Veintiocho rondas

Faustino Montes decidió jugar una última partida. Pensó que si apostaba con agresividad podría vencer a su oponente, un elegante caballero rubio de sonrisa pícara, pero después quedó claro que las habilidades del otro eran mucho más amplias y le dio la vuelta poco a poco.

Los jugadores debían acumular el mayor puntaje sin exceder las diez fichas, pero en cada turno tenían que ceder su pieza de más valor y elegir otra entre las treinta disponibles. Tras varias sucesiones, Faustino comenzó a sudar. La casucha donde se encontraban parecía una propiedad abandonada. En el techo se veían innumerables agujeros y las esquinas se hallaban plagadas de telarañas. Sus piernas querían salir de ahí, ponerse a salvo, porque percibían un peligro inminente asechando en la oscuridad.

—¿Quiere retirarse, compadre?

Montes negó de forma cansina, no pudo decirlo, pero deseaba ganar todo o perder como una leyenda. El juego continuó su marcha, pero con cada vuelta, el rubio aseguraba su victoria y su contrincante se hundía en un abismo sin retorno. Con diez fichas entre las manos, Faustino escudriñó los ojos de su enemigo y detectó un brillo diabólico en ellos. Quiso saber si su familia en verdad recibiría el dinero o todo era en vano. El tahúr le respondió como si hubiera oído sus pensamientos:

—Cada moneda apostada llegará a sus manos multiplicada por tres. Como te dije, buen amigo, si pierdes, ellos serán ricos; si ganas, tú lo serás a su lado. No desperdiciemos más el tiempo, revela sobre esta sucia tabla cuál es tu destino.

Al escuchar esas palabras, Montes se sintió desfallecer, sin embargo, también encontró valor al pensar que su esposa e hijos ya no sufrirían carencias. Por lo tanto, aventó sobre la mesa el último fajo de billetes que le quedaba y expuso las peores fichas del juego, tenía varias piezas negativas y algunas de cara blanca que no valían nada. En contraparte, el rival mostró puntuaciones perfectas y emitió una carcajada funesta.

Faustino intentó levantarse, pero una tos sanguinolenta se lo impidió. Cayó al piso y perdió el aliento. Sus familiares lo encontraron horas después y llamaron a la policía, quienes confirmaron su muerte. El forense acudió por la noche. La autopsia reveló que tenía veintiocho puñaladas internas e inexplicables diseminadas por el torso. Nadie supo que esa fue la misma cantidad de rondas que jugó con el extraño, mismo que le entregó una bolsa de dinero a la viuda de su adversario y dijo que Montes se lo había ganado, luego desapareció y, si acaso lo volvieron a ver, fue jugando con otro hombre endeudado.

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