El rosa pálido de otro globo escapa de sus manos para rebotar perezoso sobre el suelo.
–Treinta y cinco –suspira–, antes de tomar otro pedazo de plástico desinflado de la bolsa. Inflar cincuenta globos plateados y cincuenta rosas. Otra vez, suspiro, presiona la bomba, silbido, otra vez, suspiro. La luz matutina, que se filtra por los vidrios del salón de fiestas infantiles ubicado en alguna esquina de La Viga, cae perezosa sobre una decena de mesas de plástico adornadas con estrellas rosas. Sobre ellas, las serpentinas de colores aguardan por el soplido que las pondrá a bailar. Al centro, aún en el suelo, la vieja bola disco espera, cual reina, a ser colgada y reverenciada.
Elena vuelve a presionar la bomba, un silbido de aire y otro globo. Sentada ahí, en medio de tantas burbujas, parece un hada de cuento o una princesa. A lo lejos, en la esquina, las torres de un palacio inflable dominan el salón; como ella, también permanecen expectantes por la horda de niños que llegarán pasadas las once a festejar el octavo año de Susi, Gabi o Andreíta. Otro silbido de aire y la burbuja rosada se eleva unos centímetros del suelo y flota hacia la mesa vacía que yace a sus espaldas. Elena sabe que será ella la que tenga que sacar las cajas de jugo y las galletas. Pasan de las nueve y la mesa destinada a ser una carreta de viandas sigue vacía. Otra mamá que llegará tarde con la comida prometida, una más que no quiso pagar el paquete completo y ahora, Elena, antes de ser la princesa más cansada, será la que tenga que solucionar el hambre infantil.
La puerta del salón se abre con un rechinido, avisándole que no está sola. Deja la bomba en el piso y se gira hacia la entrada. La luz que se filtra por una de las ventanas cae sobre su rostro agotado y resalta las ojeras profundas, muestra del cansancio que dos trabajos y la escuela nocturna le han venido acumulando desde hace meses. Sus dedos, manchados con la tinta de los plumones que usó en los carteles de “¡Feliz cumpleaños!”, juguetean con un globo desinflado. Espera ver a uno de sus compañeros, tal vez Esteban que ahora sí llega temprano para colgar la bola disco.
–Buenos días –una voz grave suena desde las sombras.
Ese no es Esteban.
En la entrada hay un hombre vestido con un traje negro que a Elena le parece demasiado aterrador para un salón de fiestas, pero viene acompañado de un chico y eso la tranquiliza.
–Hola –dice ella– aún no estamos abiertos.
–Sí, lo sé, quería, bueno, él es mi hijo Jorge…viene a la fiesta.
El chico tiene la cara tapada por la capucha de una sudadera gris, bastante gastada. Los brazos colgándole inmóviles a los costados del cuerpo flaco. Elena no puede ver su rostro y piensa que es un niño extraño.
–Hola, Jorge. Ok, ok. Pero la fiesta todavía no empieza –responde Elena lo más servicial y lo menos cansada que puede.
–Sí, es que mire –explica con prisa el padre–, Jorge es primo de la festejada y él no quiere perderse la fiesta, pero yo tengo que ir al trabajo y no puede ir conmigo. Unas horas en lo que llegan los demás, ¿no? Quería, bueno queríamos, si es posible… que él se quede aquí, en una silla, es muy tranquilo, ¿sabe? Es un chico tímido, no la va a molestar. Puede esperar, ya verá, se está quieto y si no, algo de comida lo calma.
–No, lo siento mucho –responde Elena, tratando de sonar tajante pero amable– no puedo hacerme responsable de su hijo y no hay nadie más para cuidarlo.
El hombre se queda callado por unos segundos, parece resolver algo en su cabeza para después, con una amplia sonrisa, responder.
–Entiendo perfecto, señorita. Entendemos. No sea mala, sólo déjenos usar el baño y ya nos vamos.
–Claro, no es molestia. Están ahí al fondo del pasillo, frente a ustedes.
Elena los ve desaparecer en el pasillo de los baños. Suspira, el día aún no empieza y ya promete ser uno de esos días raros, lleno de familiares anhelantes por bailar con la princesa de la fiesta. Regresa a su silla, toma la bomba y empieza a inflar el globo, ya sudado. El color rosa empieza a expandirse entre sus dedos cuando escucha la voz del hombre.
