Pavel R. Ocampo
Un error tipográfico quiso tu nombre. Se supone que serías Verónica, pero una conjunción de teclas atoradas y un descuido dieron como resultado Vera. Así está bien, dijo tu madre cuando la secretaria se detuvo e hizo visible su equivocación. Puedo usar otra hoja, respondió la mujer presta a servir. No, así está bien, sentenció tu madre. Qué nombre más bello, por siempre perpetuado, atrapado, entre las dos estaciones favoritas de tu madre. Fuiste, entonces, Vera. El final de una prima y el comienzo de un no.
—Primaverano —pronuncié cuando te conocí. Había incluso una cadencia que fluía y hacía discernibles ambos significados.
Sonreíste con timidez. Detrás de ti los cerros y las nubes multiplicaban sus formas mientras sus colores se diluían en el atardecer. En algún punto, la más absurda de las visiones se conjugó en ti: una corona de luz solar que escapaba por detrás de una nube y tiñó de arrebol tus mejillas morenas.
—Necesito otro comienzo —pronunciaste después de unos kilómetros. Era la respuesta a la pregunta que te había hecho.
Te miré con una curiosidad breve, no quería que te sintieras hostigada por mí; no cuando el miedo podía embarrarte de sal el rostro. Asentí.
—Es un buen estado —dije.
—Es otro estado. —Sonreíste.
Volteaste hacia la ventana. Tu cabello caía espeso y rizado sobre tu espalda, pero yo estaba mirando tu reflejo. Los momentos de oscuridad me revelaban sobre el vidrio tu expresión con mayor contraste. Extrañabas algo que yo ignoraba: ¿un hombre? Guiada por mi pesimismo pensé de inmediato en la improbabilidad de ti entre mis brazos y en el peculiar humor que tenía el destino para burlarse de mí, siempre poniéndome ante seres tan hermosos; miradas cautivadoras, sonrisas inciertas, conversaciones misteriosas.
Quise atrapar un poco de tu aroma, pero mis esfuerzos sólo me trajeron los olores del desodorante del autobús, una frivolidad metálica y el panecillo cálido de algún otro pasajero.
—¿Un novio? —me atreví a preguntar. Pensé que era mejor disiparte de mis deseos antes de que fuera demasiado tarde.
—No. —Tu rostro se volvió hacia mí. Por tus ojos supe que el dolor estaba a punto de rebasarte, algo que no alcancé a percibir en tu reflejo.
Esperé en silencio. No quería presionarte para que me dijeras nada más, pero no estaba segura de que tú no quisieras que yo te preguntara. Qué extraña ambigüedad, qué difícil camino para seguir en los pensamientos.
Paso Morelos quedó atrás después de una breve revisión por parte de los supervisores de la línea de autobuses. Tras él, el camino quedó nuevamente solitario. No había luna en aquella noche; no había estrellas; no había nubes. Quizás era esto lo que querías como nuevo comienzo: la ausencia del mundo. Quizás la oscuridad —o vacío— de afuera nos era perfecta; quizás al bajar del autobús nos encontraríamos tú y yo solas en el mundo y podríamos vernos para siempre. En aquel momento pensé que no me importaría pasar la vida explorando tu aroma y las formas de tu cuerpo. Los pies me temblaban, incluso contraídos bajo el asiento, de solo pensar en el ébano de tus piernas y la recompensa en donde culminan.
Observé tus párpados aleteando parsimoniosamente y supe que quería verlos al despertar cada mañana, acompañarlos a descubrir el primer haz de luz matutino.
—¿De verdad es un buen estado? —preguntaste después de un rato.
Me tomó un momento sacarte de mi cuerpo para poder entender tu pregunta. Era extraño, recuerdo haber pensado, cómo la realidad de mi cabeza y la tuya existían simultáneamente en aquel breve espacio de dos asientos.
—La comida es buena —dije—. No mejor que en tu ciudad, pero bastante buena. Los helados de sabores son un gran descubrimiento. Son sabores improbables, decía mi madre. O rebuscados, decía mi padre. Es una ciudad pequeña, pero cada callejón oculta una historia.
—¿Y la gente?
Te miré con fijeza, tratando de separar esta conversación de la pasión que ya te había entregado en mis pensamientos.
—Los hombres son hombres adonde vayas —sentencié. No valía la pena endulzarte la llegada.
Permaneciste en silencio. Quizás acababa de arruinarte la perspectiva de un nuevo amor, de un romance tórrido en una calle colonial; quizás te había enfriado los cafés de la mañana y las pasiones de la cama. Oh, Vera. Yo quería tanto darte aquellas pasiones.
