Por: Lorenza Ortega
De cualquier forma llegó la lluvia. Nada la anuncio, decía mi madre, rara cosa, será el virus en el aire que ha logrado atemorizar hasta a los insectos. Pero la lluvia no temía, se hacía cada vez más copiosa. Era de noche. La madrugada y sentados en la sala hablábamos poco, a intervalos, cuando algo llegaba a nuestras mentes que era oportuno expresar; lo demás quedaba guardado, como si no tuviera importancia, tratando de disimular el temor que sentíamos. Decíamos cosas simplistas, nada que comprometiera lo que en el fondo pensábamos, pero el nombre salía siempre en cada comentario como si al nombrarlo sin definirlo, se exorcizara. Ha hecho calor, le dije, será eso lo que las mantiene adormiladas, no el miedo, ellas qué pueden saber del virus.
Teníamos días encerrados, la comida se acababa, ni tiempo de hacer compras extensas, ni el dinero nos había alcanzado, aunque hubiéramos querido, y además, la orden fue determinante: ninguno a la calle, todos a sus casas a esperar lo que dijeran en la radio. Anunciaron por altavoces que a las cinco sería el encierro. Mi madre estaba en la oficina, yo en la escuela. Eran las tres cuando nos comunicamos por el cel, y quedamos con lo poco que trajéramos en la bolsa pasar por víveres y aspirinas. Ya la histeria traspasaba las ondas telefónicas, ya se veía el terror circular por las voces en el aparato. Te veo en casa, dijo, no te tardes.
Las calles vacías, el cielo rojizo del atardecer y las chicharras con tanto ca- lor que no chillan, eso es raro, y que llueva tanto me da miedo.
Comenzamos con el ron, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, como si a mi madre se le olvidara que tan solo tengo dieciséis; ella lo trajo a la mesita de la sala mientras yo disponía los vasos. Luego el silencio, entre sorbo y sorbo; era como querer pasar con los traguitos del licor la confusión sentida. Ella habló primero: cuántos huevos compraste, preguntó: un cartón, le dije, había mucha gente en el súper, se lo arrebaté a una señora que tenía muchos en el carrito, era el último, así que algo le hizo soltármelo, y no encontré más que una lata de frijoles y dos bolsas de arroz. ¿Y tú?, le pregunté. No tuve tiempo, para cuando salí de la oficina la gente corría, sólo pensé en meterme a la farmacia por medicamentos. ¿Y qué trajiste? Jarabe para la tos. Reímos. El ron comenzaba a hacer efecto, estábamos ya relajados y el silencio llegó.
Pasan los días y nada se dice. Ninguna señal funciona, sólo la radio quedó con una musiquita que no para; la misma melodía se repite cada tres minutos, pero mantenemos encendido el aparato por cualquier noticia que pudiera colarse entre los cables y llegar a nuestros oídos, ansiosos de que algo cambie. Las calles están desiertas. He pensado en salir y tocar la puerta del vecino, tal vez lo haga, en cuanto mi madre duerma; ahora nuestros horarios se han trastocado, no dormimos de manera normal, nos levantamos a media noche sólo para escuchar sus sonidos, para intentar reconocer algo distinto que diferencie las noches de los días, y es lo mismo. Hoy, la diferencia fue la lluvia, llegó a las cinco, con el atardecer y sin chicharras.
Mi madre comienza a dormitar, hace quince minutos que no dice nada, dejó de extrañarse del torrencial que ha caído y que ahora continúa suave, dando un respiro, como si no fuera para tanto lo que pasa, como si con su intensidad disimulada nos tranquilizara.
Me pongo el impermeable y salgo. En el pasillo me topo con dos vecinos, nos miramos incrédulos quizá por haber pensado lo mismo. Rompo el silencio; ¿que han escuchado?, les pregunto, ¿tienen alguna noticia?, ambos niegan con la cabeza y regresan a sus casas. Yo hago que regreso pero espero a escuchar cerrar sus puertas y continúo; salgo del edificio, ya no llueve tanto, camino por la calle, veo luces encendidas, no se escucha nada ni se ve movimiento en las casas vecinas, pero sé que todos yacen en la estancia, sé que no duermen, que hablan poco, que se preguntan porque no se escuchan las cigarras, y sorben tragos de alguna bebida de las que tenían en casa. Ya nadie duerme de noche, el sentimiento de inseguridad es colectivo; la oscuridad nos despierta. En el día por lo menos hay luz que nos ilumina y hace menos fuerte el terror. No sabemos nada, no hemos visto nada: ningún virus, ninguna invasión extraterrestre o de zombis; sólo el miedo que ha ido penetrando nuestra piel hasta hundirnos en el conformismo, a la espera de una orden diferente.
Son las cuatro de la madrugada, casi amanece y vago por las calles moja- das. Ha dejado de llover, las luces de las casas y departamentos se apagan. En la calle no encontré respuestas, algo que me dijera lo que estaba pasando, que algo nos estaba invadiendo… sólo vacío y silencio.
Mi madre está dormida, me recuesto en el sofá mientras observo desde ahí como se cuela la luz por la ventana, no siento nada, parece que el paseo nocturno en la calle desierta me ha hecho perder el miedo. Puedo romper la regla y salir, explorar el día, saber si algo cambia. Si afuera irrumpo con mi cuerpo el espacio, tal vez se rompa algo, por lo menos el silencio, la visión de una ciudad vacía. Pienso, como un fantasma, romper el orden, penetrar las banquetas, tocar los árboles, patear un bote de basura a ver si de este modo perturbo todo y regresa la normalidad. Ya no tengo miedo, abro la puerta, la luz es más intensa, golpea mi rostro y me ciega.
Contadora de historias de lo cotidiano a lo inverosímil. Observadora obsesiva de la vida, sus fantasmas, su belleza decadente siempre en pugna y su resplandor. Egresada de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Participante del taller de poesía “El Ciruelo” de Kenia Cano. Cuentos publicados: El cuerpo jubilado, en Nagari revista, letras bajo el volcán. Un Sábado, en Así vas a morir, la máquina de la muerte, por Lengua de diablo. El Pesebre, en la antología Navidades Paralelas, por Lengua de diablo. Alimañas, en Bajo la tela de la araña, cuento juvenil, editorial Momo. Barullo, en Registro Sonoro y otros cuentos de terror por la Fauna y Lengua de diablo. Participante en la antología de cuentos Mundos inventados, y en la antología narrativa Los lunáticos no opusieron resistencia publicadas por la Escuela de Escritores Ricardo Garibay.
Me encantó!! En estos tiempos de miedo e incertidumbre nuestra mente divaga y seguramente muchos hemos pensado en todas las opciones posibles durante una pandemia. Me sentí identificada!!
Qué buen relato actual. Me imaginé esa calle vacía. Me encantó la idea de la lluvia, una rompedora de silencio sin lugar a dudas.
Saludos 🙂