Es medianoche y llueve, fue el 18 y era septiembre, conduzco un auto prestado, una llamada enciende los focos rojos, sigo una ambulancia. Tuvo vómitos y escalofríos y alguien dijo erróneamente: dengue, era una no sonrisa con el abdomen distendido; olía a muerte. Llegamos al hospital con la diástole enredada en la incertidumbre y el diagnóstico erróneo. Choque séptico por abceso hepático, dicen, no hay mucho tiempo. De amarillo y rojo está cubierto el camino al Mictlán, sigo una ambulancia, mis hijas van en ella. Dijeron no hay tiempo, tampoco sangre suficiente. Salimos de Cuernavaca y vamos al exdefe, persigo un parpadeo de rojos y amarillos. Llueve.
La sala de urgencias y su campo semántico, firmo papeles y les entrego su cuerpo. Choque séptico: ineficiencia orgánica a niveles peligrosos, mi niña sol es amarilla y se quema. Una enfermera perfora su dermis para entrar: una, dos, tres, cuatro, cinco…no encuentra la vena, su presión sanguínea es insuficiente. La residente es joven y se ve cansada, su jornada lleva al menos veinte horas y continua con las preguntas tras cada pinchazo, mi niña y yo seguimos tomadas de la mano, la mia suda por el latex. Tejen una red amorosa en la sala de espera. Viste de blanco y trae un catéter, lo conozco bien, es un venoso central, entra por la Yugular interna y va directo a la Cava, señal de un internamiento largo y un procedimiento complicado. No la voy a soltar, les digo mientras me aferro a su mano.
Es el cubículo ocho, son doce, todos iguales: un escritorio, computadora y una silla en cada extremo. Impersonales, sin fotos familiares, post-it de colores, agendas o folders acumulados. Pulcros. El joven tras las gafas hace preguntas que respondo en automático: es mi hija. Sí, tiene seguro. Sí, tengo tarjeta. Sí, cien mil pesos. Lleno formatos y firmo. Les entrego su cuerpo a cambio de un voucher abierto.
El cirujano no llega, es una emergencia pero tenía una cirugia agendada, es una emergencia pero le habían dado anticipo y el viaje a Aspen no se paga solo. Doce horas después se presenta y en tres minutos habla del procedimiento, advierto que no ha leído el expediente y bebió whisky, mi olfato no falla. Hora y media, dice. La familia extendida ha llegado, somos una tribu que no cabe en ninguna sala. La máquina expendedora de café no para de funcionar, la mesa de centro se llena de vasos mientras la espera y la charla, repito los detalles una y otra vez y la presión en el lóbulo frontal aumenta. Es septiembre y 19, la alarma sísmica suena. Simulacro. Entre risas y bromas nos formamos en fila frente a una pared y guardamos silencio. Pasaron dos horas y es la tercera vez que busco respuestas. Nada. La adrenalina no es suficiente y el cansancio y la ansiedad se acumulan en el córtex cerebral. El letrero de la entrada dice: sala de información a los familiares. Estoy sola y esperarndo. Mutilaron su axólotl y le extrajeron dos abcesos que serán enviados a infectología, cinco paquetes de sangre y las ganas de estar a su lado y no soltarla.