—¿Hay trabajo? —preguntaste.
—Hay necesidad.
De nuevo el silencio. Volví a examinarte. En cada atisbo dirigido a ti descubría algo nuevo y esta vez no fue la excepción. No deberías ser ingenua. Tu rostro delataba dolores y decepciones, ahogos, tristezas. Parecías rebasar los veinte años. Yo tenía casi cuarenta. La edad nos hacía más improbable el amor, aunque no imposible. Quizás excitante.
—¿A qué te dedicas? —pregunté.
—Cocino. —Había un dejo de vergüenza en tu voz, y yo recuerdo haber pensado que no tenía razón de ser, que quizás los sabores eran los placeres más cercanos al amor… No por nada el amor también se saborea.
Pensé en contratarte. En pedirte que cocinaras para mí todos los días, pero eso sería una ventaja amarga de mi parte, y ante tu vergüenza quizás verías que intentaba aprovecharme. Pensé en darte dinero sin ninguna atadura para demostrarte la legitimidad de mis intenciones. Pensé en darte todo porque quería a cambio aunque sea un poco de ti. Sólo un poco. Lo que fuera. Quizás sólo esto que ya me dabas, quizás tu voz o estos minutos. Quería más, por supuesto. Pero podía vivir con el recuerdo de ti. Podía vivir uniendo tu nombre en las estaciones y por siempre esperando encontrarte en el equinoccio.
Pensé en contratarte, pero tampoco tenía dinero.
—Tengo un amigo que tiene un restaurante —dije—, si me das tu número puedo decirle.
Sonreíste y tomaste mi mano en señal de agradecimiento. Quise entonces hablarte de la frescura del sol y del calor de la sombra de Morelos. Quise describirte los sabores del estado, del arroz y sus mullidos granos, de los higos y mameyes, de los aguacates volcánicos. Quise saborear contigo las posibilidades que encontrarías en los ingredientes: las cecinas, los tacos acorazados, los moles y tlacoyos. Quise narrarte sus calles coloniales y la lucha de sus habitantes contra la modernidad. Nos vi resbalando por el empedrado y recorriendo de noche el zócalo; comeríamos mollejas, patas y chapulines, y esas otras cosas que tú no conocías como botana. Quise hablarte de sus leyendas y sus nombres y descubrir aquellas que ni siquiera yo sabía.
Vera. ¿Quién nos había quitado estos 20 años decidiendo que naciéramos tan lejos una de la otra?
El autobús brincó y te vi levantarte. Un chirrido desgarró el acero debajo de nosotros. El viento penetró por las ventanas, los vidrios restallaron en el interior, las llantas clamaron. Los gritos salieron despedidos hacia la noche. No solté tu mano. Nuestros cuerpos se agitaron con fuerza. En un instante estaba fuera de mi lugar, tú conmigo; otro cuerpo sobre nosotros. El camión se volcó y las luces se apagaron.
No sé cuánto tiempo pasó. No sé en qué momento abrí los ojos porque durante todo el tiempo estuvimos en penumbra. Pero te supe cerca: mi mano aferrada a la tuya.
—Vera —pronuncié. Silencio.— Vera.
Aparecieron los gemidos, los temblores, los pasos afuera del autobús. Sentí el temor de tus manos, su fuerza sobre la mía. Vera, llega a tu destino, vive para escuchar esas leyendas que yo ya no podré escuchar. Prepara nuevos sabores. Y deja tu huella. Llega a tu comienzo, que de esos no hay tantos.
Te solté.
Pavel R. Ocampo. Nacido en Acapulco, Guerrero.
Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Corto José Agustín, y el Premio Estatal del mismo nombre. Ha obtenido menciones honoríficas en el XX Premio FILIJ de Literatura Infantil y Juvenil, en el Quinto y Sexto Premio Nacional de Cuento del SNEST (Sistema Nacional de Institutos Tecnológicos, 2012 y 2013). También fue finalista en el concurso nacional de literatura Gran Angular en el 20014 y 2020, y ha sido beneficiario del Programa al Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG) en el año 2013 con el proyecto “Acapulco, respuestas”.
Sitio web: https://www.lssiel.com
Me gustó esa onda de las estaciones Vera, la prima que no es je,je,je
“El final de una prima y el comienzo de un no”
Tremendo relato, amigo. La técnica narrativa conocida como La Montaña está desarrollada magistralmente, felicidades.