–Muchas gracias, señorita. Nos vamos los dos, gracias.
–Sí, gracias a usted, digo, no hay de qué. Ojalá su hijo pueda regresar a la fiesta, en unas horas.
–Lo hará, señorita, lo hará.
No pone mucha atención, de reojo ve al hombre que sale por el pasillo con el chico agarrado de la mano. Se queda pensando en lo descuidado que se ve el niño, una sudadera sucia, unos tenis rojos con agujeros. Pobre, mira que traerlo así a una fiesta de cumpleaños. Padre e hijo se pierden en las sombras y ella vuelve al tedio de los globos sin pensar siquiera en cómo fue que ese hombre pudo abrir la puerta de la entrada.
Son las diez. Elena ya está completamente vestida de princesa. Han llegado casi todos sus compañeros, el salón se ve alegre e iluminado. Esteban ha colgado la bola disco y ahora revisa el equipo de sonido. Bárbara pone en orden su estación de maquillaje donde pintará la cara de las niñas con mariposas, estrellas y flores; para los niños tiene conejos, bigotes y leones, aunque nunca dejará de preguntarles si también quieren ser princesas. “Todes podemos ser princeses en esta vida”, es uno de sus lemas porque como siempre dice “los límites son para los países y ni eso”.
Elena la mira ordenar pinceles y glitters, mientras se acomoda la peluca dorada y se dice que será la última vez. Está segura que conseguirá ese otro empleo al que ha aplicado y podrá dejar este trabajo que la está convirtiendo en alteza de las ojeras. Pero, con todo, es una hermosa princesa y el salón se ve muy bonito. Aunque la mamá llegue tarde y a la familia no le importe, ella y los demás están ahí para que Gaby o Susi, o Andreíta tenga un feliz cumpleaños.
–Vamos, vamos chicos. Menos de media hora para que empiecen a llegar –la voz de Nancy, la supervisora, corta la armonía del salón con un siseo agudo y penetrante. Elena la mira con desprecio, estar a la cabeza y siempre darse el lujo de llegar tarde, cobrar más y sin esfuerzo.
–Pinche Nancy, no tienes vergüenza –murmura Elena–, lo único más grande que tu descaro, es tu barriga.
Un golpe hueco la saca de sus pensamientos. Viene del fondo del pasillo, de los baños. Se acerca convencida de que algo se ha caído, rezando porque los tres sanitarios estén bien y funcionando. Primero abre la puerta azul, nada. Abre la puerta rosa, todo en orden. Un golpe seco, como un puñetazo, viene del baño de adultos. Elena se queda congelada. El ruido se repite. Un segundo de incertidumbre para luego pensar que puede ser uno de sus compañeros. Se acerca, toca, no hay respuesta. Mueve el picaporte y la puerta se abre sin dificultad. Está oscuro, Elena busca con la mano los interruptores y enciende la luz. La sorpresa la obliga a retroceder. Ahí, de pie, en medio del baño de los adultos está el niño de la sudadera gris, los tenis rotos, la cara sucia…
–¡Ay diosito! –exclama asustada –¿Qué haces aquí? ¡Te vi salir con tu papá! ¡No puedes estar acá! ¡Es el baño de los adultos! Ven conmigo… ¿cómo te llamabas?: Jorge. Jorgito, ven.
Elena toma al chico por el hombro y lo lleva al salón.
–Mira, no sé qué estaba pensando tu padre, pero no puede hacer esto. Quédate aquí que voy a hablar con mi supervisora.
Pone al chico en una silla y se aleja en busca de Nancy. Si esa mujer llegara a tiempo y se tomara en serio su trabajo, cosas así no sucederían. Apenas va a acercándose a la puerta cuando los invitados empiezan a entrar. Voltea al salón y ve al niño sentado, quieto. Los chiquillos llegan a caudales seguidos de mamás, padres y abuelas. Hay mil cosas que atender. La madre ha traído más dulces, alguien necesita lugar para colocar un marco para tomarse fotos, no es posible que la mesa de regalos sea tan pequeña y hay un par de canciones que necesitan pedirle al DJ. De pronto todos están ocupados yendo y viniendo. El salón se llena con la música de moda y la bola disco empieza a brillar. La fiesta ha empezado.
