Viajero en camino a Omega

Yo formé parte de las caravanas que marchaban rumbo a Omega, la megalópolis que despunta siempre en el horizonte. Abandoné mi patria cuando sufrió la invasión de una plaga venida de otro mundo. Nunca más volví a pisar la tierra natal. Recién había dejado de ser un niño al comenzar el viaje. Gasté el resto de mi vida en los repetidos intentos de concluirlo. Elegí a Omega como destino porque los rumores indicaban que ahí se habían cumplido las profecías de los utopistas. ¡Era la nueva Atlántida! ¡Era el país de Jauja! ¡Era Ávalon y Arcadia! Hacia allá acudíamos en procesión multitudinaria los pobres, los desamparados, los perseguidos y los refugiados.

En el transcurso del viaje atravesé bosques espesos, escalé montañas escarpadas y me interné en yermos malditos. Demoré semanas en sortear un osario de robots gigantes, reliquias de las épicas batallas del pasado. Enfrenté peligros, presencié horrores y sufrí humillaciones. Tuve ganas de renunciar a la travesía en varios momentos de desesperación, pero mi perseverancia se fortalecía con las alentadoras noticias que recibía acerca de Omega.

Las historias señalaban que en aquella megalópolis el cielo seguía siendo azul y que los cultivos aún daban frutos. Se decía que sus métodos de producción automatizada aseguraban el sustento, el hogar y la salud a todos los habitantes. También se contaba que el gobierno de Omega, constituido por individuos incapacitados genéticamente para ejercer el despotismo y la tiranía, había establecido una sociedad que ignoraba la violencia y la injusticia. Según estos relatos, los principales entretenimientos de la población eran el arte y la filosofía. En otras versiones adulteradas se describía una tierra leche y miel poco menos que inverosímil. Además de las prometedoras narraciones, escuché comentarios acerca de la localización inalcanzable de Omega. Creí que se trataba de referencias simbólicas y nada más. Yo era un joven ingenuo.  

La primera vez que llegué a los linderos de Omega, mis ensoñaciones empequeñecieron ante el espectáculo de sus jardines exuberantes y sus edificaciones imponentes e inquietantes. ¡Y lo mejor era que carecía de barreras! La frontera estaba cubierta únicamente por una alfombra de pasto sintético con menos de cien pasos de anchura. Al otro lado se abrían directamente las calles colmadas de paseantes indiferentes. Empujado por la emoción de contemplar aquella escena, me lancé a prisa hacia Omega en compañía de otros viajeros inexpertos.

—¡Esperen! ¡No pasen! — gritó un hombre en muletas—. ¡El campo está minado!

Lamentablemente, ya nada podía detenerme, no cuando estaba tan cerca de alcanzar la meta. Sin hacer caso a la advertencia, mis compañeros y yo nos dispersamos a grandes zancadas por el campo, entusiasmados por cruzar a la orilla contraria antes que nadie. Habíamos avanzado muy poco cuando el sujeto que corría al frente del grupo tropezó con algo extraño. Un resplandor surgió entre sus pies y no quedó rastro del pobre desgraciado después de extinguirse aquella luz deslumbrante. Me espanté al imaginar que él había sido vaporizado cruelmente. Antes que los demás pudiéramos reaccionar a esa desaparición, un par de compañeros se esfumaron dentro de resplandores similares. Presas de la confusión y el miedo, los otros miembros del grupo fueron borrados antes de dar tres pasos seguidos. Al final, solamente yo quedé en el terreno minado.

Caminé de regreso tambaleándome sobre mis propios pasos. Desde afuera, el hombre de las muletas me señalaba por donde no resultaba seguro caminar. Gracias a sus instrucciones, y con mucha suerte, me mantuve a salvo la mayor parte del trayecto. A poca distancia de la orilla, pensé que lograría salir ileso. Justo en ese momento presioné con el pie un sensor enterrado. Alcancé a percibir la suave agitación de una maquina al activarse, similar a una fiera que despertaba en el interior de su madriguera. Un resplandor surgió del suelo y ascendió por mis piernas, envolviéndolas en una espiral cegadora. Manoteé con desesperación, quería encontrar cualquier cosa para sujetarme, pero mis brazos ya se habían desvanecido en medio del fulgor. El resto de mi cuerpo se descompuso en centellas diminutas que ascendieron al cielo velozmente, como impulsadas por una fuerte ráfaga de viento. Durante un instante todo mi ser se redujo a un flujo de incontables partículas. Y de pronto me encontré de pie en el borde de un peñasco rodeado por el mar espumoso. Una inmensa distancia me separaba de Omega.