La Terapia Intensiva y la relatividad. Padece diabetes desde los ocho, tiene treinta. El fin justifica los medios. La UTI es acromática, tampoco hay ventanas, el tiempo se estrella en el blanco y se detiene. Una red amorosa se teje en las redes sociales. En la sala de espera una pecera, grande, igual que el letrero: dos familiares por paciente. No hay ventanas. Siete salitas con sofá, mesa de centro y dos sillones, azules, el color de la esperanza. Un garrafón de agua en la entrada, la angustia produce sed. Somos afortunadas, estamos en un hospital privado. La energía es aplastante igual que las paredes, los susurros y los llantos se amalgaman en una misma fonética. Encontramos un espacio libre en medio, imagino un campamento de refugiados, los objetos se acumulan en las esquinas, sobre las mesas y los sillones, cuentan la historia de los días, semanas o meses de internación. La nuestra está vacía, vamos llegando. A las diez apagan las luces, me informa la mujer de la sala con más objetos, las prenden a las siete, el policía de la entrada te da cada día un par de sábanas, cobija, almohada y toalla. Gracias, respondemos. Las noticias no llegan y mirar la pecera es desconcertante, un montón de peces nadando en círculo. De ocho a ocho treinta es la hora de visita. El policía en turno, bítacora en mano, lee en voz alta los nombres de los pacientes, el Gran Hermano omite a mi niña. No está en la lista, responde un autómata y no hay manera de obtener respuestas. Es un bunker.
Imposible dormir la primera noche, de aquí no me muevo, repetí a la instencia de mis hijos, amigas y familia extendida. Agradecí la soledad, no sentía la cabeza e intenté acomodar los sucesos en la cuerpa. Olvidé el horario y a las diez en punto apagan las luces, a tientas salgo de la sala para pedirle al poli de la caseta la ropa de cama. A tientas la extiendo sobre el sofá y me doy cuenta que llevo la licra y playera de ejercicio del día anterior cuando recibí la llamada, apesto. También recordé el camellón sobre Tlalpan repleto de gente frente al Instituto de Cardiología, papá era cardiólogo y trabajaba ahí. Los hospitales públicos no tienen salas de espera para los familares por la noche, permanecen por días a la interperie. ¿A dónde te vas mientras la impaciencia? A las siete en punto prenden las luces, blancas e invasivas, reflectores mostrando la tragedia humana, otra agresión. Somos afortunadas, estamos en un hospital privado. Son dos baños comunitarios, uno para mujeres y otro para hombres, tienen una regadera que nadie limpia, los cabellos sobre la puerta de acrílico y la coladera se acumulan, los quito con papel secante y llamo a intendencia para que vacien los basureros que se desbordan. Necesito un café y salgo del edificio, la mañana es gris y me sorprende la luz natural, la extrañaba.
Llevamos tres días. Espero impaciente los treinta minutos que tenemos para verla, nos turnamos, entra su hermano y sale llorando, su hermana también, me suplica que la saque de ahí, su campo visual es un techo blanco y jamás apagan las luces, la música está prohibida, no se hacen responsables por aparatos electrónicos, les digo que no me importa si se pierde, ruego, al cuarto día aceptan, le hacemos una playlist, Shakira incluida, mejora un poco. Los donadores de sangre siguen llegando, la red amorosa se extiende y son muchos los mensajes, mi hija se encarga ahora de contestarlos y pedir que no vengan, hablar quita mucha energía, en ese momento lo supe.
Tengo una rutina, a las 6:40 me despierto y entro al baño, me lavo los dientes y tomo una ducha, quito los cabellos de la regdera con papel secante, hablo a intendencia, a tientas doblo las sábanas y la cobija y las entrego al vigilante, salgo de la sala antes de que prendan las luces y voy por café. La luz natural me sigue sorprendiendo. Ansío la hora para tomar su mano y darle un beso en la frente. En la sala de espera hablamos poco, nos alegramos cuando alguien se va y nos deseamos suerte. La del sillón frente a mí lleva cuatro meses, su hijo está en coma y el seguro a punto de acabarse. Hay una familia, la madre está intubada hace un mes, se gritan y pelean. Dos hermanos tienen a su mamá internada hace veinte días, se turnan y nunca se quitan los audífonos ni levantan la vista del teclado. Los peces siguen muriendo, uno por día, a veces dos, dicen que absorben la energía, el chico que limpia la pecera viene una vez por semana, flotan hinchados y a veces los otros se los comen. Al cuarto día el agua es turbia, al sexto, verde.
