Tránsito

Piso el embrague mientras un leve cosquilleo recorre mi planta izquierda. La escena de Javier lamiéndome los pies hace treinta años pasa por mi mente. Pelafustán, le decía mi padre. Teníamos veinte años cuando nuestros cuerpos se encontraron. Él me envolvió en sus fetiches hasta que de tanto usarnos quedé en cinta. Suena el claxon de algún chofer loco por querer pasar el semáforo aún en rojo. Trato de quitarme los recuerdos en tanto aspiro el smog de las calles húmedas de Lima. El cosquilleo se incrementa hasta subir por mis piernas. ¿Qué estará haciendo ahora mismo ese miserable? Levantan la mano, desacelero, bajo la ventanilla, concordamos la tarifa y el pasajero sube.
—Así nomás no se ven mujeres taxistas.
—Cierto, caballero.
—De seguro que la cirean mucho a usted.
—Los otros choferes suelen insultarme. Si un pasajero se quiere sobrepasar conmigo, directo conduzco hacia la comisaría; tengo un primo que es Mayor de la Policía…
Mis palabras enmudecen al hablador. Avanzo con lentitud sorteando peatones que cruzan la calle aprovechando el tráfico. Piso con dificultad el embrague. Mi pie está adormecido. Me hormiguean las rodillas y mi mente nuevamente trae al zángano de Javier para incomodar mi día. Llegamos a la dirección y el pasajero baja sin despedirse ni agradecer el servicio. Tendría unos cincuenta como yo, habrá querido congeniar conmigo, pero no tengo paciencia para coquetear. Dudo en estacionarme en alguna calle vacía para estirar las piernas. Opto por seguir, mientras hay luz solar.
En casa me aburro. Mi hijo mayor está de viaje con su familia y el segundo trabaja de amanecida. Enciendo la radio y noto que el cosquilleo que inició en mi pie recorre mis caderas. Maldito Javier y sus manos que amasaban mis glúteos dando cadencia y ritmo a nuestra pasión. Mejor retorno a casa. Buscaré una carrera camino a mi barrio. Una señora cargando a su bebé me para. Su destino no está en mi ruta. Avanzo. La veo por el espejo retrovisor. Me recuerda a mí: sola, cargando a mi hijo mayor buscando en los bares a Javier que lo único que hacía bien era coger. Por él fue que empecé a taxiar, con el carrito de mi tío, el solterón, Dios lo tenga en su gloria.
Hace veinticinco años no se veían mujeres al volante y mucho menos trabajando de taxistas. Acelero. El hormigueo se acrecienta y ya estoy preocupada. Respiro y me hago una autorrevisión, concluyo que aún puedo conducir, estoy a pocos kilómetros de casa. El cosquilleo ya es incómodo. Llego y estaciono el sedán como sea. Mi cabeza empieza a divagar en las posibles causas de lo que me está pasando. Me sirvo agua, la tomo con lentitud. El hormigueo se mantiene en mis muslos, caderas y nalgas. Nalgas, otra vez Javier llega a mi mente. Estamos en el juzgado, él pellizca el trasero de su novia de turno, mientras nuestro hijo de cinco años está aferrado a mi blusa. El taxi, parqueado, las horas corren, el estacionamiento cuesta, el pequeño tiene hambre, el juez no deja de hablar, Javier la sigue pellizcando. Estoy asqueada, dolida y celosa. El juez de familia dictamina los horarios de visita, la manutención… Suena mi móvil, es mi hijo mayor.
—Mamá, ¿en la casa no habré dejado mi cargador de celular? No ha llegado en la maleta.
—Voy a dar una miradita en tu cuarto, mi amor.
—Cuando llegues a casa
—Estoy aquí.
—¿Tan temprano?
—Es que me he sentido un poco… —no, mejor no le digo. Que disfrute de sus vacaciones familiares sin preocupaciones—un poco, un poco… cansada.