Cuarenta minutos después, Elena se acuerda del chico. Lo busca con la mirada, no está sentado, era de esperarse. No lo ve por ningún lado. Entonces decide acercarse a la madre de la festejada, le cuenta del hombre que llegó con un niño, su sobrino, y que lo dejó ahí solo en el baño.
–No sé de qué me hablas, hermosa –la detiene la mamá de la cumpleañera.
En ese momento Elena lo ve. Está de pie junto a la alberca de pelotas, frente al palacio inflable, la capucha de la sudadera aún echada sobre la cara.
–¡Es él! –señala– allá en la esquina, junto a las pelotas. ¿Lo ve? El chico de gris.
–Sí, claro que lo veo, pero no sé quién es. A ese niño no lo conozco, ¿segura que dijo que era primo de mi Susy? –responde la madre que ya comienza a alejarse, saludando a una mujer que acaba de cruzar la entrada con dos niñas de vestidos idénticos.
–Lo juro –responde Elena extrañada.
La mujer se ha ido y el chico ya no está en la esquina. Entonces, siente un jaloneo en el vestido, baja la cabeza y ahí está, mirándola. Elena puede ver sus ojos bajo la sombra de la capucha, brillan como los de un animal salvaje.
–Tengo hambre –dice con voz hueca.
Elena está angustiada, hace rato que debía haber empezado los bailes y sigue ahí atendiendo a un chico que quién sabe de dónde ha salido.
–Come lo que quieras, hay mucha comida, y quédate aquí, tengo que trabajar.
El chico no responde, sólo la mira. Ella siente un escalofrío. Es un niño muy raro, no le queda duda.
Varias pequeñas, maquilladas con mariposas y flores se acercan, quieren que baile con ellas. Elena no puede negarse, es la princesa de la fiesta y las princesas sonríen como si la vida fuera siempre un final feliz.
Antes de empezar a dar vueltas bajo la bola disco, Elena mira al chico. Gira agarrada de la mano de dos niñas y, segundos después, lo vuelve a ver junto a la alberca de pelotas. ¿Cómo ha llegado hasta allá? Sólo para asegurarse revisa el lugar donde lo había dejado y lo ve. Sigue ahí, de pie, con la capucha que le cubre los ojos. Pero también está allá, al fondo del salón y la mira. Algo no está bien. Siente cómo su respiración se agita y voltea a ver a Nancy, que recibe gente en la entrada y ahí, justo detrás del voluminoso cuerpo de la supervisora, lo ve. La princesa ahoga un grito.
El niño sigue ahí, al lado de ella, pero también está arriba en la tarima donde Esteban juega a ser DJ y está atrás de Bárbara, que maquilla a una niña con ojos de panda. Algo roza la tela de su vestido. Elena siente un miedo que no sabía que podía existir. Él pone los dedos sobre su brazo. Ella siente el tacto frío y viscoso de una mano que no puede ser humana.
–Comida –dice, antes de echarse para atrás la capucha y revelar su verdadera cara.
Elena levanta la mirada aterrorizada sólo para ver a los otros que, con sus sudaderas sucias, caminan hacia los niños pequeños. Hay más, no sabe cuántos, pero en vez de manos tienen garras y no hay palabras para lo que ocultan las capuchas. Las luces tiemblan y se apagan. El lugar se queda en la penumbra. Escucha gritos que piden calma, que en cuestión de segundos se transforman en alaridos. La tenue luz que atraviesa los vidrios cae sobre el inconfundible color carmesí que empieza a pintar los globos. Elena llora presa del pánico. Sabe que en este cuento no hay príncipe que llegue a salvarla.
Ferviente lectora de lo extraño y lo inusual. Amante de monstruos y extrañezas. Activa participante de talleres de escritura e incansable compradora de libros. Algunos de sus relatos y poemas han sido publicados en proyectos como Cuentística, Penumbria, Especulativas y Lengua de Diablo.
Qué onda contigo, me encanta lo que cuentas, con tanta facilidad. Estupendo, felicidades, de lo cotidiano saltas de a poco a lo tremendo. No te había leído, qué grata y terrorífica sorpresa.
No había visto tus comentarios. Me emociona muchísimo que te agrade mi narrativa. 🙂 Gracias por leer, querida.