Un último rezo

Te intenta atrapar pero la esquivas de nuevo. Es inútil seguir escondido y huyes cerrando puertas por detrás para ganar unos minutos. Desciendes varios pisos y sales a la ciudad que vaciaron desde días atrás. Corres rumbo a la iglesia del barrio: “Allí hay esperanza” murmuraron tus vecinos antes de desaparecer.
Cuando llegas, empujas con dificultad el portón de la entrada, te cuelas y lo regresas a su lugar. Dentro, la penumbra es rota por la iluminación del atardecer que decae en los vitrales. Te arrodillas frente al altar, encima cuelga una enorme y vacía cruz.
Tejes tus manos en un puño doble y descubres que no sabes rezar: eres ateo. Intentas recordar qué sigue tras “Padre nuestro que estás en los cielos”. No lo logras y te distraes con los grandes, inútiles, clavos en cada trasversal del gigantesco crucifijo.
La luz casi ha muerto cuando, crujiendo, se arrodillan junto a ti. Por el rabillo del ojo ves cómo tu acompañante junta las palmas e inclina la cabeza. Su largo cabello cae y tapa su rostro. Inicia la letanía que no recordabas. Entonces aprovechas para acompañarlo en un murmullo algo desfasado. Cuando el destello final del sol refulge en la iglesia llegan al “Amén”.
Te das la vuelta y tomas de los hombros a tu compañero. Deseas agradecerle su ayuda en un momento tan difícil. Con la tenue, última claridad del día, estás frente al rostro de Jesucristo: encarnó en la figura de madera que debería colgar en la cruz. Sus ojos pintados no ocultan su terror y empieza:

—Cordero de dios que quita los pecados…

Cuando el portón retumba fuertemente al abrirse de golpe, Cristo, temblando, te abraza de súbito y susurra “Sálvame, ya no hay cielo” mientras la crepitante negritud los empieza a envolver.


Foto de James Kovin en Unsplash

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