¿Quién cuidará a Patsy por mí?

Sucedió cuando revisaba las recetas. Buscaba la orden del doctor, el horario y el tipo de examen que me realizarían al día siguiente: ¿era de sangre, de orina u ambos? Acababa de darle sus galletitas a Patsy. En el horno se cocinaba la pizza tamaño familiar que me comería en el desayuno. Mi pequeña estaba inquieta, noté que quería salir, pero primero tenía que ubicar la orden médica. Desde hace días atrás un leve dolor se acentuaba en mis costillas. Hace poco, luego de limpiar el sudor que se albergaba en mis pliegues, tuve que sentarme para respirar profundo. Me acostumbré a sentirme mal todo el tiempo. El dolorcito nuevo era algo más que anotar en la larga lista de dolencias que padecía.

Mi sala estaba desordenada. En la cocina, los platos se apilaban en el lavadero. El único lugar que tenía impecable era la casita de Patsy. La orden no aparecía. Mi pequeña Patsy meneaba su larga cola olisqueando el aire. Me detuve ante un mareo, el incómodo malestar sobre mis costillas me hizo meditar sobre las posibles causas de ese nuevo síntoma. El sonido del celular interrumpió mis pensamientos.

—Aló mamá.

—¿Estás siguiendo la dieta?

—Sí, má.

—¿Ya botaste a esa asquerosa rata que tienes por mascota?

—No, má.

—Espero que lo hagas pronto, acuérdate que llegaré en un mes.

Colgó antes de poder decirle algo. El sonido de la campanita del horno alertó a Patsy. Pensé en ir hacia la cocina y dejar atrás los papeles entreverados de recetas y resultados de exámenes sobre la mesa del comedor. Era hora de desayunar y soltar a Patsy. Antes de moverme, por un momento, me transfiguré en un gong. Una mano gigante e invisible levantó un mazo igual de invisible e igual de gigante y lo hizo retumbar sobre mi pecho. El momento pasó y en mi retina quedó grabada Patsy, ajena a mi muerte. Salí ligera de mi cuerpo y empecé a errar por mi sala. Patsy no parecía verme en mi nuevo estado, pero si a la gran masa de carne y grasa que estaba tirada en el suelo. Mi gesto era grave y tenía los ojos entrecerrados de horror. Mis manos o lo que eran mis manos reposaban sobre mi pecho, retorcidas. Miré por la ventana. Los vecinos de siempre estaban haciendo las actividades de rutina. Me acerqué a la puerta y la vi tan angosta. Recordé las palabras de mi madre. «Si sigues engordando así no pasarás por el marco, tendrán que reventar las bisagras para que te puedan sacar…» A esas alturas ya no importaba ¡podían sacarme en pedacitos si es que eso quieren! Me preocupaba mi querida Patsy. Podían pasar días antes de que alguien se percate de que la gorda mórbida de la quince no ha salido de su departamento. Intenté sacar a mi pequeña de su refugio decorado, tenía alimento para el resto del día, y agua para dos días más. Sin embargo, no pude asir el cerrojo.  Estaba acostumbrada a compartirle de mi comida que le daba en su hocico. La pena me invadió. Con esta forma incorpórea no podía hacer nada por ella. Pasaron las horas y no veía solución a la situación. Patsy dormitaba cuando cayó la noche. Mi única esperanza era que alguien se acuerde de mí y venga a visitarme. O que traten de comunicarse conmigo y se den cuenta de que no contestaba el móvil. Podría ser mamá o mi hermano que vivía en Houston.

Amanecí rezando para que suceda pronto lo que anhelaba. Ni el timbre ni el celular sonaron. Patsy estaba más inquieta que nunca. Por un momento maniobró la cerradura sin éxito. Mi cuerpo seguía tendido. Una tupida fila de hormigas visitaba mis linderos. Patsy empezó a dar vueltas haciendo círculos y emitió sonidos que no le escuché antes. Por la tarde, por una rendija del balcón, se asomó un hocico lleno de pelos junto a unos ojos negros vivaces. Era otra rata como Patsy, solo que ésta era negra y más pequeña, menos robusta y, además, fea. La vi acercarse a mi cuerpo husmeándome. De ahí fue hacia la casita de Patsy. Al rato, mi mascota estaba liberada. Ella no me buscó de inmediato, se tomó su tiempo. En tanto mis carnes empezaron el proceso de descomposición. Las heces y orines empezaron a salir de mí. La otra rata se fue por donde vino. Cuando empezó a anochecer, Patsy pasó su naricilla fría por el lóbulo de mi oreja izquierda. En ese momento sentí que podía “descansar en paz”. Tal vez mi pequeña podría sobrevivir, irse y encontrar alimento como las otras. Antes de tratar de salir de ahí la vi recorrer mi obeso cuerpo. Me di cuenta que mordisqueó la piel de mis piernas. ¿Querría comerme? Me quedé a observar entre defraudada y curiosa. Patsy, mi pequeña, hurgó mi disperso vientre. Lo arañaba como queriendo despertarme. Luego lo empezó a morder furiosa. En eso, por el mismo hueco del balcón se asomaron una nariz y unos bigotes. No era la misma de la tarde. Era una rata enorme, barrigona, con una larga cola que me llegó a incomodar. Pasó con dificultad, a través del agujero. Patsy subió sobre mi pecho, levantó sus patas y se irguió. Detrás de la rata grande, otras tres ingresaron directamente a comer de mi cuerpo. Parecía que Patsy no sabía qué hacer, si huir o enfrentarse a las invasoras. La escena era tensa y yo solo podía observar. Patsy bajó sus patas delanteras, se acercó a mi rostro y empezó a comer mis labios.

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