1
Hundo mis manos en la fuente del zócalo.
Las flores se desprenden de los árboles
y tal derroche llena los pasillos, la calzada toda,
donde los artesanos parten caracoles
Golondrinas y otros pájaros descansan en un cable.
y los rellenan de jade.
Golondrinas,
en la espalda del héroe.
Brillo en la piedra negra en la que se ha aquietado.
En el corazón del zócalo,
niños escondidos fuman marihuana
y otros venden collares de colores.
Los danzantes queman sus pies como una manda.
Tambores, semillas secas en los tobillos,
el ritmo cifrando una palabra nunca dicha.
Un silabeo.
Plumas que parten el aire; sus escamas fulgurantes,
rozan la piel desnuda de la doncella en supuesto sacrificio.
Aquí, ¿qué dios se nutre con la farsa?
Me atraviesa el hilo vibrante de la ensoñación:
No me exijas lo que no puedo darte.
No puedo responder a tus preguntas.
A estas calzadas negras
yo sólo vine a leer poesía.
Tomo en mis manos
el libro que poseíste
y al abrirlo
tu aroma se libera.
2
Ahora sé, como un augurio,
que mi vida acabará
igual que acaba un suspiro,
una tormenta.
Frente a tu rostro,
tan inmortal,
perdido entre la gente triste;
o frente a tu cuerpo,
que flota en el baile de insectos diminutos,
me dejo caer en una banca
y te espero.
Caen para mí tus rayos,
sorteando la densidad de los follajes,
como una fuerza que me destila
y me confina a otra tierra.
Allá, en tu territorio, ¿qué soy?
Paloma o niño.
Una canción sobre tu manto.
Y si vuelvo hacia ti la mirada,
un remanso fluye hasta mi boca,
como si las alas de los palomos de pecho irisado
arrojaran vientos de huracanes.
Aquí, el suelo del zócalo
devora el sudor caliente de nuestros cuerpos.
Aquí,
los danzantes marcan tu paso,
perdido entre la gente,
hecho signo en una piedra.
Y es mi pensamiento,
nervadura de pétalo en tu rostro,
tendido como un dios hermoso en la palma de mi mano,
lo que me dicta
la verdad irrevocable de mi muerte.
3 León Alado
No tuve tiempo de retener a Antínoo
Margarita Yourcenarf
Fuimos a la caza del león,
agazapados, como si nosotros fuéramos la fiera.
Lo esperamos cerca de la charca arenosa cubierta de juncos.
Decíase que el león acudía a beberse allí la noche.
El aire era el otro león que respira dentro del pecho anhelante y frío
y vaticinaba el tiempo de la batalla
como si esa lucha ya se librara dentro de nuestro corazón ardiente.
Pero estaba allí el frío, antes que la bestia
y venía a estrellarse contra la coraza de hierro,
levantando un poco el envés de la capa, roja por debajo,
como para más enardecerlo.
Y apareció de súbito la bestia real,
tan hermosa como terrible.
Negra como la vida, la fuerza natural caía sobre sus hombros.
Bebía.
Como nosotros, esperaba.
Y yo, tratando de apresar antes de su cuerpo, su sombra,
no pude retener a Antínoo.
Dio rienda suelta a su caballo,
lo empujaba la juventud y la muerte, o el deseo de vencer la muerte,
y lanzó como un atleta de los templos, su pica y sus dos jabalinas.
Herido del cuello, el león se desplomó batiendo con la cola.
Tanta arena levantó su peso
que sólo veíamos su sustancia informe.
Era un rugido lo que se materializaba.
Pero se levantó.
Miró con furia al joven bello y dispuso el sacrificio.
Él, desarmado, casi desnudo, predijo el ataque del león ahora de fuego,
ahora alado por suerte divina, ya grifo transformado, y no se movió, orgulloso.
Interpuse mi caballo, ofreciéndole el muslo descubierto, y respiré la sangre de la fiera disuelta por el céfiro.
No me resultó difícil rematar a la bestia herida.
Y absorto por ese instante donde la belleza se une con la muerte,
creí que la víctima había sido yo mismo.
Que era mi cuello el que yo mismo atravesaba.
Ante el ímpetu de una juventud que ya no es mía,
cayeron sobre mí todos los destinos:
arrastraré su amor hasta mi sangre,
veré cómo será obligado a ser dios a causa de su belleza,
cómo será retratado mil veces por mis escultores,
con los cabellos sujeto por bandas
y desnudo del cuerpo, quizá un poco ofrecido a las bestias de los siglos,
como ahora, al otro león de Nemea.
Mientras yo,
me despierto en medio de la noche,
buscando atrapar esa presencia que todo lo contiene,
sólo para darme cuenta que yo he sido el que verdaderamente ha muerto.
Licenciado en Humanidades por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Cuenta con una maestría en literatura clásica por el CIDHEM, una maestría en Educación por COLMOR y un Doctorado en literatura mexicana por la UNAM. Ha publicado diversos artículos de investigación en revistas arbitradas del país e internacionales, siendo la más reciente su participación en el libro Estudios Científicos sobre el Área de las Humanidades en los Espacios Científicos Ruso e Iberoamericano: colección de artículos científicos de la Universidad Federal del Sur (Rostov del Don, Rusia, 2020). Ha publicado libros de texto para las materias de español y comunicación en la Editorial Trillas, así como los siguientes libros de poemas: Los placeres y las ruinas (2002) Cuerpo interrumpido (2004), León Alado (2006), Retrato de niño ahogado en sangre y luz (2009), Nuevo tratado de Uranometría (2015), El lago exilio (2017) y ha participado en varias antologías poéticas del país. Ha ganado los Juegos Florales Lago de Moreno 2016 y el Primer concurso Nacional de Cuento lgbtttiq+ del Instituto de Cultura de Zacatecas en 2016, así como una mención honorífica en el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz (2018) con el libro de poemas El sonido de la luz cuando se aleja (2019), el primer lugar en el certamen nacional de creación en San Juan, Querétaro con El libro de los ascensos (2021) y el primer lugar en la convocatoria de publicación del Fondo Editorial del Estado de Morelos con el libro de ensayos Breve mapa de los incendios, la poesía mística de Elsa Cross. Actualmente es profesor investigador de literatura y español.