Cheese Pop

Para celebrar este primer aniversario de Letras Insomnes quiero publicar el cuento que envié cuando solicité el acceso a la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Escogí este relato porque cumplía con la longitud requerida, al mismo tiempo era distinto a todo lo que estaba escribiendo en ese momento. Le fue bien al relato y fui aceptado en la EERG y mi vida ha cambiado. En un año la transformación ha sido evidente, sigo aprendiendo y espero continuar sumando herramientas al repertorio de palabras que me gusta unir de vez en vez. Muchas felicidades, Letras Insomnes, gracias.

¿Esperarte?
Ni que fueras Pizza
– Anónimo

Amanecí con una terrible molestia en la espalda, el dolor apenas me dejó ponerme boca arriba. Mi gato saltó a la cama y me ronroneo al oído; esa era su forma de pedirme sus croquetas matutinas. El dolor no cesaba, intenté ponerme en pie pero sólo fue para darme cuenta que mis piernas no me obedecían, estaban ahí pero como si no estuvieran.

Desde siempre había temido a la posibilidad de quedarme sin ellas, vivir postrado en una silla, sillón o lo que fuera, dependiente, atrapado en la inmovilidad. ¿Qué sucedió, cómo fue? Las dudas golpeaban, una tras otra, formando una copiosa fila en mi mente. Opté por no hacer caso, evadir las interrogantes aunque el dolor no terminara.

Los minutos pasaron, el gato se había marchado y yo sobre el suelo, ahí quedé después del último esfuerzo por levantarme. Creí encontrarme en una pesadilla o en uno de tantos recuerdos inconclusos de mi memoria. Con el paso del tiempo los intentos por levantarme eran más aislados, la poca valentía que atesoraba me abandonaba con cada fracaso. La esperanza de ponerme en pie se había esfumado y lo único que comprobaba era la persistencia del dolor punzante.

Después de algunas horas la sed y las ganas de orinar eran incontenibles, estaba decidido a arrastrarme hasta el baño con tal de aliviar la necesidad. Sólo conseguí avanzar un par de metros antes de sofocarme con mis lágrimas. El llanto se calmó un poco cuando mis pantalones se mojaron y el olor característico de la orina llenaba la habitación, en ese momento las respuestas ignoradas cayeron.

La noche anterior salí, me asustaba la idea pero me había animado, no viviría en ese cuartucho que aunque estaba limpio y ordenado no era ni el recuerdo de otros tiempos. Los tenis nuevos que cinco años atrás me regalaste parecían recién comprados, su apariencia acusaba unos cuantos pasos de uso diario entre la miscelánea del Güero y la cama. Su color azul me recordaban tus ojos y a las aguas de la laguna de Bacalar a donde siempre quise llevarte pero nunca pude.

Caminé con dirección a la calle y el Güero me saludó desde el otro lado de la acera, se notaba extrañado de verme, le sonreí y seguí cuesta abajo. Había cambios en el barrio y supongo que para bien, no había grafitis, el perro de la casa amarilla ese que siempre me ladraba ahora me movió la cola, ¿qué onda? me pregunté. El taller mecánico se convirtió en un salón para fiestas infantiles, pensé que si hubiéramos tenido un hijo ahí celebraríamos sus cumpleaños, metros más adelante modernos condominios se alzaban arrogantes en terrenos en donde antes había vecindades. ¡Orale! exclamé cuando vi salir de ahí a un auto último modelo que pude identificar su marca. No sólo la calle había cambiado, también los coches, los vecinos. Habían pasado tres años sin salir de mi guarida, es mucho tiempo y sin tu presencia se sienten mucho más.

Cuando pasé por la que era nuestra casa, las piernas se me doblaron, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, sentí nauseas y mareo, las ganas de llorar me invadieron de inmediato. Ahí estaba yo, llorando en medio de la calle, sin saber con certeza por qué demonios decidí salir esa noche.

Era evidente que aún no estaba preparado para eso, era obvio que no había sanado. Comer todos los días vegetales y agua sin sabor no eran la medicina que me había prometido el sentido común, yo no estaba listo y el dolor de tu recuerdo me taladraba el cerebro con reproches sin sentido y en todas direcciones.

Cuando creí que recobraba el aliento una luz se encendió en la fachada de nuestra antigua casa, trate de calmarme. La puerta se abrió y saliste, miraste a ambos lados de la calle, no me viste y si lo hiciste sólo fue por un segundo, insuficiente para reconocerme debajo de este largo cabello y barba mal recortada. Pudiste creer que se trataba de un pordiosero y ciertamente no te habrías equivocado, un pordiosero de tus ojos, de tu encanto y de tu sonrisa.

Hundiste tu mirada en el teléfono móvil y después de algunos segundos llegó un motociclista, intercambiaste pizza por dinero y volviste a cerrar la puerta. Podría apostar mi vida a que dentro de la caja entregada había una Cheese pop hawaiana, tu favorita, permanecí así, tristemente hundido en los recuerdos efímeros de una memoria marchita.

El viaje de exploración había terminado, cuatrocientos metros habían bastado para terminar con una aparente rehabilitación enclenque. Insuficiente. Regrese a casa y me dormí buscando evadir la vida, los recuerdos y por consiguiente a ti.

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