 Esa experiencia me hizo entender que las minas del campo no eran artefactos explosivos como los de épocas remotas. Debajo de la franja fronteriza de Omega se encontraban repartidos numerosos dispositivos de teletransportación. Quien pisaba uno de ellos era enviado al instante hacia un paraje apartado de la megalópolis. Se trataba de un método de deportación automática e infalible que no requiera de una intervención violenta, ni de vigilancia constante. Los viajeros salían rechazados por sí solos al mismo ritmo con que llegaban. A gran escala, la oleada migratoria rompía contra ese dique intangible. Nadie conocía el alcance máximo y la potencia del sistema de teletransportación pero sin duda, poseía la capacidad suficiente para transportar el volumen de materia correspondiente a centenares de personas por minuto.

A pesar de lo desfavorable de las circunstancias, no me resigné a la derrota. Atravesé bosques espesos, escalé montañas escarpadas y me interné en yermos malditos. ¡Los abundantes yermos malditos! Crucé las ruinas de una civilización arrasada por el paso de un cometa; casi me vuelvo loco con las cosas que vi en ese sitio. Enfrenté peligros, presencié horrores y sufrí humillaciones. Mas nada me impidió regresar por segunda vez a las márgenes de Omega. No reculé al encontrarme de nuevo ante el sembradío de trampas. Lo encaré con todo mi coraje y determinación. Inevitablemente, caí en un teletransportador después de unos cuantos pasos.

Emprendí el viaje por tercera vez y obtuve el mismo resultado. Luego lo hice una cuarta vez, y otra vez, y otra más… tantas veces como las que fui reubicado por todos los rumbos del planeta. El lugar adonde iba a parar dependía de un aparente azar. Si tenía buena suerte, aparecía a unos miles de kilómetros de Omega. En los peores casos, aparecía en un continente distinto. Ocasionalmente, la teletransportación me brindaba sorpresas muy desagradables. Algunas veces fui materializado en situaciones riesgosas, como a la mitad de una tormenta de nieve o frente a una estampida de bestias salvajes. Muchos viajeros morían en accidentes similares. No obstante, sin importar los riesgos, siempre estuve listo para reemprender aquella odisea sin Ítaca.

Platicando con otros viajeros me di cuenta de que muchos de ellos consideraban que nuestro ir y venir hacia Omega era un ciclo instintivo, semejante a la migración estacional de las aves. Así que se entregaban ciegamente al impulso de perpetuar el periplo. Yo prefería justificar mi tenacidad de una manera más racional. Pensaba que, encontrándose rodeada por una franja de espacio intraspasable, Omega resultaba equidistante a cualquier punto del planeta. Por lo tanto, siempre estaría en tránsito hacia allá aunque yo no quisiera hacerlo, incluso si elegía el rumbo opuesto. Decidí que lo más conveniente era proseguir el viaje por voluntad propia.

En las siguientes tentativas recurrí a planes desesperados. Guiado por distintos estafadores, intenté llegar a Omega a través de túneles clandestinos y por medio de aeronaves armadas con chatarra. Únicamente conseguí reiniciar el viaje con una menor cantidad de dinero. Supe que no existía otra manera de llegar a la megalópolis más que sortear a pie el campo minado. Y así volví a hacerlo durante varios años más. Durante ese periodo comencé a acompañar a los viajeros más experimentados cuando se internaban en la zona de los teletransportadores. Junto a ellos aprendí a no seguir un camino recto, sino caminar en línea quebrada para eludir las trampas. Me enseñaron también a ser más cauteloso y avanzar paso a paso con lentitud. Me enseñaron a evitar las partes que parecían sospechosas. Me enseñaron a seguir mi intuición para prever las minas escondidas en medio del homogéneo panorama verde. Pero, ya que la intuición y todas las precauciones siempre terminaban por fallar, la lección más importante fue memorizar el trayecto avanzado para retomarlo en el siguiente intento. Con el recorrido aprendido, podía adelantar tres o cuatro pasos en cada nueva oportunidad. Cumplida una década de valerme de este método, ya era capaz de traspasar unos treinta pasos antes de caer víctima de la teletransportación. De cierta forma, continuaba participando en una carrera por llegar a la orilla contraria antes que los demás, pero ahora la competencia requería de una paciencia inquebrantable.

A pesar de la brevedad del trayecto que yo conseguía avanzar, no se trataba de un progreso despreciable. Los viajeros veteranos requirieron cuarenta años para alcanzar una distancia similar. Y hasta ese día no se sabía de un viajero que hubiera rebasado la mitad de la superficie fronteriza. Por esa razón, a una gran parte de los viajeros le importaba poco cuanto se aproximaba a Omega y en cambio se sobrevaloraba la cantidad de intentos realizados. Algunas personas presumían de quinientas o más oportunidades fallidas. Por el contrario, a mí no me gustaba prestar atención al número de fracasos, pues habría perdido la cordura con ese conteo. Me atormentaba pensar que no lograría llegar el otro lado del campo antes que la muerte me llevara consigo a su otro lado. Y mientras tanto, sin poder hacer nada para evitarlo, seguía siendo teletransportado a los confines del mundo.

En uno de tantos viajes me reencontré con el hombre de las muletas que me prestó ayuda la primera vez. Él moraba en un campamento improvisado al norte de los márgenes de Omega. Acepté con gusto la invitación de alojarme una temporada a su lado. No tuve que pasar mucho tiempo ahí antes de notar que mi anfitrión era distinto al resto de los viajeros. Nunca se aventuraba dentro del campo minado, lo cual me parecía normal al principio, ya que carecía de una pierna. Pero no fue esa la única razón que marcaba una diferencia significativa. También estaba el hecho de que el hombre de las muletas hablaba con naturalidad acerca de cosas que para los demás eran suposiciones. Por ejemplo, él fue el único que supo explicarme el funcionamiento de los dispositivos de teletransportación. Según me dijo, en el instante que un viajero pisaba una mina, toda su composición atómica era convertida en un código lumínico. El haz de fotones llevaba la información somática y psicológica hasta una nueva ubicación, donde volvía a adoptar la estructura física original. Aunque esta explicación no mencionaba nada de la vertiginosa experiencia que representaba ser desintegrado, transmitido y reensamblado.

El hombre de las muletas no mostraba intenciones de cruzar pronto hacia Omega. Cada mañana, apoyado en aquellas horquillas oxidadas, comenzaba a merodear con calma por fuera del campo minado. Debido a su condición, apenas conseguía cubrir un trecho corto de los cientos de kilómetros de la frontera. A lo largo del recorrido se dedicaba a estudiar con suma atención la circulación de los viajeros. En muy raras ocasiones les brindaba auxilio, como hizo conmigo. Estaba interesado exclusivamente en observar los puntos donde desaparecían las personas, esforzándose por memorizar el sitio exacto de cada teletransportador. Mantenía esa rigurosa supervisión hasta el anochecer. Su vigilancia se remontaba a muchísimos años, quizá desde antes de que yo naciera.

Una tarde, el hombre realizó un dibujo en la tierra con la punta de una muleta para ilustrar la esencia de su labor. Trazó una cuadrícula a mi alrededor y la extendió por varios metros. Me dijo que cada recuadro delimitaba el probable radio de acción de una trampa teletransportadora. Aclaró que la cuadrícula, con sus decenas de casillas, representaba una fracción mínima de la frontera, según estaba guardada en su memoria. Sin embargo, aseveró que sus postulados eran extrapolables a la totalidad del área alfombrada. El hombre marcó cruces en varias casillas. Los tachones indicaban las posiciones de los teletransportadores que había visto en acción. Me explicó que el esquema no servía solamente para llevar un registro del número y la localización de las minas. Además, permitía pronosticar con relativa exactitud el emplazamiento de dispositivos todavía no descubiertos en las casillas aledañas a una cruz. Con base en ello, él lograba deducir incluso las partes del campo en que había menos riesgo de pisar.

