Un grito en las sombras

El domingo, Diana llega a la estación Insurgentes a las 11:30am. El viaje en el tren fue largo y cuando se levanta de un tirón del asiento, siente un ardor en sus muslos que se adhirieron al plástico verde. Ignora el enrojecimiento momentáneo en su piel y se dirige a la puerta automática para abandonar el vagón. Diana se encuentra harta del metro de México: atestado de gente, hermético como un horno, con la ventilación descompuesta y a merced del tufo agrio de transpiraciones humanas que se volvió insoportable.

A modo de despedida del suplicio, cuando el convoy arranca, una ráfaga de aire produce un escalofrío que se extiende por el cuerpo de Diana, desde sus axilas mojadas hasta su espalda baja cubierta al doble por su larguísima cabellera suelta, así que la chica busca una liga para atarse el pelo, arrepentida por no hacerlo antes. El sudor de su nuca, pegajoso pero fresco, valida su decisión de vestir unos shorts y camiseta de tirantes negra para acudir al gran día: la Marcha Solidaria por la Despenalización del Aborto. En su estado aún no es legal y Diana aprovechó su fin de semana en la capital del país para sumarse a una lucha en la que apenas se está involucrando, aunque en realidad no conoce a nadie y es su primera protesta, pero se lo debe a Alejandra y a todas las “Alejandras” del mundo.

En la glorieta de Insurgentes, el brillo de la luz solar rebota por las blancas paredes de la estación. Diana lamenta no haber empacado lentes oscuros. Levanta la mano para usarla como visera, su camiseta tiene los bordes mojados y unas gotas acres se deslizan entre cosquillas por ambos costados de su torso. La muchacha en ropa ligera ve a sus compañeras cubiertas hasta las muñecas, sosteniendo banderas, dividiendo el colectivo a través de los altavoces, incluso, algunas chicas usan pasamontañas para proteger su integridad. Diana busca en su crossbody cuadrado, también consiguió uno grueso de estambre, pero no supo cuándo ponérselo, así que se resistió a usarlo, con la tranquilidad de que nadie indagaría en su persona. El sol abrasa, algunas manifestantes llevan sombrillas y gorras, palestinas o sombreros, los pañuelos verdes y morados no faltan. Un vendedor se instala en la plaza, tiene agua fresca, raspados y congeladas, pero Diana no quiere cargar una botella mientras marcha, así que espera en un rincón con sombra a que empiece la movilización. Los chicles pegados al asfalto se derriten amenazando sus botas con estoperoles por si acaso da algún paso incauto. “¿Por qué organizan la marcha a la hora que hace más sol?” se pregunta Diana. A expensas del mediodía, parece una hormiga bajo la lupa de un niño travieso. Las botas de vinil negras, igual que su short, bolsa y blusa, contrastan con la palidez de su piel. Opta por colocarse el pasamontañas para no quemarse la cara, pero el cabello le hace demasiado bulto y le aprieta. Y pensar que Alejandra pudo estar aquí con ella.

*

Pero no. Cuando Diana se enteró, reaccionó igual que la madre de Alejandra, pese a saber cuán duro era guardar un secreto en familias tan conservadoras como las suyas. Mas en la mente de Diana, aún resonaban las palabras de aquella a quien quería como una tía: “estás loca, Alejandra, yo no sé en dónde tiene la cabeza la gente de tu edad… Lo hubieras tenido y me lo dabas… Yo no te eduqué así, y ¿luego qué?, ¿estabas abierta de patas en la mesa de un cuarto oscuro en otra ciudad, desangrándote?, ¿y nosotros?, tu familia, sin saber, ¿qué tal que te hubieras muerto, Alejandra? Estás loca, bien pinche loca…” luego vinieron los mensajes por WhattsApp que poco a poco dejaron de ser respondidos.

Diana

Tu mamá repudia lo que hiciste, Alejandra, y encima te advirtió callarlo, porque “según así,” ya nadie te va a querer… Yo la desconozco, si siempre fue muy buena onda. O sea, ¿ni siquiera preguntó si te dolió?, si ¿se lo dijiste “al padre”? o si ¿ya te repusiste?… No, Alejandra, qué poca. Güey, ni te tuvo compasión, porque otra vez, “según” tú misma no se la tuviste a “tu hijo. Ay, no sé ni qué decirte, amiga.

