Un arrullo en la oscuridad

A eso de la media noche, cuando la oscuridad era total y los perros ladraban nerviosos al mugido del viento, Mónica salió huyendo despavorida, casi a rastras entre las milpas y pencas de nopal como si se le hubiera aparecido el mismísimo demonio. Oriunda de un recóndito pueblito conocido como Ayahuitl, “lugar donde la niebla llora”, Mónica arrancó a mordidas y jalones el mecate que la mantenía maniatada. Despuesito de haberse zafado, fue hacia la hamaca y tomó en brazos un pequeño bulto, colocándolo dentro de un canasto de mimbre y sin mirar atrás, escapó.

—Corre, corre hasta donde puedas, mocosa. Podrás huir, pero no esconderte de mí. —Dijo el monstruo de su padrastro dibujando una sonrisa perversa mientras acariciaba un collar de la santa muerte.

—¡Déjala José!, verás como el hambre es canija y no tardará en regresar esa malagradecida. —Agregó Catalina, esposa sumisa y madre de seis críos.

Días más tarde y con apenas quince años, Mónica llegó al centro de la ciudad de México, a puro aventón, donde fue acogida por un grupo de personas en situación de calle. Allí, le apodaron La Chucky, por su corta estatura, las chapas rojizas y su cabello andrajoso. Incluso, pronto conseguiría un refugio y trabajo cerca de la Alameda Central como checadora de microbuses y vendiendo chicles en los semáforos. Con las propinas ganadas, pudo rentar un cuartito no muy costoso en el antiguo barrio de Tepito. El anuncio pegado al poste, decía: Se renta cuarto barato a dos cuadras del metro lagunilla. No mascotas. Sin hijos. De hecho se ofrecía un lugar pequeño, aunque daba la impresión de haber sido habitado por la desgracia. La cama no lucia muy tentadora, aparte era una habitación fría y triste en tanto la humedad impregnada sobre las paredes altas parecía una plaga feroz devorando la pintura, hasta dejarla podrida.

Así pasaban las horas. Mientras tanto, afuera avanzaba la noche junto a una densa bruma que caminaba despacito y silenciosa. A cada paso dado, se iba tragando las calles, árboles y farolas. Al instante, el velador pitaba con su silbato dentro de la vieja vecindad. Una de pocas construcciones que aun permanecía de pie y en mal estado, prácticamente apunto del derrumbe.

—¿¡Qué tienes niña!? ¿Por qué no dejas de llorar? Por lo menos mírame, eres igualita a tu abuela, toda seca, nunca sonríes —Exclamó Mónica con el corazón endurecido y sin saber que hacer tras el llanto inconsolable de su hija María, a quien escondió muy bien dentro del canasto para jitomates para que el portero de la vecindad no se percatara de su presencia.

Para entonces, estaba pálida y ojerosa, totalmente demacrada como un cadáver. Allí, en ese cuarto lóbrego que la ahogaba lentamente en el desvelo por varias noches de terrible insomnio.

—¡Si no te callas, te quemaré la boca!, ¿Me oíste? —Gritó ya encabronada y sumergida en la impaciencia. En eso, oyó el ruido de unas pisadas que se acercaban detrás de la puerta. Por tal razón la respiración se le detuvo .

—¡Buenas noches! ¿Todo bien? —Dijo una silueta con voz ronca repegada al acrílico opaco que sustituía un cristal. Entonces, a Mónica se le crisparon los nervios al escuchar a aquel hombre.

—Shhh… Cállate niña, o él vendrá por ti. —Dijo murmurando y tapándole la boca a la criatura de ojos negros y grandes.   

—¡Si! Todo bien, gracias. —Respondió mientras intentaba aplacar con un sonajero de espiral a María.

—Mire, los vecinos se han vuelto a quejar de usted. Dicen estar hartos de tanto ruido y gritos a altas horas de la noche. ¿Me oye? Por cierto, la señora Elvira, vecina del piso de abajo, también vino ayer bastante molesta. Ya de por sí, no soporta sus dolores de espalda y me pidió con reclamos que, si no dejaba de decir peladeces a su hija, le daría parte a la policía. ¡Le advierto! si esto es verdad, tendrá que desalojar de inmediato. Bien le dije, que no se aceptaban niños ni mascotas. No quiero tener más problemas de los que ya tengo. ¿Entendió usted? —Insistía aquel señor gruñón.

