XXXVI

Vengo caminando desde Chinameca entre nudos de caña, le digo. Ahí nací, ahí el aliento me llegó justo cuando la bala me enraizó en el pecho. Ahora mis pasos me llevan hacia Chinameca. Desde hace mucho, pues. ¿Cómo se llama usted? Chinameca, sí, como sus abuelos y bisnietos, ya lo dijo. Así también se llamaba mi madre. A veces ando como extraviado, ya lo ve, y es mi caballo el que marca el destino. Hoy seguiré esta calle empedrada, larga, nombrada por ustedes Chinameca; bordearé por la vereda de Chinameca que circunda el mar y el mentado Chinameca escondido en la sierra; quizá tome el camino viejo del Chinameca abandonado, ese que suspira polvo y a la llegada de las lluvias escupe barro azul y sangre violeta. Voy para Chinameca, le digo, tierra sureña en flor. Ayer muchos chinamecos me atajaron diciendo que ese lugar no existe y me conminaron a volverme para Chinameca. Mire, no lo soñé. A cada respiro de viento aquietado en los huecos abiertos en mi carne, se escucha ese nombre… Chinameca, Chinameca. Sí, así es como me decían de niño, así se llama la muerte, así la bala que me sembró vida.

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