—Bueno, mamá. Aquí sus nietos están asombrados por el hotel que resultó bonito.
—Diviértanse, hijo.
—Okey mamá. Me avisas si ves mi cargador. Chau.
Cuelgo y siento un hincón en el pecho; mis pies entumecidos. Seguro necesito descansar. Camino con dificultad hacia mi dormitorio. En el pasillo está la foto de mi hijo mayor cargando a su hermanito recién nacido. Sé que no debo culpar a la fiebre, pero ese fue el motivo. Lo llamé, estaba cansada de estar en vela por dos noches seguidas y luego todo el día en el hospital, Javier era el padre y tenía que apoyarme. Llegó perfumado. En ese momento creí que una mujer lo esperaba. Nuestro hijo, por fin, dormido. Le ofrecí café, me miraba de pies a cabeza.
—Ya no trabajes con ese carro. Mejor de secretaria.
—¿Quién llevaría al pequeño al colegio? ¿Quién lo recogería?
—Sigues igual de bella como cuando te conocí.
—No empieces, Javier…
El hormigueo se ha vuelto insoportable, busco un paracetamol en mi velador. Me saco las medias y veo que mis pies han adquirido un color amaderado con vetas claras. Busco el celular para llamar a mi segundo hijo. Suena ocupado. Ocupado también sonaba el teléfono fijo de la casa de los padres de Javier. Me habían tildado de todo y de puta no me bajaron. En cambio, su querido Javier era un santo, ¿no? El dolor de las contracciones era profundo, sentía que mi pelvis estaba a punto de explotar. El teléfono sonaba y nadie se dignaba a contestar. Javier ya me había amenazado diciendo que ese segundo bebé no era suyo. Sin embargo, todo el mundo sabe que los hijos negados son idénticos al padre.
Respiro hondo. Fuera del hormigueo y el nuevo aspecto de mis pies, no me siento como si fuera a morir. No es gangrena, subo mi pantalón para ver mis piernas y siguen siendo de carne. Pienso en qué hacer. ¿A quién debo llamar? Debería ir al hospital. ¿Y si llamo a Javier para que me lleve? Pensará que lo necesito y no quiero que piense eso. El cosquilleo sube por mis costillas hasta la punta de mis senos. Trato de moverme para buscar ayuda. Con esfuerzo llego a la sala, mis pies de madera han empezado a crecer. Debo estar soñando. Seguro que me he quedado dormida en el carro dentro del estacionamiento del aeropuerto mientras espero a que llegue mi cliente gringo. Me pellizco para despertar, pellizco mis muslos, mis nalgas. Me percato de que mis dedos tienen un olor peculiar. A sándalo, a café, a roble, no puedo determinar a qué. Mi hijo, el mayor, está con su esposa y sus hijos en un viaje de reconciliación, el muy canalla le había sacado la vuelta. El segundo trabaja sólo para su vicio: enamorar bellas jovencitas. La pantalla del celular no reacciona ante los toques de madera. Mi vientre empieza a ensancharse. Mi cuello se achata hasta desaparecer. Mis muslos son cajones, mi nariz una perilla. No hay dolor, solo algo de comezón y el bendito hormigueo. Me muevo un poco para quedar cerca de una pared. Mis manos descienden y junto a mis pies conforman cuatro patas de madera dura y resistente. Mis cuencas oculares suben y se quedan en el tablero, tristes ojos de madera. Escucho el trino de las aves y el sonido de la puerta. Ha amanecido. Mi segundo hijo ha llegado, posa sobre mí unas flores, seguro una joven las ha rechazado. Grito para que sepa que esa cómoda donde se posa soy yo. No hay caso. Entra tambaleante a su cuarto para dormir el resto del día. Me quedo estática, porque otra cosa ya no puedo hacer. A los tres días, las flores, medio marchitas, están en un florero. Sobre mí también han puesto la foto enmarcada de mis nietos, sonrientes, posando en la playa de Cancún.

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