Al ver finalizado el dibujo sobre la tierra, me pareció que no era muy distinto a un juego infantil, pero comprendí que acarreaba implicaciones trascendentales.

—¡Con este conocimiento te sería fácil trazar un mapa que conduzca a Omega! — le dije emocionado.  

—No, no es posible— contestó con la mirada agachada—. La disposición de los teletransportadores sigue un patrón que tiende a atajar cualquier trayectoria conforme más se avanza. Todos los caminos están destinados a cerrarse, o mejor dicho, destinados a abrirse a las latitudes del planeta.

Señaló una secuencia en el tablero de polvo. Pude notar que existía una progresiva concentración de cruces en casillas intercaladas que, a la postre, flanqueaban todas las hileras. Eso significaba que mis intentos habían estado condenados al fracaso desde el principio.

—¿Y qué sentido tiene que sigas con esta indagación si sabes que es inútil? —me atreví a reprocharle.

—Estoy descartando todos los dispositivos de expulsión —murmuró en tono confidencial—. Pretendo descubrir la ubicación de un dispositivo que funciona en dirección inversa. O sea una entrada a Omega.

 Me llené de esperanza ante la posibilidad de concluir el viaje dando un único paso correcto. Sin embargo, no me sentí totalmente convencido de que fuera posible entrar a Omega por medio de uno de los teletransportadores.

—Es contradictoria la existencia de ese acceso— expresé mis dudas sin titubeos—. La presencia de semejante irregularidad invalida por completo el estricto perímetro de defensa, igual que poner a propósito un ladrillo flojo en una muralla. Resulta totalmente irracional.

 —Al contrario, mi joven amigo, todo forma parte de una cuestión estrictamente racional— contestó con tono pedagógico—. Los habitantes de Omega hacen uso de los dispositivos de teletransportación porque consideran que son la manera más eficiente y benévola para librarse de la inmigración. Pero, más allá de las consideraciones pragmáticas o altruistas, sus intelectos superiores no toleran la idea de un completo aislamiento del resto de la humanidad. Por ese motivo se vieron obligados a incluir una puerta de entrada entre las innumerables salidas.

—No quiero faltarte al respeto después de lo que has hecho por mí, pero me cuesta mucho creer en esto sin una evidencia que sostenga tus justificaciones. Cualquier persona puede hacer conjeturas sobre la existencia de teletransportadores con distintas capacidades. A lo mejor hay uno que envía a los viajeros al fondo del mar y otro que los manda a la luna. Hace falta más que suposiciones infundadas para convencerme.

—Tienes razón en que no debemos descartar la existencia de teletransportadores con distintas capacidades. Solamente las autoridades de alto rango conocen la verdadera naturaleza de todas las trampas. Pero eso no interesa ahora. Lo que sí te aseguro es que existe un dispositivo que lleva al interior de Omega.

El hombre de las muletas volvía a presumir conocimientos fuera de su alcance, a menos que estuviera beneficiado por un informante al otro lado de la frontera. Le pedí que me revelara la fuente de sus saberes, pero no obtuve una respuesta suya al principio. Insistí en el tema por varias semanas sin poder arrancarle la verdad. Hasta que una noche, abatido por la melancolía, él se atrevió a confesar su historia.  

—Yo nací en Omega— declaró con amargura—. Nunca me sentí satisfecho de vivir confinado en la megalópolis. Anhelaba salir a recorrer el mundo. Aunque mis compatriotas no comprendían ese excéntrico deseo, se mostraron dispuestos a cumplirlo: me expulsaron. Por desgracia, ocurrió un error en mi teletransportación hacia el exterior, algunos fotones se perdieron durante la emisión y al ser materializado me faltaba una pierna. Así fue cómo terminé en una situación trágica, pero más que nada irónica. Ya gozaba de libertad para recorrer el mundo, pero no estaba en estado optimo de hacerlo. Desde entonces intento volver a mi hogar. Tengo la esperanza de pasar ahí los últimos años que me quedan de vida.

