Volar con polvos de hada

¿En qué lugares habita la aventura? Según la definición de La Real Academia Española, aventura significa: empresa de resultado incierto o que presenta riesgos. Embarcarse en aventuras o relación amorosa ocasional. Pero a esa última acepción no nos vamos a referir, no en esta ocasión.

¿Qué porcentaje de riesgo debe intervenir en un hecho para que pertenezca a esta definición? Pienso que depende de la edad y personalidad de cada quien. No es necesario realizar grandes hazañas para sentir la vida corriendo por las venas. Tampoco creo que sea necesario arriesgar la integridad en el intento, o lastimar a alguien en ningún sentido. Puedo entender que la adrenalina nos hace sentir invencibles, sin embargo, no lo somos. A la aventura la podemos encontrar de manera fácil, casi levantando cualquier piedra, porque parece que todo está diseñado para sorprendernos.

Para ejemplificar la sencillez a la que me refiero y de la cual podemos sacar provecho, preguntémosle al niño que alguna vez fuimos. Recordemos algunas de nuestras anécdotas infantiles. Ojalá pudiéramos conservar intacta esa capacidad de volar sin despegar del suelo. Algunos de esos recuerdos nos podrán hacer creer que a los niños les gusta lo prohibido. Pienso que eso es una característica del absurdo pensamiento adulto. Yo creo que de niños nos guía la sed de conocer, el hallazgo del descubrimiento y conforme crecemos ponemos más y más alta la vara para probar nuestras habilidades físicas y mentales. De paso acarreamos mucha frustración. Nos encasillamos y terminamos bloqueados, ahogándonos en el aburrimiento crónico del que ya hablamos. Hasta que un día sale de nuestros labios, seguida de un suspiro, la frase “No hay nada que hacer, me quiero morir”

No nos damos cuenta, o no queremos darnos cuenta que hay muchísimo del mundo que no comprendemos. Alguna vez me pregunte: ¿Qué porcentaje de conocimiento poseerá el erudito más prominente en comparación al saber que está depositado en la historia? Seguramente es ínfimo.  ¿Entonces, qué sucede con nosotros? ¿Por qué perdemos el impulso de querer saber? ¿Por qué terminamos como adultos amargados?  Antes de autocompadecernos valdría la pena arriesgarnos en descubrir algunas veces más, sin prisa; y disfrutar el trayecto.

De niños nos lleva muy lejos la curiosidad. Cuando pienso en eso, en mi mente hay una niña de siete u ocho años. A esa edad no importa que tus padres no tengan dinero para viajes extravagantes, ni tampoco importa lo sofisticado de los juguetes. Lo que importa son los amigos. Alguien que entre a tu mundo y pueda responder al mensaje de tu nave extraterrestre desde la torre de control saturniana. Alguien que acampe contigo en medio del safari de tu jardín. A esa edad a todo le encontramos la posibilidad de ser un escenario para que nuestros muñecos puedan divertirse en sus expediciones a lo desconocido.

De niños no teníamos que preocuparnos por las responsabilidades y claro, por el dinero, que felices éramos con tan poco. De niña no me interesaba que tan lujosa era la casa de mis papás, o si tenían o no automóvil, o la calidad de las cosas que poseían. Estaba ocupada en cosas más importantes. Ahora a los adultos imaginar nos parece poca cosa. Tenemos que tener la certeza de poseer la verdad. Perece que lo único que ejercitamos es el ego.

Me quedo pensando en cómo tendría que ser un juego entre adultos para sentir de nuevo esa emoción inocente. Obvio sin rivalidades, sin apuestas, sin drogas, sin alcohol, sin afán de humillar, o de obtener favores sexuales a cambio; ya saben todo eso que nos encanta agregarle a cualquier actividad lúdica de individuos serios. Vislumbro un juego en donde tal vez haya un cubil armado con sábanas y los cojines de la sala. Ya no podría ser debajo de la mesa porque no cabemos, pero sí en casas de campaña. Habría refrescos y bombones y sobre todo analgésicos y alkaseltzers. Saldríamos en parejas al patio, en expedición, con un magnífico equipo imaginario para hacer reportes de lo visto en un mundo jurásico. Regresar y crear estrategias en conjunto a lado de una fogata para escapar de nuestros captores saurios.

Tal vez los niños piensen que, si los juegos son tan divertidos y hay tanta alegría en ellos más adelante, en su futuro, esas cualidades se triplicaran. Pero tristemente no es así. Aunque debería serlo ¿No creen? Los adultos suponemos que todo lo perfeccionamos ¿Por qué no hacerlo con la felicidad?

Nos conformamos con las películas, con los libros, con las imágenes que otros nos pueden dar. Los responsabilizamos y no tenemos la delicadeza de crear nuestras propias visiones. Que ambiguo es nuestro pensamiento, queremos todo fácil y a la vez nos ahogamos en un vaso de agua. Se nos atrofió el mecanismo y como no queremos darle tiempo a su reparación terminamos por hacer lo que todos los adultos hacemos para llenar nuestra vida; saturarnos de actividades para justificar no tener tiempo para imaginar, pero la verdad es que ya no sabemos cómo.

Antes los amigos teníamos tiempo de reunirnos con facilidad, había tiempo para hablar por teléfono durante horas. Moríamos por salir al campo a corretear, a tirarnos en el pasto y ver las nubes. Recordemos que la naturaleza nunca nos defrauda a los que buscamos el asombro de esos años. Como dice Tom Stoppard “Si llevas tu infancia contigo, nunca envejecerás” y también Tom Robbins “Nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz”.

¿Quién vio la película de Hook y no quiso recordar cómo era eso de poder volar con polvo de hadas? ¿Quién vio el maravilloso video musical de Enigma, Return to innocence y no quiso darle marcha atrás a su vida para volver a reírse con esa intensidad que da la infancia? Y vivir nuestros sueños fuera de la memoria, en la realidad.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *