Un colmillo y un ojo

Con una botella de vino en una mano y un cigarro en la otra, Fermín se dirigió hacia su terraza para observar el atardecer. Era la mejor hora del día y la había disfrutado de la misma manera durante los últimos cuatro años: fumando y bebiendo.
Se sentó en su silla de madera que siempre amenazaba con ceder ante su peso, y al ritmo de un trago cada tanta fumada, se quedó contemplando el horizonte en espera de su evento diario. Mientras la luz del día era disuelta en un gradiente purpúreo, la botella se vaciaba y los cigarros se consumían. Así era el ritual de sus atardeceres.
La luna y las estrellas aparecieron lentamente y con ellas los sonidos de la noche: una polifonía hecha por los sonidos de insectos y aves nocturnas, con la intervención de algún ladrido lejano.
Llegaron los recuerdos: dos divorcios, cárcel por evasión fiscal, llevar a quiebra una empresa y otra serie de cosas que lo habían obligado a exiliarse en aquél pueblo tan alejado de la ciudad y que en cada ocaso le ofrecía un refugio para esconderse de su propia historia. Era momento de ir por más vino.
La casa se encontraba a obscuras, sólo podían distinguirse siluetas, eso no era problema, no necesitaba ver en dónde estaba lo que quería. Llegó a la cocina y sin torpeza, dirigió su mano al cuello de una botella y la tomó. todo se interrumpió de súbito cuando notó que no estaba solo: algo se escondía en las sombras y podía escuchar como respiraba. En lo primero que pensó fue en moverse rápido hacia el apagador más cercano y encender la luz, pero esa idea implicaba hacerse visible. Además, tampoco estaba muy seguro de querer mirar qué era aquello; si su respiración era tan espantosa, su imagen era seguramente peor.
Su casa estaba situada algo alejada del pueblo y le habían comentado que cierto tipo de fauna se metía a veces a las cocinas atraídos por los olores o el calor y recordó las palabras de su jardinero “Ya no le damos miedo a los animales, al contrario, les hacemos la vida fácil con nuestra basura”… “una vez, los coyotes hasta se comieron a un viejito”. Recordar aquella frase llena de conocimiento bucólico y exageración folclórica re¬dujo las opciones con respecto a la criatura en la penumbra. Eso no le calmó los nervios.
Sentirse tan vulnerable en su propia casa siendo un perfecto escéptico lo impulsó a hacer algo que creyó muy lógico: caminar lentamente a su cuarto y encerrarse, pero en el instante en que dio el primer paso la respiración se interrumpió y hubo movimiento, fuera lo que fuera, su tamaño podía notarse. Era grande y seguramente estaba dotado de muchos dientes. Escuchaba claramente cómo aquello olfateaba y a los pocos segundos la habitación se llenó con un gruñido trémulo. El pánico se apoderó de sus piernas y, rebasando su voluntad de permanecer inmóvil, reaccionaron llevándolo velozmente al cuarto donde se encerró.
Se alejó lentamente de la puerta sin darle la espalda, no escuchaba nada y ese silencio aumentaba su tensión. Prendió la pequeña lámpara que estaba a un lado de su cama, una luz tenue iluminó el lugar. Se sentía extremadamente estúpido, porque la fiera en la penumbra no podía ser nada de consecuencias mortales: ni un león, ni un tigre y mucho menos un oso… Tampoco era un coyote.
Para pensar un poco mejor cuál sería su plan de acción, se sentó en la cama y recordó que en el cajón del escritorio guardaba una pistola. Se la había regalado su socio cuando se enteró que la empresa de la que ambos eran dueños había quebrado. El mensaje fue muy claro, se la regaló cargada con una sola bala. más allá del vínculo sentimental con la bala, no se creía capaz de salir, apuntarle a algo vivo y luego dispararle, prefería quedarse a dormir en su cuarto y esperar que la naturaleza siguiera su curso, tal vez aquel animal se iría después de alimentarse, al amanecer, aquello sería una anécdota más; como si tuviera a quien contársela.
Se recostó lleno de ideas, unas relacionadas con su “invitado”, otras no tanto. No se quedó completamente dormido, pero eso fue peor, cuando el cuerpo se duerme a medias, se tienen las peores pesadillas y en tal estado de ensueño, sintió claramente cómo la puerta se abría bruscamente y aquella cosa se abalanzaba sobre de él, pero no podía moverse, incluso llegó a experimentar como la fiera lo comenzaba a morder y, aun así, su cuerpo no respondía a sus deseos de defenderse.
Abrió los ojos alterado, aunque estaba muy acostumbrado a ése tipo de tortura onírica. Con cautela abrió la puerta para asomarse, todo seguía en silencio, no se escuchaba que hubiera ningún tipo de actividad, ni respiraciones profundas, ni garras caminando, ni mandíbulas masticando, todo estaba muy callado. No podía seguir así, ser prisionero en su propia casa era ridículo así que armado de un valor racional, se puso de pie y decidió salir, no sin antes tomar la pistola cargada con una sola bala.
En una secuencia de movimientos casi coreográficos, salió a la sala, encendió la luz, y se deslizó a la cocina, donde también encendió la luz, al tiempo que tomaba un sartén por el mango. Entonces, vio por primera vez a la bestia…
Al principio, no supo bien qué clase de animal era, tenía pelo en algunas partes de su cuerpo, en otras, en lugar de piel, había cicatrices, ya recuperado de la impresión, se dio cuenta de que era un perro tan feo que hubiera preferido encontrarse con cualquier otra cosa, incluso, toparse con el cadáver resucitado del viejecito, al que se habrían comido los coyotes. Pudo haber sido algo intensamente terrorífico, pero no, aquello era sólo un perro callejero con aspiraciones de lobo desahuciado y encima de todo, como si la humillación fuera poca, estaba dormido, enrollado en sí mismo junto a la estufa.
Lleno de un gran sentimiento de seguridad, basado en que un perro de aquella calaña no merecía respeto, fue por una escoba para expulsar al animal, pero como si aquella bestia le hubiera leído la mente de Fermín, a su regreso el can lo esperaba de pie y con el lomo erizado, mostraba amenazador sus dientes, y gruñía. le faltaban un colmillo y un ojo.
Totalmente confiado en que la escoba sería suficiente para intimidarlo, la elevó con ambas manos sobre su cabeza e hizo un ruido amenazador. La combinación de aquellos dos recursos, tendría que bastar para amedrentar a aquel animal.
Posiblemente el ardid escoba-grito hubiera funcionado, pero “más sabe el diablo por viejo…” y al parecer, las únicas dos virtudes que tenía aquel espécimen, eran la vejez y lo que fuera el equivalente canino de la sabiduría. Así que, sabiamente, se lanzó sobre uno de los tobillos de Fermín. La suerte y lo que quedaba de sus reflejos permitieron que aquellas fauces se alojaran en su pantalón y no en su pantorrilla. La fuerza de aquella bestia era demasiada y lo tumbó al suelo, sentirse derribado hizo que se diera cuenta de que había subestimado a su invasor, ahora estaba preocupado y la pelea acababa de comenzar…
La casa se llenó de ruidos violentos: gruñidos, insultos y sillas arrastrándose. Por cada golpe que el perro recibía acercaba más sus dientes a la pierna de Fermín, que intentaba zafarse para poder huir o al menos, ponerse de pie. Los segundos parecían horas y la bestia no daba señal de calmar su ira, todo iba muy mal hasta que un ruido seco y estridente puso fin al todo el escándalo. La pistola de la única bala había sido disparada…
La mañana llegó húmeda y fría, con la niebla cayendo por el costado de las montañas y con sus sonidos típicos: perros ladrando, el canto de las aves madrugadoras y el motor de un camión que recorría la carretera cercana. Fermín salió a su terraza con una botella de vino en la mano y un cigarro en la otra, el perro estaba arrinconado y enrollado sobre sí mismo, le dio los buenos días gruñendo con sus dientes espantosos asomándose de sus belfos, Fermín sólo movió la cabeza de lado a lado y bebió un trago de vino. La bala que no había atinado a nada y que lo único que había logrado era espantar al animal con el ruido se alojaba al fondo de su cava atrás de un par de botellas de vino destrozadas.
El perro nunca se fue.

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