Al terminar de hacer la confesión, me pidió que no lo rechazara por pertenecer al pueblo que se negaba a compartir el paraíso. Yo le aseguré que nuestra amistad no estaba comprometida, pero salí a escondidas de su campamento a la noche siguiente. Realmente lo despreciaba por haber renunciado en primera instancia a todo aquello que yo anhelaba.  

En medio de la oscuridad me aproximé al campo minado. Me incitaba el deseo de probar suerte por cuenta propia. Ya no dudaba de que existía una forma de entrar a Omega con un solo paso. No tenía ninguna razón para desconfiar de la revelación de un oriundo de la megalópolis.  Sin embargo, no compartía su complicada metodología para encontrar el punto de acceso. Pensé que la entrada no debía estar oculta en un sitio remoto, pues entonces sería como si no existiera. Por lo tanto, no estimé pertinente buscarla mediante aquel gráfico enredoso, preferí guiarme por medio de mi bien ejercitada intuición. Fui invadido por un sentimiento de absoluta seguridad respecto a esta idea. Y no estaba dispuesto a compartir la oportunidad con nadie, ni siquiera con el sujeto que me encaminó a ella.

 Deambulé por la periferia con la cabeza ocupada por semejantes maquinaciones. El viento mecía las briznas de pasto sintético, produciendo un suave arrullo. Miré el cielo nocturno e imaginé que las estrellas eran el reflejo de los teletransportadores. Entre aquellos astros existía uno que me enviaría a mi destino sin hacer escalas. Elegí un espacio cercano a la orilla que era semejante a cualquier otro lugar del campo. Entré de un salto al empastado. No albergaba el más mínimo miedo a equivocarme. Gocé de la absoluta certeza de que llegaría a Omega de una vez por todas. Un instante antes de tocar la superficie, me vi a mí mismo paseando por las calles de la megalópolis como uno más de sus paseantes indiferentes… ¡Grave equivocación! Aparecí hundido hasta la cintura en un lodazal tóxico. Un teletransportador me había enviado directamente a un pantano.  

La duración del subsecuente retorno se prolongó más de lo normal. A punto de escapar del pantano, fui atrapado por una horda de mutantes. Me llevaron a sus yacimientos de uraninita y fui sometido a trabajos forzados. Pasé una larga reclusión en estado de esclavitud, hasta que llegó el día en que encontré una forma de recuperar la libertad. Creí que la suerte me favorecía por fin. ¡Pobre iluso! Poco después enfermé de gravedad. Estuve varios años albergado en una colonia que acogía a los infectados con un virus tecnorgánico. Durante todo ese tiempo yací en una cama con el cuerpo cubierto de tumefacciones cibernéticas. Mientras me consumían los delirios febriles, experimentaba visiones idílicas de Omega. Conservé la firme convicción de que allá encontraría redención a todas mis penurias.

En cuanto la enfermedad remitió, me puse en camino nuevamente. Cuando regresé por fin a los linderos de Omega, ya me hallaba convertido en un anciano. Mi espalda estaba encorvada y las piernas apenas lograban sostenerme. Busqué al hombre de las muletas y no lo hallé por ningún lado. No quedaban vestigios de su campamento. Nadie pudo darme noticias sobre su destino. Nunca me enteré si encontró la forma de volver a su hogar o si se resignó al destierro. Tampoco pude corroborar o desmentir la existencia del esquivo teletransportador que produjo nuestra desavenencia. Deseé con sinceridad que la puerta de entrada existiera y que estuviera en un lugar donde la encontrara una persona con mayores méritos que yo.   