 “¿Cómo durmió por las noches Alejandra?, ¿seguía pensando en la culpa?, ¿recreando todo de nuevo”. Piensa Diana mientras ordena los acontecimientos en su mente: la desconfianza, la especulación, después las náuseas matutinas como la cereza del pastel tras la irregularidad de su ciclo menstrual: sangrados anacrónicos debido a las pastillas anticonceptivas que su güey le compraba al ser el mayor de edad. La duda, entonces la prueba de embarazo, seguida de otra más, porque mojó mucho la primera y pensó que la había arruinado. Finalmente, la prueba digital. Entonces… la negación.

Alejandra no le contó a Diana, porque esta última tenía muy claro que nunca pasaría por una situación así y le era impensable imaginar un aborto. Alejandra estuvo muchas noches en vela, le dieron miedo las semanas que podría tener de embarazo, lo que había hecho sin estar consciente, y no pudo parar de pensar.

Diana se pregunta ¿qué hizo su amiga tras saber que esperaba un hijo?

En su cuarto, cuando todos en casa dormían, con el celular bajo las cobijas, Alejandra buscó si el bebé ya tenía corazón en el día uno o lo tendría hasta la semana ocho, u once, porque los expertos en las redes sociales no se ponían de acuerdo con el lapso. Que si siente o no, que si es ser vivo o no, que si se mueve o no.

“¿Y tú qué querías hacer, Alejandra?, ¿por qué no me lo dijiste?, ¿tanto miedo tenías?, ¿tan poca confianza te inspiré?”, se cuestiona Diana, mientras avanza entre consignas cuyos ecos resuenan en las ventanas de oficinas, locales o casas. “¿Buscaste la clínica en internet o alguien te la recomendó en México?, ¿llamaste para pedir informes o fue una cita a ciegas?, ¿acudiste sola?, ¿y qué le dijiste a ese religioso que se manifestaba frente a la puerta?, quien te pidió no tomar el camino del asesinato.” Diana le hubiera quitado la pancarta para luego romperla y tirarle los trozos encima, como pasó una vez en que la acusaron de depravada en un bar durante la celebración del orgullo y ella le arrojó un trago a la cara a su agresor. Con esa imagen en la mente, Alejandra entró a la clínica más convencida que antes.

Diana

¿Estuvo frío el gel que te pusieron en el vientre?, ¿viste al bebé en el ultrasonido?

Le escribió en el chat, pero Alejandra respondió que, a las ocho semanas, lo más que alcanzó a ver fue una mancha que no se parecía a lo del internet.

Alejandra

No tenía dedos, ni manos o cabeza, tampoco dijo “épale mi piernita”. O a lo mejor no me esforcé en distinguirlo.

 Diana quiso saber si se abrió de piernas y le metieron un gancho o si la rasparon, si hubo mucha sangre como dicen las malas lenguas. Pero tras el procedimiento, Alejandra regresó a la habitación del hotel donde se hospedaba con el medicamento y las indicaciones en mano, guardó en su celular la fecha de seguimiento y el número de emergencia por si las cosas salían mal.

Alejandra no lloró, ni antes ni después, pese a que le dio la impresión de que la recepcionista y el guardia de la entrada la miraban como aquel religioso que oraba en voz alta por la salvación de ella y el alma del no nacido.

Alejandra

No agaché la cabeza y caminé, creo que me roció con agua bendita y por el frescor se me antojó una nieve, así que antes de la segunda dosis de medicamento me fui a dar una vuelta para conocer Coyoacán antes de meterme a la cama.

Y esas palabras fueron lo último que Diana leyó.

Alejandra se encerró a media tarde en una habitación ajena, apagó las luces y, como una criatura salida de las sombras, se retorció por los fuertes cólicos mientras gritaba en cada espasmo llamando a su madre, amiga y aquel a quien no le contó. Sangró y mucho, hasta que, sin poder llegar al baño, expulsó en el suelo una cosita babosa del tamaño de una uva.

“¿Cómo durmió esa noche, si es que pudo dormir? Quizá tranquila, porque todo había acabado.”

