Uno no siempre elige lo que quiere o necesita, y este fue mi caso. Cuando era niña, en casa de mis abuelos y de mis padres siempre había algo que leer. Mi padre y mi abuelo eran quienes compraban libros, periódicos o revistas, en principio para ellos y ya de paso para mis hermanos y para mí. Uno de los gustos que estos familiares masculinos tenían era la lectura diaria del periódico. Mi abuelo leía La Prensa y Excélsior, y mi padre, creo, El Unomásuno. Cada uno de ellos acompañaba diariamente sus rutinas con estas lecturas. Y ahí estaba yo, esperando que dejaran los periódicos en alguna parte de la casa para tomar estos diarios y hacer mi propia lectura. No recuerdo que estos periódicos fueran ocultados, particularmente La Prensa, o que hubiera una consigna de que no los leyéramos. Y fue así como el periódico La Prensa marcó mi memoria. Este diario tenía en la última página las imágenes de lo atroz, de la tragedia. Y diariamente, esta narrativa gráfica acompañaba mis juegos, mis tareas, mi convivencia familiar. Este fue mi primer encuentro con el horror.
Trato de recordar el nombre de uno de mis primos, pero no me es posible. Sólo mantengo en la memoria aquella tarde cuando, aprovechando que no nos estaban vigilando, me hizo una proposición que trastocó mi vida. Él habitaba un pequeño departamento con mis tíos y un hermano mayor. Ir a su casa era una rutina más o menos constante, por lo que la familiaridad con la que me movía por su departamento era algo muy normal. En una de estas visitas, me pidió que lo siguiera al cuarto de sus padres. Lo seguí, cerró la puerta y, sigilosamente, sacó de debajo de la cama una “caja”. Yo estaba nerviosa y quería salir de ahí, pero al mismo tiempo mi corazón latía con fuerza; sentía deseos de quedarme a mirar y descubrir lo que había adentro de aquella caja. Así lo hice: me quedé y él la abrió. Me paralicé; era la primera vez que veía algo así. Ahí estaban apiladas, una tras otra, aquellas revistas que mi tío, supongo (se dice que son más los varones quienes leen este tipo de revistas), ocultaba sigilosamente. Pero mi primo las había descubierto y no podía quedarse con este secreto solo para él: debía mostrarlo al mundo, y en aquel momento ese mundo era yo.
Después de aquella primera impresión, mi primo continuó: “ven, míralas”. Y yo fui, me acerqué y empecé a hojearlas. Tomé una solo para mí y, ahí sentada en el piso del cuarto de mis familiares, miré y miré aquellas imágenes. ¡Eran las fotografías de la revista Alarma!, icónica publicación que condensaba en sus páginas los sucesos más escabrosos del México de aquellos años. Creo que fue la única vez que mi primo me enseñó esas revistas. Solo recuerdo que, después del terremoto de 1985, mi familia y yo nos fuimos de la Ciudad de México y nunca más regresé a aquel departamento. Me enteré unos años más tarde de la muerte de mi primo; él mismo se había convertido en noticia de nota roja. Su suicidio fue narrado en las páginas de un diario local con algunos pormenores y mucho sensacionalismo. Ese fue mi segundo encuentro con lo macabro.
Recuerdo que, muy temprano, pasaba el transporte escolar por mis hermanos y por mí. Siempre hacíamos el mismo recorrido antes de llegar a la escuela. Nosotros éramos de los primeros que el chofer recogía porque vivíamos muy lejos. Esos trayectos diarios nos daban la posibilidad de ir siempre haciendo relajo con otros niños y niñas. Ahí conocí a un compañero que, después, fue asesinado por su primo. En la escuela trataron de ocultar lo sucedido con él, pero no contaron con que un vendedor de periódicos nos esperaría a la entrada del colegio para mostrarnos, imperiosamente, las imágenes del cuerpo inerte de mi compañero. Este fue mi tercer encuentro con la imagen de la muerte.
Creo que el gusto por escuchar las historias de la gente me viene de mi abuela. Mi mamá Rosa, como mis hermanos y yo la llamábamos, era una prolija cuentacuentos. Cada tarde se sentaba en ese gran sillón junto a la ventana y, mientras tejía, hilvanaba historias, muchas de ellas inspiradas en las tragedias humanas.
“Mamá Rosa, ¿me cuentas un cuento?” —le decía yo, y ella inmediatamente comenzaba la historia. Sentada en una pequeña silla frente a ella, yo escuchaba atentamente cómo una señora, cansada de los malos tratos que recibía de su marido, decidió matarlo. Luego, al no saber qué hacer con el cuerpo, lo cortó en pedazos, los coció y, con ellos, hizo tamales. Al otro día salió a venderlos.
Estas y otras historias similares las contaba mi abuela con gran detalle, y supongo que para ella estaba bien incorporarlas a nuestro imaginario. Las relataba como si fueran ficción, un cuento. Este fue mi último encuentro con lo siniestro, o al menos el que recuerdo. Para mí, entonces, la narrativa, y en particular las imágenes de nota roja, no fueron desconocidas. Se incorporaron a mi vida como historias de lo cotidiano, lo familiar, lo conocido y lo mundano. Nunca las elegí, y, sin embargo, ahí estaban.
Esas “violencias de ayer” de las que habla Elena Azaola me acompañaron, plasmadas en páginas de papel barato. Siempre. Sin embargo, es hasta hoy que puedo deducir tal cosa, hasta hoy que puedo hacer consciente tal cosa. Lo hago porque, actualmente, los medios de nota roja siguen retratando la vida y la muerte, pero hoy con más impudicia, con más banalidad. En aquel entonces se hablaba de la singularidad de la muerte; hoy, de la multiplicidad de cadáveres. Uno más, otro más, y no para.
El consumo de esta prensa ha modificado su lectura, su estrategia de venta, su composición diaria. Ahora ya no se vende en ciertos puestos de periódicos, se vende en casi todos. Hoy ya no esconden las imágenes en la parte interior o posterior del diario; al contrario, las muestran todas en la página principal. Las personas que aparecían en la nota roja permanecían en la memoria del lector; actualmente ya no dejan huella. Las tragedias buscan un espacio en la crónica policiaca, un lugar que mañana será ocupado por un asesinato, el chiste, el póster de una mujer desnuda o los consejos de la “Tía Prieta”, personaje local de la crónica roja que dicta consejos sobre sexualidad. Es decir, todo cabe en estos diarios, pero “hay que saberlos acomodar”.
Centeocihuatl Virto es doctora en Ciencias Sociales. Desde el 2002 es docente y ha trabajado en diversas instituciones educativas desde entonces. Desde el 2014 participa en el Seminario Permanente Figuras de la Exclusión de UAEM y desde el 2023 co-coordinadora de este proyecto. Desde el 2019 es Co-coordinadora del conversatorio mensual para mujeres “Tiricia y del podcast “Las voces de la Tiricia”.