El flujo de migrantes no disminuyó durante mi larga ausencia. Los viajeros continuaban arribando a la misma velocidad con que eran obligados a marcharse. Nadie había logrado conquistar la meta todavía. Ni siquiera se registraban progresos mayores que en el pasado. Observé que las nuevas generaciones ya no emprendían el tortuoso recorrido a partir del ensayo y error. Ahora era más popular la costumbre de masticar hojas de ciprés rojo, conseguidas mediante el comercio con traficantes montañeses. Según la leyenda, la planta poseía la virtud de volver ingrávidos los pies de su consumidor. Los jóvenes creían que, al ingerir una cantidad adecuada de hojas, sus pisadas se tornarían etéreas como un suspiro y las trampas no conseguirían detectarlas. Aunque, por lo que aprecié, no obtenían mejores resultados que con los antiguos métodos. Tan solo en una tarde atestigüé varios centenares de teletransportaciones.

 Respecto a mí, supe que me encontraba por acometer la última oportunidad. Si no la aprovechaba para concluir el viaje, me quedaría sin fuerzas para remontar el trayecto de nueva cuenta. Tendría que aceptar la derrota y esperar mi muerte en otra parte. Por la noche, antes de echarme a dormir a la intemperie, mendingué algunas hojas de ciprés rojo, por si acaso funcionaban.

Al amanecer me aproximé al campo de minas. Contemplé el paisaje que no había cambiado en nada con el transcurrir de los años. Permanecía completamente semejante a sí mismo como siempre. Parecía que el tiempo no transcurría en esa llanura artificial. Su hierba jamás se tornaba pajiza. Las flores jamás brotaban. Ninguna huella quedaba impresa en la superficie plastificada. Y sin embargo, en aquel terreno ya habían sido dados todos los pasos posibles, ya habían sido probados todos los caminos posibles. No existía otra opción más que reandar sobre los errores cometidos previamente. Comprendí de golpe que todo el tiempo fui animado por la cándida esperanza de llegar a Omega. Y eso nunca funcionó. Pensé que el verdadero truco para cumplir mi meta era renunciar a la esperanza.  

Con la luz dorada del sol naciente me dio la impresión de que el panorama se cubría con un tablero de polvo, semejante al que contemplé muchos años atrás. Debajo de esa imagen aguardaban las trampas terriblemente sigilosas, efectivas e inmisericordes. Imaginé que al equivocarme de nuevo, en algún lugar desconocido, una muleta oxidada surcaría una equis sobre la tierra. Dí el primer paso hacia adelante. Iba descalzo. La hierba de plástico se encajó en mi piel. Esperé un instante parado ahí. No desaparecí. Ejecuté el segundo paso hacia el interior. Tampoco padecí la súbita sustracción espacial. Sentía una molesta comezón en la planta de los pies y nada más. Procedí al tercer paso que fue el definitivo. Percibí cómo el mecanismo disparador cedió bajo mi peso. Hinqué el pie con bravura, como si efectuara el acto más osado de mi vida. Ya me importaba poco a donde fuera a arrojarme la teletransportación. Para mi sorpresa, permanecí en el mismo sitio. Solté un par de pisotones contra el suelo, asegurándome de activar el dispositivo. Nada me ocurrió. Por unos segundos creí que había encontrado un teletransportador averiado, pero enseguida me di cuenta de lo que sucedía realmente.

Adelante de mí, a menos de cien pasos de distancia, surgió del suelo un enorme resplandor que iluminó los alrededores con tanta intensidad que pareció ser de repente mediodía. El resplandor se extendió por todo el territorio de Omega, abarcó los jardines exuberantes y ascendió por las edificaciones impotentes e inquietantes, envolviéndolas en una espiral enceguecedora. Las calles con sus paseantes aún indiferentes se desvanecieron en medio del fulgor. La megalópolis se descompuso en centellas diminutas que ascendieron al cielo velozmente, como impulsadas por una fuerte ráfaga de viento. Al final, no quedó rastro del enclave más que el gigantesco espacio vacío que los cimientos dejaron en la tierra. Hubo un breve silencio de estupor y a continuación se desató el griterío de los alarmados viajeros que presenciaron la inconmensurable teletransportación de Omega.

¡Los novatos se lanzaron en busca de su paradero!

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