—¡Si! no se preocupe, ¡aquí no hay nadie más conmigo! —Volvió a decir. Sin embargo, de un momento a otro, Mónica comenzó a canturrear una canción de cuna escalofriante mezclada con el silencio y el zumbar de los arboles: “A la rorro niño, a la rorro ya, duérmete mi niña o él te encontrará …”

—¿Está usted segura? ¿A quién le está cantando? o, ¿A caso me está tomando el pelo? —Exclamó aquel anciano cojo golpeando con más fuerza la puerta. Cada gesto que hacía, dejaban ver su amorfo rostro y un diente de oro.

—¡Cállate María, con un carajo o ese señor nos echará de aquí a patadas como lo hizo tu desdichada abuela!

—¡Abra la puerta inmediatamente!

—Lo ves María, duérmete ya o el monstruo vendrá por ti. ¿Quieres que mejor te amarre por desobediente?

Renegando por los corredores, donde la miseria y la opulencia convivían, el antipático e increpito administrador, fue por el juego de llaves para entrar a la fuerza.

—¡Esos jóvenes de hoy en día, ya no tienen respeto por los viejos como yo!  

Cuando volvió, metió lenta y cuidadosamente la llave en la cerradura. Pero antes, el hombre inclinó su cabeza, apoyó su oreja contra la puerta y escuchó a Mónica conversar con su retoño.  

—No te preocupes mi niña, mamá está aquí para protegerte, anda toma tu leche, duérmete y el monstruo no te atrapará.

Minutos más tarde, nomás se oyó el fuerte portazo retumbando sobre el muro hueco. Mónica estaba meciéndose sobre la cama. Dándole pecho a una criatura en brazos cubierta con una manta harapienta.

—¡Ah, lo ve! Así la quería agarrar. Usted me juró y perjuró, que no tenía hijos. ¡Desaloje de inmediato! —Dijo el anciano iracundo— Además, tiene hecho un mugrero aquí. Apesta a caño y a comida echada a perder —E hizo un gesto de asco al taparse la nariz con un trapo sacado de su bolsillo.

De pronto, Mónica se levantó de golpe. Ya no era la joven sumisa de ropaje humilde y pueril, sino alguien dibujando una conocida sonrisa perversa. Tomó un afilado cuchillo que estaba sobre una tina de trastos sucios y sin soltar a María, gritó:

—¡No se me acerque José o juro que lo mato!

Mónica, parecía una hiena salvaje. Lista para atacar.

—¿José? ¡Qué te pasa niña mocosa y embustera! ¿A caso te has vuelto loca? ¿Quién es José? Mejor págame los días de renta y lárgate de inmediato. Gritó el casero tronando los dedos.

Pero entre discusión y discusión, Mónica solo veía un monstruo de afilados dientes sosteniendo un mecate, listo para amarrarle las manos por rebelde. También oía voces sombrías revoloteando en su cabeza: “Te dije que podrías huir, pero no esconderte mocosa”.

Totalmente endemoniada, Mónica soltó de sus brazos a María y en un movimiento abrupto se abalanzó a la yugular de su agresor. Tan así, que la sangre salpicó al instante sobre el rostro de Mónica. Atónita. Solo se replegó hacia un rincón, tirando el arma blanca. En un estertor de muerte, el dueño cayó al piso, ensangrentado y horrorizado frente al rostro sucio y áspero de María, pues mientras agonizaba como un pez fuera del agua, notó con sus propios ojos que, la supuesta niña no era más que una muñeca de plástico. Solo un juguete de cuerda.

Pronto el ocaso se alzó en un radiante rojo y así, fría e indiferente, Mónica recogió su marioneta con las manos asesinas, para volverla a arrullar:

—¡Ya María, deja de llorar! El monstruo se ha ido.

2 comentarios

  1. Felicidades!! Una historia que atrapa desde las primeras letras. Me gustó mucho 😍

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