Diana

Ay, Alejandra, es que te juro que no me cabe ¿por qué le contaste a tu mamá y no a mí si ya sabes cómo es? ¿Creíste que ella lo entendería? No, perdón, es que yo no quise decir que era tu culpa, el que me enferma es tu güey, o todos los güeyes. Y lo de que a mí nunca me hubiera pasado, pues ya sabes por qué lo dije, no era para insultarte. Ya… respóndeme, amiga, por favor…”.

 Diana da pasos más pequeños porque el número de activistas aumenta y se halla cobijada por un ambiente sororo, al que, en retrospectiva, no acaba de pertenecer. El cobijo se vuelve asfixia, las chicas no dejan de aglomerarse y Diana se figura que desde el cielo la marcha parece una perfecta y organizada marabunta con hambre de justicia ante historias similares a la suya. Entonces vienen los vértigos: ella es una aguja en un pajar, la cabeza le hierve, punzan sus sienes y sus labios exhalan un aliento seco, su boca árida escupe consignas que poco a poco le cierran la garganta debido a gritar por dos: está orgullosa y fatigada al mismo tiempo tratando de disipar lo que quedó atrás. Oye la Batucada, cantos y porras. Aunque está sola, nunca se sintió más protegida como una hojita flotando en el río feminista. A Alejandra le hubiera gustado verlo y saltar con las otras. Apenas vuelve en sí, Diana siente un ardor que le irrita los brazos y piernas, “¿por qué no traje bloqueador solar?”, se reclama. Mientras camina, el sudor le escurre hasta por las pestañas, pero Diana sabe que nunca debe descubrirse el rostro en medio de una protesta. La cabeza retumba, los ojos le arden, pero también sabe que por seguridad jamás debe salirse del contingente, ni siquiera para comprar agua. Ojalá, Alejandra hubiera estado ahí. “Y sostenernos las manos”.

A la altura del Hemiciclo a Juárez, se detiene el bloque. Los policías las han encapsulado. Cientos de mujeres replegadas, unas a escasos centímetros de otras, unas haciendo cadenas humanas con otras mientras oyen insultos de quienes deberían cuidarlas. Una chica trata de tomarla de la mano y jalarla con la Resistencia, pero las piernas de Diana tiemblan, también sus dedos, su carne duele: el pecho enrojecido y la piel de la nuca está tan sensible como quemada, el interior de los muslos húmedos. En medio, una yaga punzante por la fricción de su carne insolada, y la ingle irritada por el sudor le merman las fuerzas. Sufre un mareo y niega la ayuda con la mano. “Ay, Alejandra, ya te entiendo, a veces se acaban las fuerzas y no se puede pelear cuando duele desde adentro”. Tambalea, Diana se dirige hacia un par de árboles que sujetan una manta. Entre burlas de los espectadores que celebran la contención de las mujeres, descubre una sombra apenas suficiente que ve cual oasis. Piensa que así debió haberse sentido Alejandra: adolorida, mareada, sensible, exhausta, con el infierno entre las piernas, sin voz entre la negrura de lo desconocido, sola entre millones de habitantes. Diana ignora que unas chicas no le quitan la mirada de encima. “El cuerpo humano es una máquina de combustión interna”, o al menos eso recuerda de sus clases de física. Diana, apenas tras un paso descompuesto, siente el abandono de sus fuerzas y el hervor de su cuerpo evapora la escasa liquidez de su conciencia. Dos encapuchadas se abalanzan hacia ella con botellas de agua y una toalla húmeda.

Una bomba molotov lanzada de fuera se estrella contra la manta, el fuego se extiende instantáneamente hasta las ramas del árbol, Diana yace en el suelo, abre los ojos y ve su cuerpo protegido por una pequeña encapuchada, otra le grita a todo pulmón a los policías por su cobardía contra una muchacha desarmada. Bombas, gas pimienta, macanas y escudos por un lado, herramientas de un Estado que condena la rebelión de las oprimidas y cuya única arma es la voz que llama a la convocatoria por el otro. Diana no comprende lo que sucede, pero saca fuerzas de esa imagen que jamás podrá borrar de sus ojos: una hermana, más aún, como una madre protegiéndola por el simple hecho de ser mujer. Tanto valor en un cuerpo tan pequeño, igual a cuando ella sacaba a las arañas en un vaso con tal de que Alejandra no las viera; igual a la vez del bar: manos temblorosas por el miedo a la reacción del sujeto que la señaló con su acompañante; valor que sacó de su ser para hacerle frente. ¡Cómo pudo ser tan poca cosa para alguien a quien quería, justo en el momento en que más la necesitaba, mientras que una extraña la cuidaba a costa de su propia seguridad! Ambas se levantan y corren de vuelta a la célula que las acuerpa, atrás queda el ardor y la pérdida momentánea del oído, el ligero rastro de sangre en la piel de sus piernas y el aroma a quemado del aire. Diana corre con sus compañeras y cuando siente que no puede más es jalada por otras manos, dos, cuatro, todas, hasta casi es tocada por Alejandra.

