Decisión tardía

Camina de puntas al lado de los charcos de sangre. La escena ya no la conmueve como antes. Desde hace tres años que él se transfigura. Cada noche, iluminada por la luna llena, se inicia la rutina del horror.

Ella embelesa a un pueblerino con sus encantos, lo lleva a los matorrales o una zona oscura, y antes de desnudarse ante él, ve al gran lobo llevárselo del cuello hacia la guarida. Llora mientras espera al amanecer para ver a su esposo como el humano que suele ser; con el estómago lleno y sus ansias de asesinar satisfechos. Entre los dos esconden los restos. Analizan el mapa y emprenden otro viaje para no ser encontrados.

Es agotador vivir así, sin poder escapar: ella de él y él de su maldición. La esposa siente que en la siguiente luna llena no podrá seguir con el ritual de la muerte. O no querrá. Llegado el día empieza la transformación, se ensancha el tórax, crecen los brazos, los pies se hacen patas enormes; el hombre lobo afila sus colmillos contra la corteza de los árboles; ella no sabe cuán agudos son, el miedo a ser devorada viva la aferró a ser cómplice de la barbarie. Queda poco tiempo para la conversión total.

Sale, como siempre, en búsqueda de una presa. Hace cómo que camina. Se detiene, voltea y retrocede. Su esposo, ya no es su esposo, es la bestia que dejó de reconocerla. El pelambre se mancha de carmesí. Su dolor es mortal. La mordida es rauda y certera. Los charcos ahora son de sangre de ella.

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