Tenemos una ventana en el séptimo piso, Terapia Intermedia. “Lo logramos” me dice y llora, yo lloro y aprieto su mano. Cada treinta minutos alguien entra: signos vitales, medición de glucosa, apagar una alrma, antibiótico, suministrar insulina, otro antibiótico, cambiar el suero, apagar una alarma, muestra de sangre. No quiere comer, tiene nauseas, tampoco platica, se cansa y es amarilla. Necesitan una tomografía, algo no está bien.
Falla renal y hemodiálisis. La Terapia Intensiva es monocromática, el catéter venoso central va directo a la Cava, también el Mahurkar de nueve frenchs. La sala de espera y el desconcierto, una máquina filtra su sangre. Nuestro lugar está ocupado, buscamos otro. El chico limpia la pecera y trae nuevos peces. Llega el nefrólogo, entramos los tres a la sala de informes. Todo depende de la respuesta de los riñones, nos dice, hay probabilidad de que se recuperen. No entendemos nada. Tengo diez minutos para verla. No llores frente a ella, mamá, por favor, respira, me dice mi hija y se que no voy a lograrlo. Mi hijo aprieta mi mano.
Hoy se fueron los chicos de los audífonos, su mamá murió, guardamos silencio, recogieron sus cosas y salieron evitando el contacto visual. Los demás nos miramos intentando no ver al abismo. La chica de intendencia recogió la basura y limpió el baño. En la pecera, el pez más grande flota hinchado mientras los otros lo muerden, era anaranjado brillante, ahora es blanco. Llegó el infectólogo, entramos los tres a la sala de informes. Hay que quitar dos abcesos, la infección no cede, la Klebsiella pneumoniae es resistente y sigue en su hígado. Prometeo encadenado. Mañana a las tres, nos dice,
Tenemos una ventana y tiene hambre, también sonríe y bromea, está rodeada de unicornias blancas, sus amigas están en la sala de espera y quieren verla, está cansada y las dejo pasar. Llueve. Un halcón amaestreado cruza el cielo, la endocrinóloga nos cuenta que el hospital los alquila para controlar la plaga de palomas y proteger los ductos. Está gotada, pienso que fueron las visitas, no logra dormir y está muy inquieta. Me siento bien, me dice, no le creo. Se le antojan uvas y gelatina, tiene ojeras y entran los residentes, requiere asitencia respiratoria, dicen, no inasiva. La mascarilla le estorba y no la aguanta, se la quita, la ajusta y se queja, otra vez no logra dormir.
Insuficiencia pulmonar, dice el neumólogo y la rabia y la impotencia me atraviesan y grito un no. Se quita la mascarilla y me suplica: no los dejes, mamá, no los dejes. Hago llamadas, busco opiniones y se la llevan. Firmé los papeles: la intubaron. Olí la muerte. Un tubo impide su sonrisa, está sedada.
Tengo diez minutos, los primeros cuatro lloro pa´dentro, le digo que tiene un pinche tubo y que todo es una chingadera y yo firmé, también tiene una sonda nasogástrica, me quedan cinco. Su lengua cuelga. Está cubierta de hielos, necesitan enfriarla, mi niña sol está amarrada. Mientras me quito la bata y tiro los guantes le digo estupideces, se queja y suda, le hablo de unicornias aladas y brillantina rosa (sabe que estoy detrás de la pared blanca y que nunca nos hemos rendido), la terapia intensiva es monocromática, la sala de espera el purgatorio.
Es octubre y tenemos una ventana. Está cansada y finge una sonrisa, finjo que le creo. Quedan las cicatrices de los tubos, perdió veinte kilos, nos rompimos. Somos cuatro.
Bípeda implume adicta al logos.
Tremendo relato, Micaela, y la fortuna de sólo serlo, ahora. Tus cortes, la forma, el ritmo; cada palabra entra en mi torrente sanguíneo. Siento. Los peces, los pelos,el halcón, el purgatorio, las visitas que cansan, y al final o al inicio de la mañana la luz natural. Tu niña sol.
Gracias por leerme, Lorenza.