Cerca del metro, el grupo se segmenta y Diana apenas nota que no ha soltado a su salvadora de un apretón tan fuerte que hasta siente el palpitar de su pulso.

—Perdóname, yo…

“Cuánto miedo sentimos las mujeres y más cuando estamos solas, Alejandra”.

Diana rompe en llanto, se quita el pasamontañas, la cascada de cabello enmarca el enrojecimiento de sus ojos y las quemaduras solares. La chica también se descubre, es más bajita que Diana y parece tan joven como una estudiante de preparatoria. La desconocida se quita la mochila que lleva atada a su espalda y en silencio busca el botiquín con el que empieza a curar a Diana. El celular de esta suena y escucha del otro lado la alterada voz de su madre.

—¡Para eso te fuiste a México, Diana!, acabo de oír las noticias, se puso muy feo allá. ¡Pobre de ti donde te hayas metido en problemas!, ¡te me regresas ahorita a la casa y voy por ti a la CAPU! Acá ya no estamos para más tarugadas suyas.

 La muchacha termina de limpiar los raspones de las piernas de Diana, hace una seña y se acercan otras chicas ya vestidas de incógnito. Le preguntan si está bien y una más le dice que le urge pomada para las quemaduras. Diana siente el ardor en sus mejillas, pero esta vez se debe a la pena de encontrarse tan vulnerable. La invitan a ir con ellas a la casa de una para pasarse el susto, e incluso le ofrecen tomarse unas cervezas para el calor.

—¿Diana?, ¡sigues ahí, contéstame!, ¡vas y te compras el boleto de vuelta, pero ya!

Las mujeres alcanzan a oír los gritos en la línea y se ríen bajito. Le ofrecen acompañamiento a la TAPO en San Lázaro, pero Diana solo contempla a su salvadora, esa chiquilla de metro y medio, morena y delgadita que salvó su vida y que ahora, con la ropa negra guardada en su mochila parece una muchacha como cualquier otra, excepto por sus ojos enrojecidos y el cabello esponjado que trata de amarrarse en una cola. Al darse cuenta de la mirada fija de Diana en su persona, le contesta con una tímida sonrisa y se apura a decir:

—Ándale, vamos primero a conseguirte un pants para que no te lastimes más, y si quieres agradecerme lo de hace rato, invítame una chela.­ —Vuelve a ofrecerle su mano.

 En su barrio, alguien ya las habría señalado y reprobado. Diana cuelga la llamada.

—Las que quieras, hace un chingo de calor.

Diana se incorpora con un poco de dificultad y toma suavemente los dedos de la desconocida.

—Yo… vine aquí, porque Alejandra ya no pudo… —dice Diana, tragando saliva.

Las demás guardan silencio y la pequeña salvadora le da un apretoncito a Diana.

—No, no pongan esa cara. Lo que pasa es que ya no nos hablamos, ojalá hubiéramos gritado juntas a través del humo, marchado y luchado en su momento allá, para que no se sintiera sola. Y quizá un día pueda perdonarme.

*

Por la televisión, Alejandra ve la nota de la marcha en la capital del país, distingue el crossbody cuadrado de Diana, las botas con estoperoles, su camiseta negra de la suerte y su figura que se desvanece ante el ataque de los policías. Alejandra toma el teléfono y busca el chat con Diana que hace tiempo no usa, asustada, deja salir de su pecho un mensaje con todo lo que se contuvo por meses.

Alejandra

Te vi en la tele, Diana, no manches, ¿estás bien? Mensa, para qué fuiste allá, y luego tú toda blanca sin sombrilla. Por fa, dime que estás bien…

 Habla y habla, mientras espera la respuesta agrega un sticker que parece capaz de cerrar hasta un abismo.

En el bolsillo de Diana, su teléfono vibra.

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