas han vivido en estos lugares, desde hace mucho tiempo.

–Eso que ni qué, Bernardo, siguen entre nosotros. En la casa, me hacen un tiradero de tejas.

–Josefino, van por los mangos que tienes en tu jardín. Ayer hice el corte de ciruelas, traigo para el contador, ya vez que tiene la costumbre de hacer sus compras antes de irse. Se me hace que no le gusta llegar con las manos vacías, así sepan su esposa y sus hijos que piensa en ellos.

 –En esta vida la gratitud nos ha mantenido en vida. Por eso, se sigue estilando el truque, usted y el contador, así se la pasan entre libros y frutos –dicta Josefino con voz fuerte.

–¿Te acuerdas cuando ayudamos a los arqueólogos? Nuestros antepasados aceptaron la revelación; nos lo hicieron saber con chubascos después de la sequía. Nunca hay que fallarles a los Aires con sus ofrendas en la festividad de San Juan Bautista.  

–Tú entregaste el traje de chinelo. Mira pues, a tus años Bernardo, te empeñaste en bordarlo con tus propias manos como trabajas en tu sembradío.  Por eso pusiste la milpa, ¿verdad?

–Sí, soy guardián de la tierra porque me da de comer. Quise entrar a la comparsa de chinelos con un traje que después usarán los hijos, y en una de esas, los nietos. Puse caracoles que atraen el agua del mar; ojos de iguana que resguardan la lluvia en los cerros; Xochiquetzal en el volante; la serpiente emplumada en el sombrero. Borde con lentejuelas y chaquiras lo que he aprendido en mis jornadas de trabajo.

            A Bernardo lo hubiera reconocido en el brinco de chinelo por sus pisadas firmes y seguras. Las percusiones de sus botines sobre el suelo como el eco que llega a mi cuerpo, por el retumbar de tambores y caracolas, durante las danzas de concheros en primavera. Bernardo cree en el poder de la música y el baile porque sirve de agradecimiento y petición: del viento quiere el temple y de la tierra pretende el amor; de la lluvia desea la generosidad y del sol anhela la fuerza.

El día del equinoccio prefiero quedarme en mi hogar, llegan muchos visitantes. Soy privilegiada porque tengo la vista perfecta: el escondite en los árboles y la terraza sobre las piedras. Anticipo el arribo de invasores y percibo el aroma de la reproducción. Poseo el mundo desde las alturas. Sólo me muevo de mi hogar, mientras dura el cortejo.

Aunque el peligro puede estar en uno mismo. De manera repentina, Bernardo tuvo un sube y baja de peso, su cara se esponjó como sapo; dejó las conversaciones por dormirse; el llanto y el silencio ocupó el lugar de las palabras; sus pies acariciaron la tierra, su piel era como la mía. Me enteré por un visitante de oficio médico, que su enfermedad confunde a las células, se atacan entre sí, lo propio se ve como ajeno. El daño sucede, no hay vuelta atrás.

Bernardo le contó que nuestra ciudad también padeció esa enfermedad, cuando un grupo de pobladores atacaron a las autoridades y los sacerdotes, los sabios y los artistas. Eso lo entendió por la dama que se hizo cargo del rescate de la zona arqueológica. Ella decía que los filósofos hablan de la vida, pero los cimientos de la vida son el pasado. Bernardo cree que los antropólogos son curanderos, cuidan del futuro con sus testimonios.

Una vez, fuimos a las entrañas de la tierra. La puerta que se abre al ras de las construcciones para ver el cielo. Ante la oscuridad tuve miedo a ser devorada, miedo al no retorno, pero me salvó la tormenta de luz, el sol me trajo aliento; vi los huesos de la mano de Bernardo, sus dedos largos parecían desvanecerse mientras explicaba que la lectura de las estrellas en el observatorio, era la manera de predecir el tiempo y tener buenas cosechas. Para el equilibrio en el cielo y la tierra, había intermediarios: sacerdotes y deidades, guerreros y jugadores de pelota.

Bernardo disfrutó de mi lugar favorito, estos arbolitos que abren sus ramas al horizonte, al borde del peñasco; a unas piedras del precipicio, a unas piedras del cosmos. Siempre estuvo conmigo, mientras su corazón lo quiso. Mi corazón no quiso dejarlo solo, ahora el reto será mío. Estar sin verlo, me acompañarán sus dichos.

El aire trae misterios, las respuestas se hacen eternas. El sueño de la humanidad se ha realizado ante mis ojos que saben escuchar. La historia suena en Xochicalco. Pronto me reuniré con Bernardo, él va marcando la brecha para el reencuentro.

Su hijo más joven me trae comida en absoluto silencio; unos días antes de morir, se lo encargó Bernardo: “no te olvides de la milpa, protege el legado de nuestros antepasados, y cuida a la vieja iguana que me ha escuchado”. Los compañeros de Bernardo supieron de la anécdota, y le indicaron en donde encontrarme, ya se habían dado cuenta que hablaba conmigo.

A Lorenzo se le ha ido en ver, y dibujar. Un día me mostró su libreta para que me viera, con unas líneas hechas a lápiz que realzaban la luz en la hoja de papel. Una niña se acercó, y dijo “vi a ese fantasma en el museo, me gustó mucho”. Lorenzo escribió su nombre antes de entregarle el dibujo.

Sigo los pasos de Lorenzo, tenemos a la vista el museo, una preciosa bodega donde guardan nuestra herencia, nos devuelve lo que fuimos. El señor que pensó el museo tuvo que enfrentar el desafío de este cerro para que todo funcione: reservar el agua de la lluvia, hacer que la frescura fluya entre los muros, y transformar la energía del sol en electricidad. Lorenzo algún día hablará de nosotros, incluso con sus dibujos. Estoy tranquila, nos salvaremos del olvido.   

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *