PERDIDOS

Ya le dije a Simón que, si va a empezar a inhalar piedra, al menos se vaya a otro lado. A otro cuarto, fuera, donde ni siquiera lo vea. No entiende. Sacó su caja de zapatos donde guarda los materiales: una charola metálica, un encendedor, un tubito de paleta de plástico y la bolsa con las piedras. No quiero verlo, pero es imposible. Cogió la charolita y depositó ahí un poco de piedra, moronas. Entonces prendió el encendedor y empezó a quemar. Se empezó a producir ese humito blanco que él absorbe sin desperdiciar nada con el palito de paleta hueco. Inhaló fuertemente y repitió la operación.  Lo miré desde mi rincón. Hizo todo con calma y poco a poco se le vio más relajado. Sonrió. Yo me hice la que no vi nada y seguí en lo mío.

Ya no recuerdo ni cuando empezó todo esto. Solo recuerdo que lo primero que se supo fue que muchos niños estaban desapareciendo. Chamacos que aún los veías jugando al futbol en la calle y al otro día ya no. Había listas de desaparecidos que crecían sin parar. Quizá no era novedad, pero en esas cantidades no se había visto antes. Los niños eran buscados por la policía y se anotaban en bases de datos nacionales. Algunas gentes empezaron a formar grupos de búsqueda, cansados de la falta de resultados del gobierno para resolver el montón de casos pendientes.

            Cuando conocí a Simón, él era muy diferente. Me buscaba seguido y pasábamos buenos ratos. Me compraba cosas, me decía que le gustaba y me besaba. Si se le ocurría, venía por mí a la noche, me chiflaba desde fuera y yo salía con cualquier pretexto, tomaba mi sudadera y lo veía en la esquina. Nos comíamos unos tacos, otras ocasiones íbamos directo a la casa en construcción que está a unas cuadras de la mía. Nos íbamos hasta el fondo y nos empezábamos a tocar y a besar. Él era muy fogoso. Poco a poco fuimos llegando más lejos. Primero nada más eran toqueteos, después me empezó a pedir que me quitara la blusa y me levantaba el brasier, sin quitármelo. Después ya empezó a quitarme más ropa y él se bajaba los pantalones. Así llegamos al día en que lo hicimos todo. Fue muy bonito.

            Ayer me enteré por Cuca, la prima de mi papá, que a la señora Adela, que vive apenas a una cuadra de nosotros, se le perdió su hijo de siete años. Ese niño es bien tranquilo y no se mete con nadie. De un día a otro desapareció. Nadie sabe de él y la mamá pues está desesperada. Empezó su calvario: ir al ministerio a levantar el acta, de ahí le recomendaron hablar al Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes, vueltas y vueltas. Hay que repetir una y otra vez la misma historia: que dónde lo vio la última vez, que cómo iba vestido, que, si conoce a sus amigos, que a dónde acostumbra ir.

            Simón ha ido cayendo cada vez más. Ya no trabaja, nada más anda con sus amigos y viene cuando se le da la gana. Cuando quiere comer o necesita dinero. Ya le dije que esto no puede seguir así. Hay días que está de un humor de perros, que ni hay que contradecirlo. Se pone medio violento. Muy pocos momentos está bien, es amable y hasta cariñosos conmigo. No sé porque me enganché con él, pero ahora ya quisiera que me dejara en paz. Imposible. Mis hermanas me dicen que ya lo deje, que me consiga algo mejor. Ellas no saben lo difícil que es Simón, no hay manera con él. No me va a dejar en paz nunca.

Comencé a preguntar a la gente del barrio. ¿En qué estaba metido Simón? Alguien me dijo que estaba trabajando para unos tipos que antes le habían vendido la piedra. Nadie sabía dónde estaban. Otro me dijo que Simón estaba actuando muy raro y se le veía llegar tarde a su casa siempre, acompañado de tipos con cara de maleantes. Estaba metido en algo turbio, seguro. Aquí todo el mundo lo conoce y sabe que es un bueno para nada. Alguien me contó que ahora cargaba mucho dinero y gastaba mucha lana en los antros.

            Por fin a alguien me dio un nombre para investigar. Lo busqué hasta llegar a una dirección, no muy lejana a mi casa. Una colonia más pobre que la nuestra. Tenía que saber más…Llegue por la tarde a esa casa de la colonia El zapotillo. Me dijeron que ahí podría encontrar a Simón. Encontré la calle y el número, que traía apuntados en un papelito. No había nadie en la entrada, así que abrí la reja y caminé por un pequeño pasillo oscuro y sucio. Con un poco de miedo seguí caminando hasta un patio interior: pequeño, sucio, lleno de tendederos vacíos. Los pasillos estaban cubiertos de basura, latas, trebejos y juguetes de plástico ennegrecidos por el tiempo. Al fondo había una puerta metálica sin pintar. Estaba entre abierta así que me decidí a entrar por ahí. Por su estado, supuse que era una casa abandonada.

De repente oí ruidos al interior. No sabía que pasaba. Vi al primer niño en el suelo, apenas con un pantalón viejo y raído. Flaco y mocoso. El me miró con unos ojos bien grandes y me agaché a tocarle la cabecita. No entendía que hacía ahí. Dejé al pequeño y seguí por el pasillo hasta una nueva habitación. Ahí la sorpresa fue mayor: había varios niños descalzos, con poca ropa, sucia y vieja. Unos jugaban con los trebejos del cuarto. Otros peleaban por un objeto cualquiera. Uno más allá, pequeño lloriqueaba sin parar. ¿Qué es esto? Pensé parada en medio de la habitación. Me sentía aterrada. No sabía cómo reaccionar. Cuántos niños solos, descuidados. En eso escuché que alguien estaba fuera, abría la puerta y entraba.

