Perdónanos, viento

La piel huele a óxido.

      La gente avanza sin parar; si alguno se detiene es porque ha muerto.

      El viento se acerca, fuerte, reacio a las oraciones que las mujeres le dirigen, e imponente ante el atrevimiento de los hombres, que con sus enclenques cuerpos se posan enfrente para intentar detenerlo.

      Pero no hay clemencia para ellos; la ráfaga los sacude como harapos, los recubre con el polvo arrancado de los metales, esa capa rojiza en la superficie del mundo. Y los consume. Los trata como un ácido digestivo a un alimento, y los descompone.

      La gente huye. Su paso es lento, pero decidido y constante.

      La vegetación ha cedido; hace mucho que se rindió. Y los animales con ella. Sólo quedan los hombres cuya necedad les impide morir. Y el viento. El viento que arrastra consigo los vestigios de una especie devastada; de una especie que siglos atrás se erigió orgullosa de sus avances y de sus creaciones.

      El viento los persigue como verdugo, con la intención única de cobrar el daño que han hecho a su mundo, y a él mismo. Los consume cuando los alcanza, y los llena del óxido que está obligado a cargar, como recordatorio de su error.

      “Perdónanos, Dios, porque hemos sido tontos”, lloran las mujeres hacia el viento, sin voltear a verlo. “Perdónanos porque cargas con nuestro pecado”, repiten varias veces cuando sienten el olor del óxido con mayor intensidad. Sus lágrimas son una pastosa mezcla de sal y una mínima cantidad de agua; resecan todavía más sus mejillas y les produce grietas. Pronto serán figuras de barro caminantes.

      Los hombres las ven llorar; las ven dirigir sus plegarias a un indolente dios que sólo acosa y juzga con gozo vehemente; que los persigue hasta descomponerlos en las vísceras de su constitución molecular.

      “Perdónanos, Viento, por nuestros pecados”, claman todos, cuando reúnen el valor para pronunciar el nombre de su dios.

      Pero él es insensible y se traga a cada hombre que intenta detenerlo, que sacrifica su cuerpo por un poco de tiempo para sus compañeros.

      “Fuimos tontos. Ten piedad de nosotros, Viento”, lloran por las noches, cuando sus cuerpos suplican por un poco de sueño, por un poco de descanso; cuando el alma les implora alimento o vaciar los desechos de su cuerpo. Pero los herejes están condenados, y el verdugo se acerca amenazador. Devora niños y ancianos, mujeres que suplican o que reclaman, hombres osados que lo confrontan sin temor, y aun al más torpe que tropieza al caminar; los consume a todos por igual.

      El viento persigue, sin tregua ni descanso.

      “Vaya pecado hemos cometido”, exclama una mujer. Pero nadie hace caso. Porque todos saben que el viento los perseguirá hasta alcanzarlos y dar a cada uno, en reciprocidad, lo que cada uno ha dado al viento.

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