 Volteé a ver y para mi sorpresa era Simón, con una pistola en la mano. No sé si su sorpresa fue mayor que la mía. Estábamos boquiabiertos. “Que haces aquí?”, dijimos casi al mismo tiempo. El bajó el arma y se me acercó, queriéndome abrazar. Me retiré hacia atrás y tomé uno de los pequeños de los hombros. Lo atraje hacia a mí en cuclillas. “¡Explícame qué hacen estos niños aquí!”

Simón estaba nervioso, enojado, sorprendido aun por mi inesperada presencia. Los niños nos miraban sin acercarse, con unos ojos hundidos y miedosos. “Yo no sé nada, solo me pagan por vigilarlos”, fue lo único que atinó a decir. “Estos niños son robados, Simón. ¡No te das cuenta?” Se quedó pensativo un instante y se le subió el color al rostro. “Vete, no tienes nada que hacer aquí. Si vienen mis jefes se armará una gran bronca”. No podía creerlo aún, Simón estaba involucrado en la desaparición de esos inocentes. Si no los raptó él, si era responsable de tenerlos en ese cuchitril, de resguardarlos para sabe dios qué fin.

Agarré a un par de niños de las manos y empecé a caminar hacia la puerta. “Tenemos que liberarlos. Sácalos de aquí, aún es tiempo de arreglar esto Simón”, le dije con calma, tratando de no gritar. El me miró furioso. Me arrebató a los niños de las manos y me empujó hacia la puerta. “Vete de aquí, eso no va a pasar. Si te vas ahora no tendré problemas. No me obligues”. No podía creer lo que escuchaba: “Que no te obligue a qué?”

Estaba fuera de sí. Quise salir de ahí, pero al girar la cabeza me di cuenta que tenía la boca del cañón en la frente. Me inmovilizó en un segundo. “No me hagas hacerlo”, dijo Simón con cara compungida. “Te juro que lo hago”, agregó. En ese preciso instante, los niños que nos rodeaban se dieron a la huida. Los oí correr hacia fuera del cuarto. No sé cuántos eran, pero más de los que yo había visto. Entonces Simón echó a correr hacia la puerta, quitándome la pistola de la frente y cerrándola con un puntapié. “No te muevas. Quédate ahí, voy por esos escuincles”. Yo me hice hacia atrás, y me puse en cuclillas. Los tres niños que no pudieron salir, se acercaron a mí y me abrazaron. En sus caritas se veía una angustia que seguramente tenían desde que los capturaron. Los abracé y traté de tranquilizarlos.

Simón no regresaba. Me asomé a la puerta y no lo vi. Ése era el momento. Tomé a los tres niños y salí de ahí. Empezamos a correr hacia la calle. No había nadie afuera. Uno de los pequeños cayó al suelo. Lo tome en brazos y seguimos corriendo. Sentía miedo y cansancio. De repente oí un grito: “! Adriana, vuelvan acá!”. Me paralizó. Voltee a mirarlo. Estaba cerca de la casa, pistola en mano. Tenía una cara muy rara. Yo temblaba.

No sé dónde saqué fuerzas para decirles a los pequeños que debíamos correr. Ellos me miraron con esos ojitos tristes y siguieron mi instrucción. Seguí corriendo. Miraba hacia los lados, a ver si encontraba un policía, alguien que pudiera ayudarme. Nada. Corría tropezando por la prisa. Sentía que el corazón se me salía. Ni siquiera miraba la cara de los niños, a los que casi hacía volar.

Avanzamos unas cuadras con Simón atrás de nosotros. El gritaba de vez en cuando. Cuando sentí que por fin nos alejábamos de él, escuché el primer disparo. Fue al aire, pero su mensaje era claro: no estaba jugando. Empecé a sudar. Los niños me miraban con terror.  No había marcha atrás. No podría salvar a todos, pero a éstos tres, sí. Voltee para comprobar que él nos seguía, no corría, pero daba grandes zancadas. Los pequeños corrían llorando. Mi corazón se me salía del pecho.

Entonces oigo el segundo tiro. Él está cada vez más cerca. Me detuve y le grito: “¡Déjanos ir!, no le diremos a nadie”. Se detiene. Está furioso. “No te vas a llevar a esos niños, me matarían”, dice entrecortadamente. Yo no puedo traicionarlos. No queda de otra. Me acomodo al pequeño que cargaba y empezamos a correr otra vez. Veo que él no avanza y eso me da más temor. Siento que una gota de sudor resbalaba entre mis pechos. Entonces escucho el tercer disparo. Suena distinto a los anteriores. Me detengo y bajo al pequeño. Mis piernas se doblan. Veo como en cámara lenta cómo sucede todo. Me desplomo en la calle y los niños empiezan a llorar más fuerte. Caigo levantando el polvo y enterrándome cantidad de piedras pequeñas en las manos y rodillas. Ninguno se mueve. Golpeo con la cara en el duro asfalto. Veo como Simón se me acerca lentamente, con cara de enojo y remordimiento. Lo último que viene a mi mente es: “Simón no me va a dejar nunca en paz”.

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